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ñar á Julian, la comprendió; hablóle varias veces apasionadamente de un sentimiento que ella no conocia, de un amor cuyas delicias no habia gustado; pero en todas ellas no recibió sino repulsas enérgicas de la condesa que estuvo á punto de prohibirle el que volviese á presentarse en su presencia. Semejantes desprecios fueron una herida mortal para el orgullo de Alfonso, quien juró vengarse de ella. Este, de corazon perverso, en ningun medio se paraba para llevar á cabo sus resoluciones por reprobadas que fuesen, y considerando que la virtud de la condesa no seria un muro inespugnable que se opusiese á las seducciones de cualquiera otro amor, introdujo con arte en sus tertulias á Julian, jóven amigo suyo, acaudalado, de gentil continente y de una espresion tan dulce en sus modales, que seducia á cuantas le miraban. La condesa y Julian se amaron: este le hizo declaraciones apasionadas, aquella vacilante al principio entre el deber y la fuerza que la impelía á llenar el vacio de su corazon, se mostró con él blandamente esquiva; mas no pudiendo soportar por mas tiempo un martirio tan cruel, la noche del festin estrechó á Julian contra su seno, y empapó con sus lágrimas su rostro; y mientras, Alfonso, que habia visto nacer y crecer el amor de aquellas dos

almas que al fin se comprendieron, sonreía; pe

ro con aquella sonrisa que revela un corazon acosado por los pesares, carcomido por la venganza.

III.

EL CONDE DE PEÑA-ARANDA.

A las seis de la tarde del dia siguiente al del baile con que se celebró el cumpleaños de la condesa de Peña-Aranda, esta y el conde su marido, se hallaban sentados en un aposento de la casa, cuyas ventanas daban al poniente. La condesa con un vestido blanco de una estrema sencillez, y con su pelo suelto, estaba distraida y algo pálida, y sostenia contra su pecho la cabeza del conde, cuyos blancos cabellos halagaba ella con su mano descuidadamente. Ambos estaban con sus ojos fijos en el sol que estaba próximo á desaparecer detras de las montañas. En el rostro del conde estaba pintada aquella dulce melancolía que se apodera de nosotros, cuando somos testigos de las maravillas de la naturaleza, y en el de la condesa una inquietud que aumentaba à medida que el sol descendia mas. Este desapa reció al fin, la luz del crepúsculo se derramó sobre la tierra, los celages desplegaron sus alas sobre los cielos, y el conde levantó repentina

mente su cabeza, fijó sus ojos en el rostro de su esposa, la que no pudo dejar de estremecerse, y con una voz melancólica la dijo mostrándola con su mano el campo y el cielo:

-He aquí, María, la imágen de nuestra vida: esa luz del crepúsculo sin fuerza y sin calor es la mia; y esos celages risueños que vuelan por los cielos, que dan animacion al cuadro, porque sin ellos seria triste y sombrío, son la tuya. Tú sostienes mis fuerzas abatidas, tú, María, encantas los últimos momentos de mi existencia; por eso te amo tanto, por eso, cuando reposo en tu seno me parece que soy jóven, y que me restan aun muchos dias de vida.

La condesa guardó silencio, y por su megilla corrió una lágrima: el conde al verla continuó, sollozando la dijo.

y

-Ah! ¿por qué lloras, María? ¿Por qué cubre hoy la tristeza tu rostro, siempre tan alegre, siempre tan risueño? Si falta algo en tu corazon, si deseas algo, ¿por qué no decirselo á tu pobre viejo que jamas te ha negado nada, cuyo mayor placer, si no eres feliz, es creer que lo eres, porque él no ha omitido medio ninguno para proporcionarte la dicha?

-Ah!.... esclamó la condesa con una agitacion que apenas podia encubrir.

-Prosigue, niña mia, prosigue, la interrumpió el conde; ábreme tu corazon á mí que soy tu padre, tu esposo, y aunque viejo.... tu querido.

-No es nada, señor, no es nada....... querido mio, continuó ella sin atreverse á mirarlo fijamente. Lo que ahora esperimenta mi alma, es una de aquellas sensaciones muy comunes en las mugeres, al aspecto de un cuadro como el que estamos contemplando ahora. No sé que tiene la caida del sol, que trac à mi memorią los recuerdos de mi infancia, recuerdos amargos que nunca se presentan á mi alma sin que me hagan derramar lágrimas.

Y al decir esto, sonreia y acariciaba al conde; pero sus manos temblaban, y la sonrisa de

sus lábios era forzada.

-Pero ¿por qué entregarte à memorias tan crueles, niña mia, si aquellos tiempos pasaron? prosiguió el conde imprimiéndole un beso en la mano: no consumas así tu vida con recuerdos inútiles.

Ambos lloraban en silencio, la condesa apoyada en su mano derecha, y con su cara vuelta al campo, y el conde inclinado sobre la mano izquierda de María, bañándola con sus lágrimas. En esta posicion los encontró un criado que anunció al conde la visita de D. Alfonso de Zárate.

-Que pase, contestó el conde, y la condesa fuese entonces de su lado á los aposentos interiores. Alfonso encontró al conde con los ojos llorosos todavía.

-Oh! señor conde, esclamó este al entrar, con el acento de quien tiene alguna confianza con aquel á quien dirige la palabra; V. siempre encerrado, jamas se le ve á V. la cara, fuera de este que puedo llamar propiamente su castillo.

-Oh! amigo, le contestó el conde, á la edad de V., cuando tenia el mismo humor que V. tiene ahora, no se me podia decir otro tanto; pero ya el fuego de mi juventud se apagó, y no me queda mas que el hogar doméstico para recalentar mis miembros.

-Al lado de vuestra bella esposa fidelísima.
-Siempre V. de broma!

—Broma, ó no broma, es cierto lo que digo: jamas se separa V. de ella, siempre à su lado.... ya se ve, ella ama á V. tanto, le es á V. tan fiel, que ingratitud seria que V. se separase un momento de ella. Pero supongamos, ya V. sabe que yo me muero por las hipótesis, supongamos que le fuese á V. infiel.

-Hombre! Eso ya pasa el límite de la intimidad, de la confianza que media entre nosotros.

-A vuestra disposicion está, contestó Alfonso. Abrala V., hojeela para que mas conozca su mérito.

-No llega á tanto mi libertad, que contendrá los secretos de ese corazon.

-No soy tan ligero, para fiar mis secretos á un secretario, que si hoy está conmigo, cualquiera circunstancia hará tal vez que mañana caiga en manos de otro. Puede V. verla.

La abrió el conde y comenzó á hojearla; mas á la mitad se paró: la curiosidad le habia hecho fijar la vista en unos renglones escritos que allí habia: leyó los nombres de María y de Julian, nombres que le eran demasiado conocidos; su misma curiosidad le llevó mas adelante, y leyó lo siguiente:

-A las ocho de la noche, María....

-Sí, Julian, á esa hora por la reja del jardin; yo bajaré la llave.

Soltó de sus manos la cartera; y viéndole Alfonso trémulo y con los ojos desencajados. -Qué sucede? esclamó, como si todo lo ignorara.

-Leed, le contestó el conde presentándole la cartera.

Maldita indiscrecion! volvió á esclamar Alfonso, dándose una palmada en la frente; yo no sabia que esta cartera encerraba semejante secreto.

-Déjese V. ahora de límites, ya V. sabe que las suposiciones no pasan de tales, é infelices de nosotros, si pasaran á veras. Supongamos -V. me engaña, repuso furioso el conde; V. que le fuese á V. infiel. ¿Qué haria V? me quita la vida, ultraja, calumnia la honra -Como eso, no solo lo considero remoto, si- de mi María. Que venga, que venga ella misno imposible; no haria nada.

-Pero, vuelvo á mi tema: yo supongo que así es, y doy por cierta mi suposicion. ¿Qué haria V., vuelvo á preguntar?

-Oh! entónces....

-Entonces, celos fundadísimos nacerian en el corazon de V., la arrojaria de su lado, é inexorable, jamas la volveria á ver; jamas volveria á acordarse de ella.

-Tal vez.... pero dejemos esa conversacion que V. ha suscitado ahora sin motivo.

-Qué quiere V.? fué una suposicion!

El conde temblaba, y con los ojos fijos en el suelo, como quien medita en algo, quizá la suposicion de Alfonso, con algunas circunstancias anteriores, que ahora se le agolpaban en la mente, habia hecho nacer en él alguna sospecha. Alfonso que tenia su cartera en la mano, la dejó caer entónces; y al ruido de esta, el conde levantó los ojos y la vió á la luz de la vela.

ma á sincerarse, á confundir en su presencia á V., infame calumniador. María! María! gritó dirigiéndose á la puerta.

-Conténgase V., esclamó Alfonso deteniéndole; ya que el acaso os ha descubierto una verdad....

-No, infame calumniador, que venga mi es posa á confundirte.

-Señor conde, deténgase V., y esta misma noche tendrá V. por sus propios ojos un desengaño terrible. La cita es para las ocho de esta noche; V. mismo los verá juntos, y despues me hará justicia, se arrepentirá de haberme llamado calumniador.

El conde se detuvo; el deseo de satisfacerse por sus propios ojos de lo que se le habia casi jurado que era cierto, ahogó el de que su esposa se sincerara allí mismo; los celos devoraban ya su corazon de viejo. Ambos permanecieron en silencio, hasta que poco antes de las ocho se dirigieron al jardin sin ser vistos de

-Preciosa cartera! dijo él tomándola en sus nadie. Mas antes de salir dijo el conde á sus

manos.

criados:-Decid à la condesa que he salido á un

negocio importante de tal urgencia, que me ha sido imposible estar antes con ella.

IV.

UN DESENGAÑO.

Las ocho sonaron en el reloj del monasterio de San Fernando, muy inmediato á la casa del conde de Peña-Aranda; las campanas comenzaban á dejar oir la fúnebre plegaria de ánimas, y hacia poco que la luna llena se habia levantado por el oriente. Tranquila estaba la

zas y os amaba, como á su vida misma. Ah! vosotras las mugeres sois gusanos que cuando os veis en la altura, buscais siempre el lodo en que os arrastrabais. Insensato! crei haber encontrado un ángel que amante me condujera al sepulcro, y encontré una serpiente que me carcomiera las entrañas antes de tiempo. Id, prostituida, id con vuestro seductor, que sus caricias sean el veneno que acabe con vuestra vida. Ya nada sois mio, en nada me perteneceis; el conde de Peña-Aranda, jamas ha sido de una prostituta.

el

esposo

ya tambien con el objeto de saborear su venganza, se acercó á ella, y descubriéndose la dijo:

noche, y apenas susurraba el viento meciendo Y al decir esto la puso fuera de la reja del las copas de los árboles y doblando el tallo de las flores dormidas del jardin estenso y precio- jardin que daba al campo. María lloraba, el so, lugar de recreo de los condes de Peña-A- conde en su furor ni un solo suspiro habia lanranda. Poco antes lo habian atravesado en silen-zado de su pecho, y Alfonso que habia salido cio dos hombres que entraron á una de las grutas artificiales, construida muy cerca de una reja que daba al campo; mas ahora estaba solo, y ningun ser humano se veía en él. Muy luego, à la luz de la luna, se vió moverse entre los árboles una figura blanca que rápida mente se dirigia á la reja, y que al acercarse á esta, se reconoció en ella á una muger, à María, que con su vestido blanco y su pelo suel

to iba á encontrar á su amante. Se acercó ella

á la reja, y con voz bastante perceptible dijo:

-Julian!

Y de fuera le contestaron:
-Maria!

-Estás ahí, bien mio?

-Ah! sí, y mi corazon aguardaba impaciente tu venida.

Aquí está la llave, abriré.

-Y el conde?

-Salió contra su costumbre.

María abrió, y Julian la recibió en sus brazos. Al ruido de la llave el conde salió de su escondite, y dirigiéndose à ellos en el momento en que estaban extasiados uno en los brazos del otro:

-Señora! esclamó con voz grave poniéndole la mano en el hombro á la condesa.

Al acento terrible del conde, Julian se des. prendió de los brazos de su querida, y ganando la puerta se escapó sin que jamas se le volviera á ver; y María pálida, y sin poder comprender lo que aquello era, cayó desmayada en el suelo. El conde la levantó furioso; y cuando ella volvió en si, oyó que le decia:

-Este es, señora, el premio que habeis dado al que os sacó de la miseria para elevaros á una altura en que jamas habiais soñado; al que contrariando las preocupaciones y oponiéndose al orgullo de sus deudos os dió el nombre de esposa, al que os entregó sus rique

--Me conoceis? soy Alfonso, aquel á quien un tiempo despreciasteis, sin saber que su orgulo jamas dejaba un desprecio sin venganza. Soy Alfonso, el que ha conducido aquí à vuestro marido para que fuese testigo de la felicidad que disfrutabais en los brazos de Julian.

El conde cerró la reja dejando á María afuera de ella, y atravesando con Alfonso rápidamente el jardin, volvió à su habitacion.

V.
CONCLUSION.

Algun tiempo despues, el conde de Peña-Aranda pasaba en su coche por una de las calles mas concurridas de México, y viendo que hácia él se dirigia una muger pálida y estenuada y cubierta de andrajos, en la que reconoció á María, dió órden al cochero para que condujera rápidamente el coche. María al ver esto se volvió anegada en lágrimas, y á su vuelta encontró á Julian:

-Julian mio, esclamó ella, dirigiéndose á él, te vuelvo á ver al fin.

-¿Quién sois vos, le preguntó Julian?
-María, tu querida María.

-Yo no os conozco, no os he visto jamas: idos en paz y no me importuneis: si quereis limosna, pedidla de otro modo.

Y le arrojó en el suelo un cuarto. Era el estremo de la infelicidad á que el destino podia haber arrastrado á aquella muger. Sentada en el suelo, ya sin fuerzas para soportar tanto, no lloraba, sino que frenética mordia sus manos y casi renegaba de la Providencia, cuando sintió que le tocaban el hombro. Alzó el rostro, y vió á Alfonso, y oyó que le decia.

-Me conoces? yo soy Alfonso, el amante des

á la situacion en que te encuentras.

-Ojalá y mis palabras fueran de muerte, hombre maldito, esclamó ella cubriéndose el rostro.

de

preciado, y el que te ha conducido con placer corazon la necesidad de amar, como se ama en la juventud! ¡Cómo secaron las esperanzas su corazon el desvío de un marido, el desprecio de un amante querido y el placer de la venganza de otro á quien odió su corazon! ¡Pobre muger, juguete de la suerte! Pobre muger! R. I. ALCARAZ.

Pobre muger! á que estado la arrastró su destino, aquel mismo destino que puso en su

A TEXCOCO."

000

Orillas de la laguna
Texcoco altiva se mece,
Y en las aguas resplandece
Como en los aires la luna.
Murmuran al pie del muro
Las mansas ondas pasando,
Con blanca espuma argentando,
De roca el cimiento duro.

Y en el fondo trasparente
Pinta el reflejo sereno,
Un cielo de encantos lleno
Que no empaña la corriente.
Y que en su apacible azul,
Entre celajes de plata,
Las verdes ramas retrata
Del sauce y del abedul;

Y las primorosas flores
Que en las chinampas se ostentan
Y el aura suave alimentan
Con balsámicos olores.

Con blandos fulgores brilla
El sol de la primavera
Dando vida á la pradera
Y á las flores de la orilla;

Y disipando la sombra
Que el crudo invierno tendió,
Donde el hielo marchitó
De verde grama la alfombra.
Está la ciudad tranquila,
Y ufana se alza y contenta,
Que es jóven y aun no lamenta
La adversidad que aniquila.

Premio siempre á su valor
Triunfos y glorias han sido,
Del enemigo vencido
El despojo y esplendor.

Por eso do quier se escucha
El canto de sus guerreros,
Y ostenta gala y plumeros
Botin por que ardiente lucha.

Todo es bulla y confusion,
Entusiasmo y alegria,

Que aun no se aproxima el dia
De luto y desolacion.

Que aun no asoma ni el amago
De la dura esclavitud

Ni aun teme la senectud

La hermosa virgen del lago.
Gira en tanto poco a poco
á
La rueda de la fortuna,
Tras sí arrastrando una á una
Las venturas de Texcoco.

Pobre rosa deshojada
Lozana y fragante un dia,
Triste flor abandonada,
Perseguida y azotada
Por la tormenta bravía.

Pobre ninfa, hoy sin amor
Y en otro tiempo adorada,
Triste virgen sin dolor
Sola, entregada al furor
De turba desenfrenada.

Triste ciudad olvidada
Fuerte un dia y floreciente,
De príncipes acatada,
De naciones respetada,
Bella, rica, independiente.

¿Que se hicieron tu opulencia,
Tus palacios, y tus reyes

Tu antigua gloria y tu ciencia,

[1] Insertamos esta poesia á Texcoco que bajo el anónimo se nos ha remitido, porque al leerla encontramos en ella cosas muy bellas que revelan en su autor un ver. dadero talento poético. Tiene es cierto algunos defectos; pero como hemos sabido que este es uno de sus primeros ensayos, nos parecen disculpables. No deje su autor de pulsar su lira, y con el tiempo sus acentos serán dulces, muy dulces. R. R

Tu ardiente celo ó demencia

Por tus dioses y tus leyes?

Que se hicieron tus banderas
Tus carcaces tus legiones
Indomitas y guerreras
Que á las buestes estrangeras
Dieran triunfo en cien acciones?

Todo, Texcoco, pasó,
Capricho fué del destino,
La tormenta reventó
Y á tus ojos ocultó

De la ventura el camino.

Hoy, si las nobles colinas Visita acaso el viajero, Ve las negras golondrinas, Volar entre las ruinas De algun ídolo grosero. Tal vez fija su atencion Algun ahuehuetl erguido, Y oprimido el corazon En triste meditacion Cae á su sombra dormido. Arbol viejo y misterioso, De los siglos respetado, Que testigo silencioso Fué del tiempo venturoso Como de este, desgraciado. Acaso en su sueño inquieto, De algun sepulcro ruinoso Ve salir un esqueleto Que le dice,,Ten respeto De los heroes al reposo"

Y en lugar del anatema
Que en su frente vió primero,
Ve lucir una diadema

Y á su calce oscuro emblema
Que esplica lo venidero.

Ya no existe una laguna
Do Texcoco hoy aparece,
Do humillada desfallece
Despojo de la fortuna.

Ya al pie del muro pasando
La onda mansa no murmura
Ni del sol la lumbre pura
Va sus cristales dorando.

Ni en su seno se refleja
Bello un firmamento azul,
Ni el plateado abedul
Su sombra en la tierra deja.
Ya no hay chinampas ni flores
Que el suave ambiente alimenten
Y en lecho de junco ostenten
El lujo de sus señores.

Brilla el sol, mas sin colores, Sin ser ya lo que antes cra,

Sin dar vida á la pradera
Con sus vivos resplandores.

Sin romper la densa sombra
Que el crudo invierno tendió
Cuando al soplar marchitó,
De primavera la alfombra.
Está la ciudad tranquila,
Mas débil y macilenta,
Como viuda que lamenta
La edad que todo aniquila.

De invencible el alto honor En otro tiempo adquirido, Yace hoy postrado y vencido Sin ánimo y sin vigor.

Por eso ya no se escucha El himno de sus guerreros, Ni ostenta gala y plumeros Ganados en cruenta lucha.

Todo es silencio, inaccion, La paz de la tumba fria, Que el sol ya lució del dia De ruina y desolacion.

Lanzó su gemido vago Nefanda la esclavitud, Murió en gracia y juventud La antigua reina del lago.

Gira empero poco a poco La rueda de la fortuna Tras sí llevando una á una Las desdichas de Texcoco.

F. P. C.

ON CHISTE A TIEMPO.

Desessart, compañero del célebre cómico frances Dugazon, era un hombre sumamente gordo. Un dia lo llevó Dugazon á casa de un ministro, y al presentarlo dijo á este: "Señor, la compañía cómica francesa acaba de recibir la noticia de la muerte del elefante del rey, y os suplica concedais esta plaza á Desessart, en recompensa de sus servicios." Desessart, fu rioso desafió á Dugazon. Este admitió; al llegar al sitio designado para el duelo, dijo á Desessart: "Ala verdad, el partido es ventajoso para mí; tú presentas una superficie décupla de la mia; y así voy á pintar en tu vientre con albayalde un blanco, y todos los tiros que den fuera del blanco no se me cuentan." Esta agudeza fue suficiente para cortar el duelo.

La envidia va siempre tras el mérito, como la sombra tras el que camina hacia donde está el sol.

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