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resplandece en todas las producciones del Duque de Rivas, es indudablemente consecuencia de su educación clásica y sólido fundamento de grandes aciertos y perfecciones en el segundo periodo de su existencia poética.

Si es cierto que la belleza suele muchas veces nacer de los contrastes, no hay duda en que el autor ha conseguido realizarla presentando algunos merecedores de elogio: tal es, entre otros, el que resulta cuando Florinda, abrasada en impuro amor, luchando con la acerba idea de haber deshonrado á su padre, busca alivio á sus tempestuosos dolores en la soledad de los campos. Á la tibia claridad de la luna llega providencialmente á presenciar el sencillo amor de dos almas puras, el encanto inefable de la felicidad pastoril que se agrada y satisface en el cultivo de los tiernos sentimientos, la serena paz de la conciencia, ni envidiosa ni envidiada de los poderosos, y envidiadísima en aquel momento por la infeliz criatura destinada fatalmente (según la dudosa tradición que ha prevalecido tantos años) á causar la pérdida de su patria. Esta manera de concebir el arte revela que el ingenio del autor se ha engrandecido y acrisolado en el destierro, que la enseñanza de las propias amarguras y el libre ejercicio de la inteligencia en pueblos más adelantados que el nuestro no

han sido perdidos para su alma. También merecen especial mención la pintura de cómo llega el Conde D. Julián á la barca de los pescadores, en la cual, á pesar de cuantas reflexiones le hacen y del tumulto de las borrascosas olas,

"Huye de España, sin saber á donde;»

la de Rodrigo en el castillo de Hércules habitado por Rubén, fantástica en grado sumo, y la aparición de Mahoma á Muza, descrita en estas vigorosas octavas:

"Armas despojos, rayos de la guerra,
Famas de altas naciones y fortuna

Huellan sus piés, que estriban en la tierra,
Mientras su frente escóndese en la luna.

Arde el Corán, que al universo aterra,
En medio de su pecho, cual laguna

De encendidos metales, y parece
Que á su presencia el orbe se estremece.
Muza pasmado la rodilla inclina,
Postrando contra el suelo su semblante,
Cuando la colosal diestra encamina

ΕΙ gran espectro, y le ase del turbante;

Y, las nubes hendiendo, le avecina
Á Ábila peñascoso en corto instante,

Y párase con él en la alta cumbre,

Que temblando abortó tartárea lumbre.»

¡Cuán otro es este poeta del que invocaba

candorosamente al dios Pan ó seguía de cerca la manera de nuestros degenerados imitadores! En el poema en cuestión no se ven ya copias de copias estrictamente ajustadas á un mismo tono, sino estudio de la naturaleza y del corazón, tonos verdaderos, tan clásicos como se quiera, pero que tienen vida propia, que son clásicos por sí mismos, no por el prestado reflejo de obras extrañas. En suma, Florinda, cuyo plan es harto diminuto con relación á la magnitud del sugeto, supera en importancia á los anteriores poemas del autor, cada vez más próximo al camino donde la madurez de los años y más amplios estudios, unidos al amoroso recuerdo del suelo natal, han de ofrecerle vasto campo de inspiraciones originales y cosecha nada escasa de laureles inmarcesibles. Claro está que Florinda dista mucho de ser una verdadera epopeya, para lo cual el asunto se prestaba singularmente; pero hasta la elección misma de ese asunto deja presumir que dicha obra es el punto donde comienzan á confundirse ó entrelazarse los antiguos principios que fueron norma del poeta, con las nuevas doctrinas llamadas á regenerarlo.

VI.

FINES de diciembre del año 24 se volvió D. Ángel á Gibraltar, por ser no

civo á su salud el clima de Inglaterra. Pocos meses después realizó en aquella plaza el matrimonio que tenía concertado de antemano con la señora Doña María de la Encarnación de Cueto y Ortega, cuya ingénita bondad y nativa gracia andaluza realzan todavía dichosamente las prendas de su feliz imaginación y bien cultivado entendimiento. Efectuado tal enlace en 1825, Saavedra marchó con su esposa á Italia; pero la calidad de emigrado español hizo que le recibiese mal la policía y que no le permitieran permanecer en los Estados Pontificios, á pesar de ir provisto de un resguardo, con todas las seguridades apetecibles acerca de su persona, expedido por el Nuncio de S. S. en Madrid. Contrariado por tal suceso, no sin experimentar ambos es

posos grandes vejaciones y molestias, logró al fin, bajo el amparo del cónsul inglés en Liorna, embarcarse en un bergantín que regresaba á Malta. En él habría zozobrado á impulsos de crudísimo temporal, si su presencia de ánimo no hubiese infundido aliento á los seis viejos malteses de que constaba la tripulación.

Decidido á no permanecer en Malta sino el tiempo necesario para proporcionarse ocasión de volver á Londres, tardó poco en abandonar esa idea. Enamorado del benigno clima de la isla, pagado de su baratura, agradecido á la franca hospitalidad que mereció al gobernador Marqués de Hastings, al general Wodford y á las personas más granadas de la sociedad maltesa, decidió al fin sentar sus reales en aquel peñón del Mediterráneo denominado por algunos fior del mondo.

La permanencia de Saavedra en Malta fué importantísima para su ingenio; tanto por lo mucho que contribuyó á despertar en él gérmenes hasta entonces sofocados ó adormecidos, cuanto porque le llamaron al centro de actividad en que se cifraba principalmente su gloria, ya los ilustrados consejos de Mr. Frere (que conocía bien nuestra lengua y nuestra literatura y poseía riquísima colección de libros españoles raros y escogidos), ya al estudio de

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