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transcendentalísimo de no perder de vista la verosimilitud, se derivan las más de ellas, y Vm. es cuidadosísimo en guardarla; lo que dará siempre mucho valor á sus composiciones. Las reglas, empero, más se ocupan en precaver defectos, que en prescribir bellezas. Dicen cuando más en la parte positiva, que tales y tales lances, como los reconocimientos de mudanzas de fortuna bien preparados y manejados, hacen maravilloso efecto; pero no seña-` lan ni pueden señalar el momento oportuno de su uso; y en esto está toda la dificultad. Así las reglas no abren ni despejan el buen sendero: notan sí muy bien los malos pasos, donde ya se ha tropezado. Las bellezas las ha de sacar cada uno de su propio fondo; y por esta razón se diversifican tanto en las obras de ingenio los que trabajan en un mismo género, y aun sobre un mismo argumento.

Pasando ya á hablar sobre este fundamento, de las dos tragedias, en las que desea Vm. sea yo su Aristarco, le aseguro con toda verdad que á mi entender, en la de Doña Blanca ha sacado Vm. del asunto todo el partido que era posible. La historia es conocida, y Vm. se ha I valido con maestría de todas sus circunstancias, haciéndolas servir para dar realce á la acción: sobre todo, la aparición del pastor está muy bien traida y manejada. Tales sucesos

son muy propios para acrecer el terror; y en este drama, cuando la historia no le hubiera ofrecido, era preciso haberle inventado, porque faltan todos los otros medios teatrales de grande efecto. Los caracteres, que son los que la historia da á los principales personajes, están bien pintados y sostenidos. Con todo, «<en Doña Blanca, dice Vm., me descontenta el que esta infelice reina no interesa tanto como yo quisiera; » y no extraño que Vm. se explique así, porque yo observo también que no interesa según mi deseo. Contribuye en alguna parte á disminuir el interés en esta tragedia el que la protagonista no puede haberse más que pasivamente en toda ella, no pudiendo poner. nada de su parte ni para mejorar ni para empeorar su suerte. Las situaciones apuradas de los personajes principales, sus deliberaciones, y sus acciones consiguientes á los riesgos que les amenazan, dan mucho calor al drama, y ponen á los espectadores en una proporcional agitación. Aquí esta infeliz princesa nada tiene que hacer, y sólo la consideramos como una cordera inocente caida en las garras de un lobo, en cuyo favor se trabaja para que éste no acabe de despedazarla. Reflexione Vm. que estas situaciones puramente pasivas de los principales personajes, de suyo son poco trágicas; á no que con ellos hayan de padecer

otros que puedan tomar actitud activa, como son los que tienen un deudo natural muy inmediato; en el cual caso toman éstos también la calidad de personajes principales, que es lo que sucede en el sacrificio de Ifigenia con sus padres.

Otra causa más principal hay todavía para que parezca tibio el interés que se toma por Doña Blanca; mas en cuanto á ésta, voy á ver si le consuelo á Vm. con la siguiente consideración. Quizá Doña Blanca interesará al auditorio más de lo que á nosotros nos parece, por la razón de que el común del pueblo, entrando en él aun las personas de una regular instrucción, no conoce tan extensamente como nosotros la mala índole y las acciones atroces de su brutal marido. Para éstos el trágico suceso de Doña Blanca, si no en el éxito, que es muy sabido, en lo demás lleva consigo el aire y la espectación de la novedad, con lo que el interés se aumenta, y los afectos se conmueven alternativamente. Tengo, pues, esperanza de que puesta en acción ha de interesar y mover más que medianamente. Para los que llevamos ya en el ánimo una aversión muy decidida contra la tiranía de D. Pedro, y que nos anticipamos á todo cuanto malo y execrable puede hacer; el odio hacia tan detestable personaje nos ocupa enteramente, y no deja lugar

para ningún otro afecto. El odio es de todas maneras la peor de las pasiones, porque seca y esteriliza el corazón, y lo deja incapaz de los sentimientos suaves y benéficos, como los de ternura y compasión. Esta observación es la que á mí me volvió, como suele decirse, el alma al cuerpo sobre el efecto de esta tragedia, porque en su primera lectura me sucedió lo mismo que Vm. me dice, que Doña Blanca me interesó poco. El que esta Princesa y el Arzobispo sean tan crédulos y fáciles de engañar, es muy propio de la sencillez y generosidad de uno y otro; así que en sus caracteres nada hay llevado al extremo, nada que no sea muy natural, y que no se crea que debieron hacerlo y decirlo como lo hacen y lo dicen en las circunstancias en que se les supone.

El carácter del Alcaide es muy hermoso: la historia ya da de él una idea muy ventajosa; pero sobre aquel fondo Vm. ha hecho primores, y ha dibujado un completo caballero castellano, modelo y dechado de fidelidad y pundonor. Mas con todo, temo no aparezca un poco exagerado en la escena última del acto II. Zúñiga no esperaría de Hernando que abogase por la infeliz Reina, como buenamente se lo persuadía el Arzobispo; y no es extraño, antes muy propio, que con facilidad se suscitase, entre dos personas que no podían amarse, una

contienda que viniese á parar en el término mismo que Vm. le da. Desdeñaría aquél las ofertas de un valido de mala opinión, como lo era éste; pero los términos en que desde luego lo ejecuta, son demasiado fuertes para empezar, y más en un momento en el que, aunque Zúñiga nada se prometiese de aquella alma rea, había de temer irritarle, no fuese que lo pusiera todavía de más mala fé en una causa en que él estaba tan interesado. Por tanto la contienda está bien, y pertenece esencialmente á la acción: conviene también que pase el punto á donde llega; pero las contestaciones, aunque nunca blandas, no han de ser ofensivas desde el primer encuentro, sino que, á mi parecer, han de ir más gradualmente, siendo provocadas por el orgullo del valido.

hasta

El carácter de éste está asimismo muy bien inventado y seguido. ¡Ha sido siempre tan fácil encontrar Hernandos en los palacios! Pero por más malo que se le suponga, me parece fuera de la verosimilitud lo que anuncia proponerse al fin del soliloquio con que se da principio al acto IV. Está muy bien que trate de engañar á la sencilla Doña Blanca, y ver si puede hacerla aprobar el plan de una conspiración, para que éste sea el pretexto de perdería; sin embargo de que había de tener por muy dificultoso recabar de la virtud de la Princesa se

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