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VII.

L hombre que nunca fué avaro de su propia sangre si era necesario verter

la por defender la independencia de la patria ó las libertades públicas (y que se mostró constantemente galán, valiente y discreto, como el héroe de la comedia famosa de Mira de Amescua), amaestrado ahora por la adversidad, engrandecido su espíritu en los azares de la proscripción, halló el secreto de su propia fuerza en el libre desahogo de la fantasía y en su acendrado españolismo. Cualidad que tanto le caracteriza resalta mucho en la Leyenda en doce romances impresa en París por el editor Salvá en 1833 y publicada á principios de 1834. El autor la rotuló «El moro expósito, ó Córdoba y Búrgos en el siglo décimo.» Este poema, sin precedentes en nuestra literatura, único de su clase hasta hoy día en el parnaso castellano, fué, por decirlo así, la bandera de

nuestra revolución literaria, el primero que abrió campo á la regeneración de la poética nacional.

No sacaré de nuevo á plaza la debatida cuestión de clásicos y románticos. Acepto esas denominaciones, porque es imposible revocar la existencia de lo que realmente ha sucedido. Pero como no ignoro cuán perjudicial ú ocasionada á graves yerros es la exageración de principios artísticos ó literarios que presumen de absolutos, creo que por muy varios caminos se puede llegar al fin del arte, que es realizar belleza, y juzgo que todas las formas son buenas si expresan bien el pensamiento. Fuera de que, si cada ingenio tiene su índole particular en armonía con el fin á que la Providencia lo destina, el Duque de Rivas, llamado á reanimar nuestra poesía y nuestra escena, debía inflamarse y engrandecerse al calor de las teorías y creaciones románticas que luchaban á la sazón por el predominio en aquel gran centro de la civilización del mundo.

Término medio entre la epopeya y la novela, El moro expósito tiene poca semejanza con nuestros poemas clásicos á la manera de Ercilla ó de Valbuena, de Lope ó de Valdivielso; pero no va tampoco en busca de la originalidad por el camino del Fausto ni de los imitadores de Goethe. Ligado á la verdad divina por el es

píritu providencial que lo corona; á la verdad humana por el sello de realidad impreso en la pintura de caracteres y pasiones; á la verdad histórica por el colorido, y á la poética por la riqueza descriptiva, tal vez podría incluirse en el número de los que hoy se nombran epopeyas nacionales. La unidad del plan, el fiel retrato de la vida íntima y de las costumbres públicas de dos razas y pueblos de diverso origen, el contraste que resulta de dos civilizaciones contrarias engendradas por distintas religiones y que se desarrollan simultáneamente en un suelo mismo, son, sin duda, elementos épicos; porque los hechos lejanos adquieren con el tiempo cierto barniz que los hace parecer semi-fabulosos, y los hombres vistos á distancia con los ojos de la fantasía toman proporciones casi sobrenaturales. Pero la falta de concentración de los fundamentos del poema, la excesiva independencia de algunos cuadros secundarios, y otros pormenores y circunstancias, desvirtúan su carácter épico, alejándolo, no ya de las grandes epopeyas de Oriente con las que no tiene conexión ninguna, sino también de la homérica ó virgiliana en su genuina pureza. Y como no es tampoco una mera novela poética al modo de El Lord de las Islas y de La Dama del Lago de Walter Scott ú otras semejantes, digan lo que

quieran ciertos críticos, tal vez no sea impropio calificarlo de leyenda épica.

El trágico fin de los siete Infantes de Lara y el castigo providencial de Ruy Velázquez sirven de fundamento á la acción, que se desarrolla naturalmente y despierta sumo interés, parándose á veces ó distrayéndose en episodios á cuál más galano y atractivo. Las escenas que el poeta describe con variedad y esplendor inimitables, nos transportan al remoto siglo que trata de resucitar. Leyéndolas se nos figura haber nacido con Mudarra en opulentos alcázares entre el fausto y magnificencia oriental de los califas de Córdoba, ó vivir en la aridez y pobreza de Castilla bajo el techo inhóspite de aquellos hombres de hierro tan duros é implacables en sus venganzas.

Al analizar este poema han dicho algunos en son de censura que el desenlace está poco meditado y mal traído, que deja ver en sus efectos la mano de ciega fatalidad (1). Pienso que se engañan. La rapidísima catástrofe con

(1) «Ce dénouement imprévu est trop prompt; il est peu motivé, mal amené. Si l'on s'y arrête un peu cependant, pour en chercher le sens, ne voit-on pas la fatalité s'y montrer avec un caractère particulier?» CH. DE MAZADE: Le Duc de Rivas.-D. Nicomedes Pastor Díaz había dicho antes algo parecido á esto mismo en su excelente biografía de nuestro insigne po eta, quizás tomándolo de D. Enrique Gil, que fué el primero en apuntar esa idea por los años de 1841.

que concluye El moro expósito es complemento racional de su idea generadora, reducida á patentizar simbólicamente que la maldad y los excesos de la pasión nunca se libran del justiciero castigo de la Providencia. Este simbolismo se pone á cada paso de manifiesto en el proceso de la obra por medios sencillos y naturales, sacados casi siempre del libre ejercicio de las pasiones humanas. ¿Cómo no percibirlo en el errado flechazo del diestro esclavo de Giafar, ó en la infelicidad doméstica de Ruy Velázquez, ó en la pérdida de su hijo abrasado en el incendio de su palacio? Sin ser muy lince puede cualquiera descubrirlo en el frustrado envenenamiento de Mudarra, héroe del poema; en las imprecaciones de Elvida, que roban serenidad y esfuerzo al señor de Barbadillo, y principalmente en la peripecia final, que arrebata al hijo de Gonzalo Gustios la dicha de enlazarse con la mujer á quien adora. ¿Y qué tiene que ver con la fatalidad, cuyos efectos son ineludibles é independientes de la voluntad del hombre, el voluntario sacrificio de Kerima en el momento de arrodillarse ante el altar para desposarse con Mudarra? ¿Hay cosa más propia de un corazón tierno y delicado que el remordimiento que se despierta en el alma de la apasionada joven cuando, al tender mano de esposa al que va á ser

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