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S. M. de ninguna manera disminuida la justicia de la pretensión, ó que el del Perú, por el trascurso del tiempo, se halla menos obligado á abonar á los interesados las pérdidas por la cuales era debida la compensación desde un principio, como el infras crito lo ha demostrado préviamente en nota de 9 de Setiembre de 1833. (1) Por el contrario, en la época de la profunda paz de que el Perú felizmente goza en el día, el Gobierno de S. M. no puede ménos que acordar una protección eficaz á sus súbditos en un asunto que ha juzgado digno de su intervención.

El infrascrito, pues, desea aún conservar la esperanza de que el señor Ministro de Relaciones Exteriores, al considerar los hechos manifestados en esta comunicación, verá la pretensión del mismo modo que le ha parecido al Gobierno de S. M.; y, en su consecuencia, dará á los interesados el desagravio y compensación por tanto tiempo demorados.

El infrascrito aprovecha esta ocasión para renovar al señor Ministro de Relaciones Exteriores la seguridad del más alto respeto y distinguida consideración con que se suscribe, su obediente servidor.

Belford Hinton Wilson.

Al señor Ministro de Relaciones Exteriores del Perú, &., &.

República Peruana.- Ministerio de Relaciones Exteriores.

Casa del Gobierno, en Lima, á 31 de Enero de 1835.

Al señor Cónsul General de S. M. B.

Señor:

El infrascrito, Ministro de Relaciones Exteriores, ha leído, con detención, la apreciable nota que el señor Cónsul General de S. M. B. le dirigió, con fecha 17 del próximo pasado, sobre el comiso del bergantín «Ana,» y tiene la honra de pasar á contestarla con la exposición de las razones que, de concierto con su Gobier

(1) Esta nota se registra en la página 25.

no, cree que obran poderosamente en favor del fallo definitivo de la Alta Cámara de Justicia, condenando al buque y cargamento por haber sus jefes resultado evidentemente reos de contrabando.

El infrascrito prescinde, por ahora, de insistir sobre la infracción que el «Ana» verificó del bloqueo solemnemente declarado al puerto de Arica; y se contrae solo al comiso en que fueron incursos esa embarcación y el cargamento; porque sólo á salvar este cargo tienden las razones aducidas por el señor Cónsul General en su citada comunicación.

Permítase, desde luego, al que suscribe, rechazar, como insubsistente, el principio de que solo la posesión tranquila y permanente del territorio puede autorizar á un Gobierno para establecer su imperio en él, y para ejercer, por consecuencia, los actos de jurisdicción que aquel envuelve. De esta manera, no sólo el Gobierno independiente de Lima con respecto á Arica y á todos los demás puntos del Perú, igualmente expuestos entonces á ser ocupados, y ocupados de hecho varias veces por las armas españolas, sino tambien una administración estable y antígua, se vería privada del imperio desde que un invasoró enemigo de cualquiera especie la lanzara de sus posesiones, y al recobrarlas, aunque momentáneamente, estaría impedida de hacer regir en ella sus leyes.

No puede negarse que el dominio permanente de un país y los derechos constantes que de é! emanan, solo competirán á una de las partes beligerantes que contienden por aquel, después de una transacción que ponga término á la lucha y que declare solemnemente la pertenencia del territorio al más preponderante de los contrarios. Pero es igualmente cierto que durante la guerra, la ocupación sóla confiere al que ocupa derechos que si no producen tal vez obligación en los sojuzgados, son esencialmente tan sagrados para los neutrales, como aquellos otros derechos permanentes, de que es orígen el acto solemne que declara la suerte futura del país. Este dogma es una consecuencia inmediata de la facultad que, por derecho de gentes, tiene cualquiera de los beligerantes de privar de recursos al enemigo y de aumentar los suyos propios. Y el mismo dogma es una ley inflexible para los neutrales, como son todas las transitorias que con ocasión de la guerra ha consagrado la necesidad de que aquellos miren en cada uno de los partidos un poseedor legítimo del territorio que ocupan sus armas. La posesión, pues, siempre momentánea de Arica, debía considerarse por el «Ana» como principio de los mismos derechos que habría dado al Gobierno independiente un dominio ya solidado y reconocido; porque la una y el otro producen para el indiferente á la lucha los mismos efec

tos; y porque si el Supremo Gobierno de un Estado goza esencialmente en circunstancias ordinarias del poder de imponer leyes ó reglamentos para el mejor régimen, (entre los que se cuentan las condiciones señaladas al comercio extranjero) el derecho de guerra también confiere á cada uno de los beligerantes, aunque de una manera precaria, la facultad de ejercer, en virtud de la la ocupación, todos los actos de la soberanía.

Y si estos principios no fueran admitidos ¡no habría necesidad de considerar á Arica en esa época sin autoridad alguna administrativa, y en cierto modo acéfala? Porque si se pretende que la alternativa irrupción de las fuerzas libertadoras y españolas no conducía con ellas el imperio, tambien alternativo de los respectivos Gobiernos, es innegable que se intenta guiarnos á esa suposición. Tal manera de considerar á Arica sería, en sentir del que suscribe, violentamente rechazada por los principios del derecho de las naciones, el cual ha provisto, en lo posible, aún en medio de la confusión y desastres del estado de guerra, al órden y seguridad de los pueblos. Y en verdad sería un caos, un orígen fecundo de desórdenes, el resultado necesario de un sistema en que un país, considerado como cosa de ninguno, no ofreciese al extranjero ni reglas que observar, ni menos autoridad que velase sobre su observancia.

Cierto es que no había comunicación por tierra entre Arica y la capital; pero no podrá negarse, según el principio establecido más arriba, de cuya firmeza no debe dudarse, que una fuerza naval independiente dominaba esa costa y conducía á donde quiera que se dirigía, el vigor de las leyes y reglamentos emanados del Gobierno á quien obedecía. Sus jefes representaban allí las autoridades peruanas; y ellos mismos, ó los funcionarios españoles tolerados por ellos, debían considerarse como ejecutores suficientemente facultados de los reglamentos impuestos al ejercicio del comercio. Los que mandaban el «Ana» conocieron bastante esa autoridad cuando exigieron de ella el permiso para desembarcar y para hacer algunas ventas; y cuando confiesan en los autos como un delito el tráfico clandestino que hacían con los de tierra, aunque erradamente atribuyan toda la responsabilidad al primer piloto.

Sin todo lo expuesto, sólo el hecho de haber zarpado de Valparaíso con destino á comerciar en puertos del Perú, supone una sumisión tácita á los reglamentos de Aduana establecidos por el Gobierno independiente, y á las autoridades, en general, de este mismo Gobierno. Es evidente que ningun extranjero puede comerciar sino con arreglo á las leyes del país; y no permitiendo la legislación española el acceso á estas costas de buques mercan

tes europeos (que solo tocaban en ellas á virtud de especiales concesiones ó relajaciones de esas mismas leyes prohibitivas) el «Ana⟫> y todas las embarcaciones que se hallan en su caso, no se dirigían á nuestros puertos sino al amparo y bajo las instituciones fiscales del Gobierno libertador.

No puede el que suscribe, después de haberse detenido en sondear la parte fundamental de la cuestión, dejar de hacer algunas observaciones sobre las que el señor Cónsul General aduce para asentar que los tribunales peruanos procedieron, no ya con la equidad que el suscrito les atribuye en el séquito de la causa, sino con parcialidad hácia el fisco.

Basta la simple inspección del proceso para advertir esa condescendencia y blandura que el señor Cónsul General niega á los jueces. ¿La sustanciación y admisión de documentos, pasado el término de la prueba, y contra la disposición de las leyes que marcan los procedimientos en ese género de juicios, no es un fundamento bastante para reputar á los citados jueces, tal vez mas humanos que celosos de su ministerio? No fué, pues, un deseo de salir de la lentitud proverbial, no solo de los tribunales del Perú, sino de todos los del mundo civilizado, regidos por una legislación más o menos análoga y por cuya reforma se clama en todas partes; fué la muchedumbre de pruebas, fué la notoria existencia del fraude, la que abrevió legalmente el curso del juicio del

«Ana».

Tampoco es desatendible el cargo que el señor Cónsul deduce de la orden dictada por el Gobierno de entónces con motivo del auto interlocutorio expedido por la Alta Cámara en 23 de Mayo de 1822. Sentenciada la causa por el Director General de Marina conforme á las ordenanzas y reglamentos que estaban en vigor en esa época, esto es, en 26 de Abril de 1822, que es cuando expidió su fallo la Alta Cámara por un miserable equívoco, dispuso (no absolviendo á los interesados, como cree el señor Cónsul, cargo alguno, sino reforzando el séquito del juicio) que se devolviesen los autos á la Comandancia Genecal de Marina para que sentenciara según el reglamento de presas, promulgado en 29 del mismo Abril, es decir, quiso dar á este reglamento una fuerza retroactiva. En estas circunstancias el Gobierno no podía ser indiferente á un procedimiento manifiestamente erróneo de la Alta Cámara; y para evitar la monstruosidad de que se hicieran valer, para la condenación del «Ana», leyes dictadas posteriormente á ese acto, expidió el decreto de 28 de Mayo de 1822, por el que, advirtiendo á la Alta Cámara su error, evitó un vicio que pudo y debió evitar, sin hacerse responsable de ingerencia en la administración de justicia.

Si cuando ya se hayan separados y distribuidos los poderes políticos, aún no puede negarse á la autoridad ejecutiva la suprema inspección sobre la observancia de las leyes, ¿podrá decirse que ella no debió cuidar de la administración de justicia según las reglas prescritas cuando absorbía en sí atribuciones muy ámplias; y cuando tal vez era poseedora de la plenitud de facultades que hacen el todo de la administración pública? ¿Y es acaso ingerirse en un juicio disponer generalmente que se juzgue bien? Concluirá el infrascrito ocupándose del fundamento que el señor Cónsul General halla para su reclamo en la aplicación que cree se hizo inoportunamente de ciertos artículos de la ordenanza de guarda-costas; artículos que, por la conferencia citada por el señor Cónsul General entre los señores Canning y Polignac, debieron considerarse rescindidos. Apesar de que por no estar en práctica cuando se condenó el «Ana» expresar los fundamentos de las sentencias judiciales, y no deber tal vez en virtud de esto dilucidar los motivos que persuadieron á los jueces á declarar en comiso el citado buque; suponiendo que su regla hubiera sido el mismo reglamento de guarda costas, no parece que hubiesen proce dido ciñendose á él de una manera absurda. Si esa ordenanza debió considerarse derogada de hecho en la parte que prohibía el comercio en estos mares á los buques no españoles, desde que se admitió indistintamente en ellos al extranjero, quedaron vigentes las demás disposiciones que prescribían el método de este comercio ya permitido. No fué, pues, la condena del «Ana» sino una consecuencia de la infracción de aquella parte del reglamento todavía en vigor.

Queda, finalmente, reducida la cuestión, en último análisis, á dos puntos únicamente: primero, si la posesión, aunque precaria, dá los mismos derechos, al menos con relación al extranjero, que el dominio seguro y reconocido. Segundo: si Arica estaba, ó nó, en posesión de las fuerzas libertadoras al tiempo del contrabando de que se trata. Demostrado, según cree el que suscribe, de un modo firme, el primero de estos puntos, no se juzga en la precisión de probar el segundo, por haberle ministrado la decisión favorable á su propósito la confesión de los interesados, como se vé en el escrito del capitán que corre á f. 81 de los autos, en que asegura, que la ciudad de Arica estaba por la patria: estas son literalmente sus palabras.

El infrascrito desea que estas razones pongan término á un asunto que debió creerse sobrada é inapelablemente concluído; y tiene la satisfacción de repetirse del señor Cónsul General su atento servidor.

Matias León.

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