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mejante condescendencia; pero no es fácil que nadie crea le ocurrió, con ocasión de los ruegos tan legítimos del Arzobispo, tramar él mismo una conspiración contra la Padilla y contra el Rey: no porque los validos como Hernando no sean capaces de tanta perfidia, sino porque nada había en aquel lugar y momento que pudiera moverle á ella. Me parece que aquel pequeño trozo ha de encontrar resistencia; ¡y como no hace falta! porque quitado nadie lo ha de echar de menos en la acción.

Estos son mis escrúpulos, ó si Vm. lo quiere más, mis advertencias sobre la de Doña Blanca. Los otros dos que Vm. dice haberle asaltado, el primero de los demasiados soliloquios del acto V; y el segundo de la introducción del paje de la Reina para el único fin de anunciar la catástrofe, los gradúo de poco fundados. El uno, porque en las situaciones difíciles los soliloquios, que manifiestan la agitación de los actores, tienen á su favor el constante uso, y son bien oidos; y por lo que hace á la impropiedad que algunos han pretendido hallar generalmente en los soliloquios, cada uno puede darse á sí mismo el testimonio de que, para deliberar sobre negocios graves y delicados, los raciocinios que en la soledad forma no pasan calladamente y en silencio. El otro,

porque era muy natural que el paje se hallase presente al acto en que se le hace intervenir; que visto el horroroso suceso de la dolorosa y repentina muerte de la Reina, se saliese espantado del sitio, y exclamase en la forma que lo ejecuta; y que preguntado refiriese lo que acababa de acontecer. En pocas tragedias estará dispuesta con mayor sencillez y naturalidad la narración de la catástrofe, cuando no ha de pasar en la escena, sino lejos de la vista de los espectadores. Así tan distante estoy de tener por un defecto la introducción tan oportuna de este paje, que antes la tengo por uno de los más señalados aciertos de este drama: la piedra de toque de este juicio es el ser imposible que, como se halla tratada, disuene esta parte tan principal del desenlace, que es todo lo que hay que observar en esta materia; y como he insinuado antes, el manantial de todas las reglas.

El lenguaje es acomodado, propio y correcto; aunque en cuanto á esta última dote todavía puede mejorarse. Algunas voces están empleadas con una repetición reparable: por ejemplo, el epíteto bondadoso se usa muchas veces, y alguna no muy propiamente.

Creo que mi imparcialidad quedará bien demostrada con haber censurado tan diversa

mente las dos piezas sometidas á mi juicio; esto era lo que se me pedía, y lo que he hecho con la mejor voluntad y con el más sincero deseo de ser de algún auxilio á un joven que con tan buenos auspicios ha entrado en una carrera difícil, y que ya va tan adelante en ella. Si el efecto fuese muy inferior, como realmente lo será, á este deseo, impútese la culpa á quien ha buscado luz clara donde no hay más que escasos resplandores, y aun esos amortiguados de mil maneras y por mil causas. Mas Vm. verá que no me he negado á complacerle, como no se negará nunca hasta donde le sea dado su apasionado amigo y seguro servidor Q. B. S. M.

ANTONIO RANZ ROMANILLOS.

Sr. D. Angel de Saavedra Remírez de Baquedano.»

Al insertar tres párrafos de esta carta en una nota de mi Prólogo á las Obras completas del Duque de Rivas, compuesto á fines de 1853, cometí el error de suponerla escrita en Cádiz. Aprovecho esta ocasión para rectificar el yerro, y para dolerme de no poder reproducirla íntegra, por haberse perdido el quinto de los seis plieguecillos de que constaba el original

autógrafo. Afortunadamente ha llegado á nosotros la parte mayor y más importante, y por ella podemos formar idea, no solamente de lo que sería la tragedia titulada Doña Blanca (obra cuyo manuscrito perdió el autor en los desastres políticos de 1823), sino de lo que pensaban entonces acerca de la tragedia personas tan eruditas como el castizo traductor de las Vidas paralelas de Plutarco. Aunque Ranz Romanillos presenta al gran poeta cordobés en disidencia con Alfieri, á cuyo dictamen se inclina él mucho ponderando la dificultad de encontrar argumentos trágicos en nuestra historia, le contradice el Filippo del mismo Alfieri, cimentado en los supuestos amores de nuestro Príncipe D. Carlos con su madrastra Isabel de la Paz, y en los imaginarios celos y soñadas venganzas del gran Felipe II.

APÉNDICE II.

EFIRIÉNDOSE á las vigorosas escenas entre D. Álvaro y D. Alfonso de Var

gas, que dan tanto calor y suscitan interés tan vivo en el acto quinto y último del drama que más ha contribuido á enaltecer y popularizar el nombre del Duque Rivas, su cuñado el Excmo. Sr. D. Leopoldo Augusto de Cueto, Marqués de Valmar, escribía por los años de 1866, en el Discurso necrológico literario en elogio del Excmo. Sr. Duque de Rivas, Director de la Real Academia Española, leido en la junta pública celebrada para honrar su memoria, los párrafos que traslado al pié de estas líneas: «Había concebido (el autor de Don Álvaro, en creación tan admirable y castiza) una especie de leyenda novelesca adecuada á la pintura de sentimientos apasionados y terribles. La coincidencia y estrecha analogía que se advierte entre muchos de los lances principa

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