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no habian enviado alguno que en nombre de la nacion visitase al go. bernador y se sabia que desde la vuelta del Tonati no salian á comer. ciar fuera de las sierras: que hacian mucha prevencion de farmas: que convocaban los pueblos vecinos, y determinadamente al de Cuameata: que á los caciques de este pueblo tenian citados y persuadidos á apoderarse de la persona de D. Pablo Felipe, y conducirlo preso á la Mesa, Entre tanto, dispuso el Sr. virey que el conde de la Laguna tomase el mando de la espedicion del Nayarit, caso de no poderla gobernar por su enfermedad D. Juan de la Torre. El conde, procuró prudentemen. te informarse de los padres y de los oficiales del estado en que se hallaba el gobernador. Los primeros respondieron de modo que se conociera que no querian tomar partido: los segundos, no tan recatados, se esplicaban con mayor claridad, unos en favor y otros en contra, que fueron el mayor número. Por sus informes el conde de la Laguna se resolvió á venir á Guajuquilla y tomar posesion de su empleo, con mas brevedad de lo que permitía la cualidad del negocio. La tropa se dividió en facciones, se proponian diversos arbitrios, y ninguno se resolvia, hasta que el mismo conde, observando por sí mismo la regularidad constante de muchos en las conversaciones y operaciones del gobernador, tomó el partido de retirarse á Guajuquilla. En efecto, aunque el accidente habia acometido diferentes veces á D. Juan de la Torre, en la actualidad parecia haberse retirado por la postrera vez. El habia despachado correos á todos los pueblos de las fronteras, solicitando gen. te y bastimentos, y otro cord de la nacion á los nayaritas para que les acordase sus promesas y los atrajese blandamente á su cumplimiento, Por un raro efecto de la confianza del gobernador, despues de haber movido de Guajuquilla (su campo) el 26 de setiembre vino á alojarse el 1. de octubre en un incómodo y peligroso sitio que los mismos bárbaros quisieron señalarle. A pocos dias, obligado de la suma estrechez del alojamiento y de la falta de pastos, y desengañado tanto por su propia esperiencia, como por avisos de los indios aliados de la obstinacion y mala fé de los nayaritas, hubo de mudar el campo á Peyotan, cinco leguas al Norte de donde se hallaba, y siete de Guazamota. En este puesto se mantuvieron del 11 al 19 de octubre. Entre tanto, venian á visitar al gobernador y á los padres muchos caciques, y en tre sí habian tenido diversas juntas sobre el partido que debian tomar para acabar con los españoles. Resolvieron enviar un principal cacique llamado Alonso, encargado de decir al gobernador, que habian

sentido mucho desamparase aquel sitio tan cercano á la Puerta donde ya habia llegado el Tonati y los ancianos de la nacion para dar solemnemente la obediencia á S. M. católica: que sin embargo estaban pron. tos á hacerlo en Coaxata, donde la habian dado ya en otro tiempo. El bárbaro embajador, para demostrar la sinceridad de su propuesta, añadió que aquella tarde misma enviaria dos de sus hijos que los conduje. sen por el mejor camino. Para llegar á Coaxata, habian de pasar forzosamente nuestras gentes por Teaurita, paso estrecho, montuoso y muy propio para acometer improvisamente, como lo tenian dispuesto. Marchó el campo el 26 de octubre: el gobernador tuvo la precaucion de ir dejando alguna guarnicion en los lugares mas estrechos y peligrosos, para que en caso de traicion no se le pudiese impedir la retirada; pero no tuvo la de asegurar á los dos hijos del cacique D. Alonso, que despues de haberlos conducido por sendas estraviadas y propias para destroncar las cabalgaduras, se pasaron impunemente á los suyos que aguardaban emboscados en Teaurita. Aquí repentinamente con un espantoso alarido, salieron de las breñas los bárbaros y comenzaron á llover de las alturas innumerables flechas. Esta primera descarga causó alguna confusion en nuestras gentes, y mucho espanto en los caballos. Se perdió todo el órden de la marcha, á que no estaban muy acostumbrados. Los salvages, cobraron con esto mayor aliento, y ya trataban de acercarse. Sus brios duraron mientras pudo hacer la compañía que marchaba por delante una regular descarga. El espanto y el estrago animaron á los soldados, y la esperiencia de la debilidad de las flechas, que tiradas desde léjos, ó eran llevadas del viento ó hacian muy poco daño. Dentro de poquísimo tiempo no quedó mas bárbaro en el campo que el cacique D. Alonso; pero aun este trató de retirarse bien presto. No se sabe el número de los muertos, y heridos entre los gentiles; seria poco mas ó ménos que entre los españoles que fué uno, y entre estos mas picados que heridos de algunas flechas. Los nuestros volvieron á Peyotan, con tanta quietud, como si caminaran por

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la tierra mas pacífica. De aquí se trató de acometer al cacique de la Puerta que tenia mucha parte en la traicion. Al primer alarido de los aliados, huyeron el cacique y sus gentes, no con tanta felicidad, que él con otros tres adultos, y como unos diez y siete, entre mugeres y niños, no cayesen en manos de los indios amigos por engaño de un cacique, á quien se dieron sin resistencia. El pago de este rendimiento, luego que estuvo en la presencia del cabo, fué quitarle un cin.

to de plata con que sujetaba el pelo, y amenazarlo de mil maneras dife rentes para obligarlo á manifestar los tesoros que no tenia. Lo demas de la tropa é indios confederados, se ocupaban en la fábrica de dos torreones de piedra y lodo con troneras de todos lados y de trincheras, aunque débiles, suficientes para asegurarse de algun susto re. pentino. Se enviaron algunos soldados por carnes y bastimentos, de que se comenzaba á padecer faltas; pero estos destacamentos la hacian tambien notable para caso que los indios (como se habia traslucido) intentasen acometer el Real. Se perdió la esperanza que se tenia de un buen número de soldados, que mantenidos á sus espensas habia pensa. do traer el capitan D. Luis Ahumada.

Por tanto, se hubo de pedir socorro á Zacatecas y á Jerez, de donde llegaron á fines de noviembre treinta hombres conducidos por el capitan D. Nicolás de Escobedo, y veinticinco á cargo de D. Nicolás de Calderon. Con la noticia de este refuerzo, los nayaritas y cuasi todos se habian retirado para mayor seguridad á la Mesa, trataron de ocupar un picacho mas cercano á Peyotan. Creian los españoles que esto lo hacian por impedirles el paso, ó por asegurarse de aquel punto ventajoso, pero no lo hicieron, sino por sacar de allí á un anciano que querian elevar al sumo sacerdocio en lugar del antiguo Tonati, á quien intentaban matar por creerlo no muy desafecto á los españoles. Tenida una junta, se determinó el gobernador á atacar á los indios en el nuevo puesto. Se enviaron dos compañías favorecidas de la noche; pero no pudieron ocultarse á las espías enemigas que levantaron luego el alarido. Los bárbaros se acogieron á lo mas alto y escabroso de la montaña, donde no podian ofender ni ser ofendidos. Algunos por preDe estos, se apre

cipicios y quebradas tomaron el camino de la Mesa. saron dos, con tal fortuna, que el uno de ellos era justamente el que pensaban y tenian ya destinado al sumo sacerdocio. Los españoles, no hallando subida proporcionada, se contentaron con reconvenir y requerir de paz á los salvages. Bajaron algunos de ellos sin la menor desconfianza, y entraron en conferencia con D. Nicolás Escobedo; pero su respuesta fué remitirse á la junta general de la nacion, sin cuyo arbitrio nada se atrevian á determinar.

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Los padres Antonio Arias y Juan Tellez Giron, en medio del ruido de las armas no habian dejado de promover de su parte la obra de Dios. Entre neutrales, entre prisioneros, entre otros mas cuerdos, que, ó por docilidad de génio se dejaban atraer de sus caricias, ó por un prudente

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temor querian no esperimentar mayores males, so habian congregadơ ya en Peyotan al pié de cien nayaritas. Habia entre ellos algunos caciques de buena opinion por su valor y no vulgares talentos, llamados Juan Lobatos, Domingo de Luna, y el Tactzani, que despues se lla mó Francisco Javier. Habiéndose probado bastantemente la sinceri. dad de su reduccion, y reconocido su celo por la del resto de sus natu. rales, trató el padre Antonio Arias de formar con estos catecúmenos el primer pueblo, á quien se dié el nombre de Sta. Rita, por la particular devocion que á esta Santa tenia el gobernador. El padre, como hombre ya muy esperimentado en las misiones de Nueva Vizcaya en el arte de manejar á los salvages, fué lentamente introduciendo en los nayaritas todos los ejercicios de una bien arreglada mision. En este tiempo, habiéndose ya restituido al real las tropas pequeñas que ha bian salido en busca de víveres, y no pudiéndose proceder á alguna accion hasta nuevas órdenes que de esperaban del virey, trataron de volverse á sus puestos las dos compañías auxiliares. El marqués de Valero, viendo la lentitud con que caminaba la conquista, y atribuyéndo. lo á la enfermedad del gobernador, trató de llamarlo á México con el pretesto de informarle verbalmente del estado de las cosas, y restablecerse allí de su salud, enviándole por succesor al capitan D. Juan Flores de S. Pedro.

El nuevo gobernador llegó á Feyotan á 4 de enero del siguiente año de 1722, y trató luego de asaltar la Mesa atacándola por todas partes, para lo cual envió antes de ocupar el sitio de Cuaimaruzi, como á veinte leguas del Noroeste del pueblo de Santa Rita. Mientras se daban las providencias para el asalto, envió a requerir por tres ocasiones á los enemigos. De la primera no trajeron respuesta positiva: de la sesegunda se recibió mucho consuelo con la noticia de que dos caciques principales habian resuelto á venir á dar la obediencia, y se creía que los demás seguirian bien presto su autoridad y ejemplo. Fué tan al contrario, que afénndoles los demás la indignidad de la accion y tratándoles de traidores y cobardes, los dos caciques sonrojados prometie. ron ser los primeros que muriesen ántes que entregarse en la defensa de aquel sitio. Esta fué la respuesta a la tercera embajada, con la cual se resolvió la marcha para el dia 14 de enero. Habia precedido poco antes que cayese en manos de los epañoles, un correo que los bárbaros habian enviado á Guadiana (Durango) para solicitar el socorro y alianza de los tobosos. Por el prisionero se supo que no habia

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dió mayor

que

aliento á nuestras gen

tenido efecto su negociacion, lo tes. El gobernador, con los capitanes D. Antonio Reina, D. Cristó bal Muro, cincuenta españoles y competente número de flecheros, debia avanzar por el lado del Poniente, y por el lado del Levante D. Nicolas Escobedo con el teniente D. Juan Orendain y otros tantos hombres de armas para divertir las fuerzas del enemigo y cerrarles la retirada que no se creia pudiesen hallar por otra parte. El gobernador publicó órden en que fijaba el asalto general para el dia 17. D. Nicolas Escobedo le representó privadamente que el camino era muy desigual: que él y sus gentes que no tenian que caminar sino de trece á catorce leguas, Hegarian naturalmente mucho antes que su señoría que tenia que andar mas de cuarenta: que en aquel interválo de uno ó dos dias que esperase en la falda, se le podia ofrecer proporcion ú obligarlo alguna contingencia á empeñarse en la subida: que se lo prevenia porque no pareciese que contravenia á sus órdenes por falta de respeto ó de disciplina. El gobernador le respondió con algun enfado ó iro nía, que subiese si podia, añadiéndole que en tal caso hiciese seña con una luminaria en un alto que hay en medio de la Mesa. Llegaron á ella efectivamente el mismo dia 14 al anochecer las gentes de Escobedo, quien luego procuró tratar de paz con algunos caciques mas racionales que estaban en la Mesa que llaman del Cangrejo. Teníalos ya el Tactzam persuadidos á bajar y entregarse; pero su natural inconstancia y timidez les impidió ejecutarlo, y lo mas que pudo conseguir de ellos el capitan, fué que se mantendrian neutrales en la accion. Los de la Mesa, al dia siguiente antes de ponerse el sol, enviaron al capitan Escobedo un cacique asegurándole que al otro dia bajarian á dar la obediencia al rey; pero que le suplicaban no pasase adelante ni moviese del sitio en que se hallaba.

Esta intempestiva súplica dió mucho que sospechar á los españoles, y el temor de ser acometidos en un puesto tan incómodo, ó por mejor decir, el deseo que tenian de subir á la Mesa ántes que el gobernador y arrogarse toda la gloria de la accion, les hizo creer que tenian sobrado fundamento para recelar de la embajada. Se juntó consejo de guerra, y quedó resuelta la subida para la mañana. A la punta del dia, despues de invocado el socorro divino, comenzaron á subir amistosamente; pero siéndoles de mas impedimento que provecho los cabaIlos, hubieron de dejarlos en una ladera del monte con algunos soldados é indios de guarnicion á cargo del alférez D. José Carranza y

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