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III.

UANDO apenas

salido de la niñez empezó nuestro poeta en 1806 á escribir para el

público (dos años después de muerto el célebre Schiller, fundador del moderno teatro alemán), ni siquiera presentía que antes de transcurrir un tercio de siglo habría de ser él para España algo semejante á lo que aquél había sido para Alemania, sin ceder á nadie en la elevación y el brío de sus creaciones escénicas. Sometido al influjo de las lecciones de sus maestros y al de las doctrinas que prevalecían en las aulas, el joven alumno de las musas procuraba en aquella época seguir estrictamente las huellas de los antiguos ó el ejemplo de nuestros líricos renombrados del siglo xvi. Si á veces la genial independencia de su espíritu le llevaba á emular los vuelos más atrevidos de Quintana ó Cienfuegos, pronto plegaba las alas del entusiasmo para someterse al yugo de

la servil imitación apellidada con más ó menos propiedad horaciana ó anacreóntica, tenida en aquellos días por único medio de realizar belleza poética. Entonces la poesía lo imitaba todo menos la naturaleza. Así es que en la mayor parte de los versos de aquel tiempo encontramos frecuentemente sentimientos estereotipados y descripciones moldeadas, faltos los unos de calor, faltas las otras de verdad, nulos todos para comunicar á los lectores el fuego desperdiciado por el poeta en operación tan infecunda.

Pero véase hasta qué extremo es eficaz el poderío de las facultades ingénitas de cada uno, y cómo se ponen siempre de manifiesto aunque el freno de la educación, de las costumbres ó de las circunstancias especiales de la sociedad procure confundirlas y anularlas. El joven educado en las tradiciones de la escuela exclusivamente clásica, para la cual era extraño cuanto no fuese rendir tributo á los líricos latinos y á los del renacimiento; quien había respirado al nacer el aire de una regeneración imitadora, y al cual se ofrecía como única fuente de belleza el principio de imitación fundado en las reglas de Boileau, aunque al empezar á discurrir por sí propio no recibía de la prosáica y monótona sociedad de aquellos tiempos ninguno de los poderosos estímulos

que vigorizan la imaginación y la empujan al sendero de la originalidad (ó peculiarmente suya ó encarnada en los elementos nacionales del pueblo á que pertenece), tuvo poder bastante para mostrar desde un principio que sus inspiraciones jamás podrían templarse al compás de la imitación exótica hasta el grado de perder la propia energía, y que, pensando acatar el dominio de las convenciones rutinarias apellidadas preceptos, hallaría modo de seguir el rumbo de la musa genuinamente española impregnándose en la savia de los antiguos romances castellanos. Con efecto, la primera producción del clásico alumno del Seminario de Nobles es un romance morisco escrito con numerosa gallardía, aunque menos rico en imágenes y de plan más tímido que los buenos de su especie. Esta primera tentativa, espontánea manifestación de las inclinaciones del poeta, dejaba adivinar su verdadera índole, bien que modificada y enflaquecida por el hábito de imitar ajenas creaciones y por la fuerza del ejemplo, casi siempre incontrastable. Ella indica elocuentemente el rumbo en que el poeta ha de encontrar tonos propios tan pronto como crezca en alientos para romper las ligaduras del servilismo de escuela.

Por lo demás, nuestro autor, de igual suerte que casi todos sus contemporáneos, canta á

las zagalejas del valle, como pudiera hacerlo un pastorcillo de la Arcadia, ó habla del amor como del hijo querido de Venus, sin presumir que pueda ocurrirle mayor desgracia el día en que la mujer amada falte á su cariño (que trasciende á sensual y pagano desde una legua) que

la de que

"Maldiga Pan sus ovejas,

Maldiga sus corderillos.>>

¡Lamentable ofuscación: desconocer que cada pueblo y cada era tienen su modo especial de ver y sentir; que las inspiraciones del alma deben estar en armonía con las condiciones peculiares del tiempo en que vivimos y de las creencias que abrigamos, en cuanto no se aparten de lo moral, de lo verdadero, de lo justo! Sin embargo, los maestros habrían excomulgado al discípulo que, consagrando sus ocios á la poesía, no apelase á Mavorte al hablar de guerras ó se olvidase de las Driadas y Amadriadas al hablar del campo. Y como realmente podían presentar bellos modelos de esta clase y hacían comprender á la juventud que no era posible hallar bondad fuera de semejante amaneramiento, el anacronismo triunfaba del buen sentido y las mejores disposiciones se perdían, si no eran bastante fuertes para quebrantar el círculo de hierro en que procuraban encerrarlas.

XVI

2

Nuestros preceptistas antiguos y modernos, sobre todo aquellos que se educaron cuando las doctrinas clásicas trasplantadas á nuestro país por la dinastía borbónica ejercían absoluto imperio en la región poética, no acertaban á comprender que á los bellos prototipos que nos ha legado la antigüedad podían añadirse prototipos nuevos de no menor belleza. Y sin embargo, en la esfera misma del clasicismo encontramos diferencias muy notables, ora entre la escuela herreriana y la de Meléndez, ora entre la prosáica regularidad de los Iriartes y el grandilocuente arrebato y viril energía de Quintana. Estas, como todas las escuelas, me parecen aceptables y hasta plausibles, no sólo cuando realizan belleza rindiendo culto á la verdad, sino cuando se mueven en su propia esfera de acción sin aspirar al despótico dominio de los diversos gustos é inteligencias. Por el contrario, cuando se empeñan en viciar el natural desarrollo de cada ingenio para que prevalezcan las prescripciones de un dogma falible sujeto á intercadencias sociales; cuando proscriben ó anatematizan cuanto no se ajusta y concierta al tenor de sus caprichos, y sofocan el vivo impulso de los sentimientos del alma si no logran encajarlos en una forma de expresión atildada y erudita, pero opuesta ó contraria no pocas veces á la que les ha

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