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dencia, siguió adelante el camino, en donde le alcanzó la noticia de los asesinatos que deseaba evitar, i entró en Quito el 9 de setiembre. El recibimiento que se le hizo fué, por parte del gobierno, por demas tibio, hasta el término de no haber podido disimular sus malos afectos, porque los gobernantes, ya lo dijimos, miraban al comisionado como á enemigo; i mui afanoso i cordial por parte del pueblo que acertadamente previó que llegaria á reanimar su moribunda causa. I tan difundida andaba esta confianza en el comisionado, que doña Maria Larrain, mujer que por entónces hacia figura por su belleza, lujo, liviandades i patriótico entusiasmo, sedujo á otras mujeres i, poniéndose á la cabeza de ellas, armada de punta en blanco, se presentó con sus compañeras á hacerle la guaadia en la casa de don Pedro Montúfar, tio de don Cárlos, donde se habia alojado. Don Carlos apreció esta muestra del entusiasmo con que le recibieron sus compatriotas; pero, como era natural, la misma muestra apuró tambien las desconfianzas que de él tenian las autoridades españolas.

Don Carlos Montúfar, mancebo de bastante fondo i valor, regularmente disciplinado en la famosa escuela de la guerra contra los franceses metidos en España, i de los vencedores en Bailen; era, á no dudar, el mas á propósito que entónces podia apetecer la patria para defender su causa. Llegó en circunstancias en que gobernantes i gobernados se miraban, mas que con desconfianza, con airado encono, i en las de que, aun cuando se habian despedido las tropas de Lima, todavia conservaba el presidente mil hombres de guarnicion, i esperaba que le llegarian

bien pronto las pedidas á los gobernadores de Cuenca i Guayaquil.

Ruiz de Castilla, á quien uno tras otro, ó tal vez simultáneamente llegaron los patrióticos gritos de Venezuela, Nueva Granada, Alto Peřú, Chile i Buenos Aires, no habia dejado de entrar en aprehensiones, particularmente por los del centro del vireinato que como ménos distantes, zumbaban mas claro en sus oidos. Habíase condolido acaso de la suerte lastimosa de las víctimas del 2 de agosto, i deseando á lo ménos atenuar el reciente cuanto vivo sentimiento del pueblo, pensó en restablecer la junta como concesion graciosa, ya que no espiacion de sus condescendencias, que hacia en favor del pueblo. El pueblo, que entendió iba á componerse la junta de los mismos que habian mandado asesinar á los suyos, se preparó á combatirla tan luego como se estableciese; pero Montúfar, hombre esperto i versado ya en los negocios públicos por los sucesos de la Península, estimó necesaria toda especie de contemporizaciones con las autoridades, i persuadiendo de esto á sus allegados, convino en la formacion de la que debia llamarse Junta de gobierno, i que fuera su presidente el mismo conde Ruiz de Castilla, aunque debiendo tambien pertenecer á ella, como vocales natos, el comisionado i el reverendo obispo Cuero. Montúfar, se dirá, faltaba á la honrosa confianza que en él habia tenido el consejo de la rejencia; pero, tratándose de sacudir el yugo impuesto por la astucia i fuerza de las armas, no vemos porqué el oprimido no tenga contra su opresor el derecho de emplear los mismos medios para recobrar la perdida independencia.

VI.

Convocóse la primera reunion para el 10 del mismo mes, i acordaron en ella el reconocimiento de la suprema autoridad de la rejencia, la fundacion de una Junta superior, el modo i forma cómo habian de hacerse los nombramientos de los electores, á quienes se atribuia la facultad de elejir los miembros de dicho cuerpo, i la convocatoria de un cabildo público para el dia siguiente.

Las elecciones, conforme á los principios dominantes de esos tiempos, debian hacerse por estamentos, á saber: el clero, la nobleza i el pueblo representado por algunos padres de familia residentes en los barrios de la ciudad capital de una provincia, sin que fueran llamados á esta representacion las demas ciudades i poblaciones que no eran cabeceras. La representacion, como se ve, estaba mui léjos de ser la del pueblo que se decia representado.

Verificóse el cabildo abierto i se ratificó cuanto se habia acordado en el dia anterior, agregando únicamente la necesidad de nombrar un vicepresidente para los casos de muerte, enfermedad 6 ausencia del presidente, i la de un secretario para el despacho.

Reuniéronse luego el presidente, el comisionado, los cabildos secular i eclesiástico, i los quince electores correspondientes al clero, la nobleza i los barrios; esto es á cinco por cada uno de los tres estamentos. Hecho el escrutinio de los votos en favor de los individuos de que habia de componerse la junta, resultaron nombrados don Manuel Zambrano por el cabildo secular, el

majistral don Francisco Rodríguez Soto por el eclesiástico, los doctores José Manel Caicedo i Prudencio Váscones por el clero, el marques de Villa Orellana i don Guillermo Valdivieso por la nobleza, i por los barrios don Manuel de Larrea, don Manuel Matheu i Herrera, don Manuel Merizalde i el alferes real don Juan Donoso. Por unanimidad de votos fué electo vicepresidente el marques de Selva Alegre, i de secretarios don Salvador Margueitio i don Luis Quijano (21). Como se ve, la junta llegó á formarse casi de todos los comprometidos en la revolucion, pero tambien de esos mismos abanderizados por cuyas discordias habia quedado malparada la causa pública.

El presidente Ruiz de Castilla, que no pudo librarse de la influencia del comisionado rejio, quedó, al andar de pocos dias, reducido á una completa nulidad. Bien luego, asimismo, se despidieron las tropas auxiliadoras, se levantaron otras nuevas, á las cuales se agregaron voluntariamente muchos soldados de los de Santafé, pertenecientes al cuerpo de Dupret, i los destinos volvieron á ponerse en manos patricias.

La junta que de dia en dia iba avanzando por el camino de los buenos principios i cambiando el aspecto de las cosas, declaró en la sesion del 9 de octubre que reasumia sus soberanos derechos i ponia el reino de Quito fuera de la dependencia de la capital del vireinato. En la sesion del 11, como arrepentida de tan mesurado paso, rompió los vínculos que unian á estas provincias con España i proclamó, bien que con alguna reserva, su independencia. El pueblo mal hallado hasta entonces, no tanto con los principios

monárquicos, puesto que no conocia otros, como con los gobernantes, i con la esperanza de establecer otros mejores, festejó con ardor este primer desempeño de una cabal soberania. Este paso, á juicio de los patriotas, era tanto mas necesario cuanto así venian á complicarse los estorbos para las reconciliaciones que de nuevo pudieran intentarse por los gobernantes de España, como se temia. Con todo, tal proclamacion no llegó á publicarse sino seis meses despues.

Mientras que las provincias de Cuenca, Loja i Guayaquil, instigadas por sus vijilantes autoridades, en particular la primera, dominada desde el año de nueve por su obispo, don Andres Quintian, uno de los enemigos mas fervorosos de la revolucion, se negaban abiertamente á reconocer la autoridad de la Junta superior; la ciudad de Ibarra establecia otra acaudillada por don Santiago Tobar, bien que con subordinacion á la de Quito, de la cual solicitó la aprobacion. La junta superior, abarcadora de los poderes públicos i mal organizada por la multitud de sus miembros, consideró que vendrian á aumentarse sus embarazos con el establecimiento de otras subalternas, porque era claro que tambien otras ciudades habian de querer seguir el ejemplo de Ibarra, i para quitar toda tentacion de imitarla dispuso que se disolviese al punto.

VII.

Aburrido el presidente, i con sobradísima razon, de la mala figura que se le hacia representar, se retiró á vivir en la recoleta de la Merced, santuario práctico de piedad i recojimiento,

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