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(PART 4)

TROZOS ESCOGIDOS

ALUCINACION!

¿Quién no ha estado alguna vez en una iglesia al anochecer 6 ya de noche cuando la blanca, la monótona claridad del día no se mezcla á la de mil luces, rojizas, picantes, inquietas, vibrantes, que se mueven y brillan como un incendio y esparcen un calor que embriaga?

¿Quién entonces, alguna vez, no se ha sumergido en la soledad de la muchedumbre? Y¡ay! cuánta soledad, en aquel profundo silencio; cuánta soledad y aislamiento en todas aquellas cabezas inclinadas, cada cual solitaria, en aquel millar de bocas que dirigen al mismo Dios, el mismo ruego; silenciosa, misteriosamente porque él oye las palabras que no se pronuncian con tanta claridad como ve los pensamientos! ¡Cómo se eleva el alma y se lanza religiosa, convencida, pía, llena de fe y sin pasiones en un cielo que no se ve, pero que se comprende en aquellos momentos de éxtasis, aunque luego se borre de la memoria!

¡Cómo se eleva y se ve el corazón puro, vago, rápido como la paloma de la escritura, fiel, ardiente como la columna del desierto!

Pero alguna vez también, el pensamiento baja á la tierra y por una caprichosa cuanto inexplicable mezcla de sus pensamientos y de su esencia divina y de su naturaleza humana, conserva algo del entusiasmo del aura del templo sin olvidar su cuna del lodo. Y da matices indefinibles de colores For notice of copyright, see page immediately following the title page

místicos y celestiales á sus ideas terrestres.

Vaga entonces

á una región intermedia que une algo de una y otra esencia. Suele pasar al amor divino con todas las formas de la vida perecedera, y á amor terrestre, puro, casi celestial, con toda la metafísica de la vida eterna. Ve una compañera como un ángel del cielo, esbelto, diáfano, hijo del más puro perfume de la palabra de Dios, hijo de la mente del Altísimo! y ve un ángel, como una vírgen modesto, puro, inmaculado, de formas armónicas, de semblante modesto y virginal, aura de rosas, vapor fragante!

Yo también he sentido estas impalpables ráfagas de sentimiento, esta doble armonía del alma, no hace muchos días. Inmóvil, apoyado sobre un pilar del templo, repasaba en mi mente, escuchaba en mi oído ciertas palabras que me decía el cielo. Yo las he oído claramente, y aunque ya las he olvidado, recuerdo que había una vida entera en cada una de ellas, un misterio, una profecía. La menor hubiera bastado á conmover un imperio, el mundo mismo sobre su eje invisible y afianzado. ¡Qué de secretos! ¡qué de poesía! ¡qué de misterios revelados en cada una de aquellas palabras! La sola memoria de que las comprendí entonces me hace temblar y me asusta como la de un terremoto. Yo las escuchaba atentamente; mis ojos fijos, inmóviles, mi vista perdida en aquel mar de cabezas orando, no veía, no sentía; el espíritu estaba lejos y había dejado al cuerpo solo y abandonado como un cadáver. Mi chispa celeste, el gérmen de otro mundo, había ya casi roto el hilo que la encadenaba... cuando un lazo invisible, un solo movimiento pronto como un relámpago me bajó á la tierra desde mi quinto cielo. Él solo disipó todas las visiones que pasaban delante de mis ojos: hizo callar la voz celestial que me hablaba al oído: aquel movimiento fué para mis ojos paralizados, como una noche oscura. Me deslumbró, me arrastró la vista y se la llevó consigo, atrayendo en pos á mi espíritu que tan lejos vagaba. Volví á la tierra y volví á ser hombre. ¡Yo que ya había puesto un pié en el cielo!

Este movimiento que no puedo maldecir, fué el de una cabeza que se volvió un solo instante en medio de aquel mar

de otras. Una cabeza de mujer, con apariencias de ángel; una cabeza de Rafael, de Murillo, de Correggio: llena de poesía, de bello ideal, de genio! una de aquellas cabezas que se aparecen alguna vez en sueños y en medio de nubes de color de fuego. ¡Ah! qué hermosa, qué linda cabeza! exclamé yo enagenado. -¿Cuál? preguntó un jóven con lente y muy amigo mío que se habia puesto á mi lado.

Yo no respondí; voló el templo, deseché la oración y no vi más sino aquella cabeza. ¡Todo mi sér se acogió á no sé qué órganos nuevos que participaban de vista y memoria, y se esforzaban en pintarme lo que había entrevisto un momento! ¡ay! se había vuelto un solo instante: fué una exhalación. Ya entonces oraba sumergida en la misa, y no se volvía á mi lado.

Pero mis ojos estaban como elevados y procuraban ir más allá de aquella mantilla y de los rizos que se trasparentaban por el encaje y que se recortaban negros sobre el fondo brillante del altar.

¡Cuán largos fueron los instantes en que su segundo movimiento me enseñó de nuevo aquel perfil divino!

-¿Cuál? volvió á preguntar mi amigo.

- Mira, le respondí, no se ha vuelto más que un solo instante, no ha podido verme; ni me hubiera reparado en medio de tantos, en este rincón, á la sombra de esta columna, y sin embargo parece que me ha visto. ¿Qué sentido le habrá dicho que hay uno aquí que ya le ha mirado, qué repasa y devora en la memoria las gracias que ha entrevisto? -¡Bah! dijo mi amigo limpiando el lente con su guante de castor. Y yo seguí mezclando mis pensamientos metafísicos del templo con los débilmente teñidos de terrestres.

- Este segundo movimiento, créeme, fué una consecuencia. natural y aun necesaria del primero.- El primero, ciertamente, fué casual. Pero ahora hay algo en el sér que la dice hay uno que la mira y desea verla. ¿No ves como arregla los rizos? ¿No ves esos novimientos graciosos de su mano, semi-naturales, semi-estudiados, y esos matices imperceptibles de todos ellos, que no había antes, y que son porque reconoce que la miran y la observan?

-¡Qué locura! dijo, dejando caer desde la altura de sus ojos, el lente que se sostenía por un artístico estudio en las cavidades del hueso octicular, y que así precipitado quedó oscilando pendiente de un grueso cordón de pelo rubio.

-¡Locura! sí, es verdad, tú no puedes verlos; tú estás fuera de esa aura de simpatía en que yo estoy sumergido, fuera de esa corriente magnética que se lleva mis miradas y me trae todos sus pensamientos!

Efectivamente. Yo no soy fatuo, ni presumido, y juro que aquellos movimientos, que comprendía con una facilidad inexplicable, me hablaban de deseo de agradar y eran tan cariñosos como palabras de amor.

¡Tachar de locura la más exquisita percepción y perfectibilidad de los sentidos! ¿Porqué mis miradas de fuego, que llevaban toda un alma, toda la parte esencialmente sensible del sér, no habían de hacer impresión sobre aquel tejido celular sensible y eléctrico? ¿Porqué cada uno de aquellos poros de cristal no había de recoger toda la electricidad que llevaban mis miradas? ¿Porqué no había de ver y sentir tan fácilmente como los ojos y el oído? ¿Y porqué no habían de hablarle tan fácilmente como á mí sus movimientos?

-¡Cierto!!! dijo mi amigo con alguna parte de ironía.

Y proseguí yo:- He oído de un epiléptico que se agitaba en las convulsiones horrorosas del mal y gritaba descompasadamente, por más que los circunstantes y el médico procuraban acallarlo. Y como es frecuente en aquella enfermedad, no comprendía ni daba señales de oír nada de lo que le decían. - Pero en uno de aquellos esfuerzos, y por la oposición que oponía el médico á sus convulsiones, llegó éste á hablarle en ocasión que tenía puesta la mano sobre el estómago del paciente, el que respondió al momento: - Tranquilícese V., señor doctor, que procuraré contenerme.

Varias veces se repitió la misma prueba, y nada oía el enfermo mientras no hubiese algún contacto de parte del que hablaba con su estómago. Lo que prueba indudablemente que este tenía el órgano auditivo en aquella víscera. - Y ahora bien, ¿porqué mis miradas no han de poder desarrolliar un órgano visual en los nervios sensibles de las espaldas

desnudas de ese hermoso ángel? Puedes burlarte; pero por mi parte no tengo la menor duda de que ahora me ve y me oye. - De donde concluyo por consecuencia directa é inmediata que el amor, la presunción ó el deseo de agradar en una mujer, es un excitante que puede causar el mismo efecto que una epilepsia ó la más fuerte columna magnética: es decir, desarrollar nuevos órganos y hacer nacer una existencia nueva y excéntrica de la antigua en todas sus partes principales y accesorias.

Pero en tanto seguían aquellos movimientos, aquellas señales inexplicables, indescriptibles, indefinibles, que nos dicen que una mujer sabe que la miran tan claramente como si lo dijera con palabras: esto si alguna vez sus palabras confiaran este sentimiento. Nadie sabe en qué consiste, pero todo hombre que ha mirado y admirado á una mujer, como no sea muy torpe, conoce, sin saber en qué, si ella lo ha conocido, si la agrada, tan fácilmente como una mujer conoce á la primera mirada si ha gustado, y descubre si aquella mirada tiene la mas mínima liga de otro sentimiento que el mirar: si ha producido sobre la retina otra impresión más que la representación de su imagen; y si de la retina ha pasado al corazón... al alma... al... No importa.

Volvió por dos veces la cabeza y sus ojos se dirigieron constantemente al rincón adonde yo estaba, sumergido en la oscuridad que proyectaba la columna, sumergido en aquel mar de gente. Ciertamente había algo más que de casual en aquellas dos miradas, en aquellas miradas cortas, informes, apresuradas, como temerosas: en aquellas miradas de pudor, vergonzosas, pero fijas y tiernas, que imploraban piedad, compasión, llenas de persuasión, de elocuencia, de convencimiento. de su debilidad. Cada una hablaba y me decía una conversación, entera de amor y de abandono de cariño, una de aquellas conversaciones con las manos enlazadas, con la cabeza sobre el hombro, con interrupción de suspiros, de miradas, de caricias, de besos, de pudor... yo soy una paloma, un silfo, que vive de aura, de amor, una flor que respira el rocío, un ángel que se mantiene de la bondad de Dios; un soplo, un rayo de luz, una mirada me aja. ¡Piedad y amor!

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