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Floridablanca, ministro de Carlos IV, enemigo de las instituciones británicas y enamoradamente apegado á las del absolutismo, no era el hombre llamado para cambiar la política del gobierno español, y los conflictos continuaron hasta después de la caida del ministro en 1792. El conde de Aranda, el sucesor, logró restablecer la paz entre la república Francesa y el Reino de España; pero habiéndose hecho sospechoso á los ojos de la Córte, y aun á los del pueblo español por sus opiniones filosóficas, y suponiéndole inficionado ya de las heregías que cundían por entonces, fué despedido. Por sus consejos, aceptados por Godoy Juque de Alcudia, se había ofrecido á la Convención francesa la neutralidad de España, y aun su intercesión y mediaciones en la guerra que le habían declarado otras naciones, á trueco de salvar la vida de Luis XVI; transacción noble y generosa, olvidada por otras potencias talvez más allegadas; pero á la muerte del rey, la España, rebosando de airado enojo, se alió con la Gran Bretaña y declaró con ella la guerra á la república. El pueblo español, inclinado desde antes á entrar en esta lucha, la aceptó con gusto y dejó oir por todos los contornos de su nación aquel grito de venganza contra los escanciadores de la sangre del hijo de San Luis. Sostúvola con valor, entusiasmo y lealtad hasta que, viendo mal parados á los austriacos, y que la Prusia entraba en arreglos con los franceses sin contar con él, tuvo que aceptar en 1795 la paz de Basilea; y un año después la de San-Ildefonso; paz vergonzosamente obtenida por don Miguel Godoy, sucesor del conde de Aranda y valido que manchó el lecho y el reinado de su rey. En recompensa de tal ajuste,

recibió el ministro el título de Príncipe de la Paz. Cierto que España tenía muchos motivos de queja contra la Gran Bretaña; pero no fueron ellos sinó la molicie de Godoy y su afición á una vida sosegada las que pusieron á Carlos IV, á merced del Directorio francés. La madre patria ligada de nuevo con la Francia y de nuevo hecha enemiga de la Gran Bretaña, si por amiga de ésta había perdido la parte española de la isla de Santo-Domingo, ahora, por ser aliada á la otra tuvo que sufrir las consecuencias del combate naval de San-Vicente, la pérdida temporal de la isla de Menorca, y definitivamente la de la Trinidad por el tratado de Amiens en 1802.

Tras estos desastres, la España misma, seducida por los principios republicanos que regían en la vecindad, abrigaba en sus entrañas unos cuantos hombres de talento y séquito que andaban ideando la adopción de tales instituciones, y otros que, aburridos de la intolerable flaqueza de su monarca y agriados contra las impudencias del valide, comenzaron á infundir el descontento contra el gobierno; y este desquiciamiento de la unión llevó al colmo las desgracias. Verdad es que la conspiración proyectada en 1796 fué oportunamente descubierta y sus autores castigados, pero, como sucede las más veces, dejó en germen un semillero, y este semillero vino á complicar más y más las angustias de España.

En tal estado de cosas y de otros muchos pormenores que no son de nuestra incumbencia referir, los tratados de 7 y 9 de Julio de 1807, celebrados por Napoleón en Tilsit, después de las victorias de Eilau y Friedland contra rusos y prusianos, le dieron tal influencia en los asuntos

de Europa, que se le concedió el que pudiera intervenir oficialmente en los de España. El resultado de esto fué la invasión al Portugal y el tratado de Fontainebleau, por el cual se declaró destronada la casa de Braganza debiendo el reino dividirse en tres partes: la Lusitania setentrional para el rey de Etruria y el Alentejo y los Algarves para el príncipe de la Paz, y la parte central para Bonaparte, pero no más que en depósito hasta ajustarse la paz general.

Una vez sentados los piés de Napoleón en la Península y ocupadas muchas de sus plazas por las tropas francesas, patentes quedaron las miras del Emperador de apoderarse de ella. Carlos IV, las penetró y aconsejado por el príncipe de la Paz pensó trasladarse para América, como lo hiciera el rey de Portugal; pensamiento bien inspirado y feliz que habría alterado del todo los destinos de las repúblicas americanas de ahora. Pero el pueblo español juzgando erróneamente que una idea sujerida por Godoy no podía ser buena por ningún cabo, y deseando hacer patente su odio contra el privado, se alborotó y estorbó la partida de la familia real, y tuvo que conservarse allá para servir de juguete del hombre que disponia de los destinos de Europa.

El alboroto puso en peligro la vida de Godoy, y Carlos IV, nacido para sacrificarse por quien sacrificaba su dignidad de esposo y la de la corona, renunció esta en favor de su hijo Fernando por salvar la vida del ministro. La ocasión no podía ser más oportuna para que Napoleón la dejase pasar sin poner por obra su proyecto de apropiarse de España, y so pretesto de que la renunciá había sido forzada, se negó á reconocer á Fer

nando VII. Entonces, la familia real se trasladó á Bayona á someter al juicio del emperador la decisión de las contiendas domésticas, y entonces devolviendo el hijo la corona al padre, y cediéndola éste á Napoleón, pasó á la frente de su her mano José.

Ajustado así este arreglo el 5 de Mayo de 1808 el rey José I ocupó á Madrid el 20 de Julio, Los patriotas españoles, sucesivamente traicionados por sus reyes que habían trasferido la diadema á la cabeza de un extranjero, y profundamente lastimados de los sucesos del 2 del propio mes de Mayo, tomaron á su cargo el desagravio de los ultrajes hechos al pundonor y dignidad de su nación. Levantaron, en consecuencia, aquella guerra de alborotos, motines y correrías, guerra santificada por su objeto, puesto que se hacía para mantener su independencia nacional y guerra por demás gloriosa ya que llegó á derribar el coloso que había sabido resistir á tantas coaliciones europeas. Bien pronto organizaron en tal y cual to de la península Juntas Provinciales, y luego Supremas que representaban la soberanía del pueblo; juntas que, aunque fueron aisladas, no reconocidas en todo el reino y hasta combatidas entre sí, llegaron después á legitimarse con la Central que dominó en todo el territorio no ocupado por los franceses todavía.

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El Gobierno de la Metrópoli había procurado cuidadosamente mantener secretos para América los principios proclamados por la revolución francesa, los triunfos y término de ésta y el mal estado en que él se hallaba; pero al fin y al cabo la presidencia de Quito no había dejado de columbrarlos. La ocasión era llegada, y como siempre

vivía preocupada con los saludables resultados de la revolución de Norte América, menos atronadora, es cierto, pero más fraternal, más ejemplar y clara; preciso era que los principios de la Unión americana y esos derechos del hombre proclamados por primera vez á grito herido, se imprimiesen honda y poéticamente en el pecho de nuestros padres, y los concitase á seguir el ejemplo de tan seductora trasformación.

La ocasión no podía ser mas tempestiva ni venir más á la mano, principalmente para los genios alborotados, dispuestos siempre à sacar provecho de las novedades. Consideró, pues, la presidencia que, siendo parte integrante de España, y con los mismos derechos que Galicia, Asturias, Aragón, Cataluña, Valencia y demas provincias que, viéndose aún fuera del dominio francés, establecieron sus juntas; también ella era capaz, por idénticas razones y derechos, de constituir una Junta Suprema gubernativa. Los patriotas (asi principiaron á denominarse) los patriotas de Quito, entrañablemente impresionados con la justicia de la causa que defendían los buenos españoles, y con la conciencia de obrar con legítimos y naturales derechos; creyeron, asi mismo, que el honroso ejemplo que daban las provincias españolas abría el camino más seguro para reasumir el ejército de los suyos, y conquistar una independencia usurpada por la suerte de las armas. El establecimiento de una junta, á imitación de la Sevilla, á juicio de los patriotas más acendrados y de los aborotadores que en nada se detienen, era el pedestal que debía levantar la independencia de la patria ó mejorar sus particulares intereses; á juicio de los más testarudos y

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