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nado que suspiraba lejos de él, hubiera bosquejado con tanta exactitud aquella tertulia vespertina en el aguaducho del tío Paco, que sirve de ingeniosísimo prólogo. Ni encontraremos desde Cervantes hasta nuestros días cuadro mejor pintado que el de la posada de Hornachuelos; ni situación más conmovedora y poética que la llegada de Leonor al convento de los Ángeles; ni escenas de más bizarría que las de la vida militar en Italia; ni de mayor pureza y ternura que la de Leonor y el Guardián al pié de la Cruz; ni más característica y real que la de fray Melitón y los pobres; ni tan llenas de pasión profunda, de grandeza. dramática desgarradora como las de D. Álvaro y D. Alfonso (1). ¿Quién no sabe de memoria en España el monólogo en décimas:

"¡Qué carga tan insufrible

Es el ambiente vital

Para el mezquino mortal

Que nace en signo terrible!,>

no inferior en poesía y superior en verdad de sentimiento al famoso de La vida es sueño de Calderón? ¿Quién ignora el de D. Carlos de Vargas:

¡Ha de morir, qué rigor,

Tan bizarro militar!,>>

(1) Véase el Apéndice II.

durante el cual el nuevo Marqués de Calatrava descubre que su herido amigo es el indiano D. Álvaro? ¿Quién puede olvidar aquellos suavísimos versos, que destilan lágrimas, puestos en boca de Leonor cuando en altas horas de la noche, con hábito de mancebo, rendida de cansancio llega á la solitaria Cruz que se alza frente á la iglesia de los Angeles?

"¡Qué hermosa y clara luna!

La misma que hace un año

Vió la mudanza atroz de mi fortuna

Y abrirse los infiernos en mi daño. »

En el orden cronológico no es el Duque de Rivas el primero de los modernos innovadores del Teatro español. La Conjuración de Venecia y Abén-Humeya ó la rebelión de los moriscos precedieron á Don Álvaro; y aunque no rayó tan alto como esos dos dramas, el Macías de Larra, donde también se advierten conatos de romper las ligaduras del clasicismo francés, se hizo aplaudir antes que la vigorosa creación de D. Ángel Saavedra se estrenase en el Teatro del Príncipe á 22 de Marzo de 1835. Á pesar del gran éxito que La Conjuración de Venecia obtuvo en Madrid y en las capitales de provincia más ilustradas, y no obstante la boga que por algún tiempo logró el Macías, sobre todo allí donde lo representaba Valero (á quien nin

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gún actor de este siglo ha superado en varia y fogosa inspiración), es indudable que hasta que se estrenó el Don Álvaro no comenzó á triunfar aquí el romanticismo de un modo eficaz.

Tanto al escribir en francés el Abén-Humeya, cuadro poético y verdadero, como al trasladarlo al castellano y trazar y desarrollar en su propio idioma La Conjuración de Venecia, Martínez de la Rosa, emigrado entonces en Francia, no se atrevió á más que á lo que se arrojaban en aquel foco de cultura hombres como Casimiro Delavigne, con cuyos dramas históricos tienen cierta analogía en índole y genio los del vate granadino. Para adelantarse en la corriente que á orillas del Sena empezaban á seguir, rompiendo abiertamente con la dramática tradicional, los autores de Envique III y de Hernani ó el calenturiento creador de Chatterton, faltábale audacia á Martínez de la Rosa. Pero aunque no llegó á someterse de una vez al dogma de la escuela romántica, porque su natural templado y comedido no consentía cierta clase de arrebatos, fué más allá que Larra con el Macías, á pesar de la falta de miramientos que en el satírico famoso era como privativa de su carácter. Don Álvaro, que sin escrúpulos de ninguna especie entró de lleno en la nueva senda, es, pues, el verda

dero golpe de gracia con que el espíritu innovador romántico puso fin al imperio del agostado y moribundo clasicismo á la francesa, que había prevalecido y dominado en la escena española por largos años sin conseguir nunca echar entre nosotros hondas raices.

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IX.

IENTRAS el mérito del Don Álvaro colocaba al Duque de Rivas en las cumbres de la poesía poniéndole al nivel de los mayores dramáticos de la antigüedad y de los tiempos modernos, sus dotes oratorias acrisoladas en el Estamento de Próceres, su moderación (tachada de apostasía por la demagogia incorregible) y otras prendas y calidades le elevaron á la suprema dirección de los negocios públicos. Sorprendido con el nombramiento de Ministro de la Gobernación del Reino en el Gabinete que formó y presidió Istúriz por Mayo de 1836, mostró en él vivísimo anhelo de acabar la guerra civil y de enfrenar el arrojo amenazador de los revolucionarios. El plan general de estudios que formuló entonces y que el espíritu retrógrado de nuestros llamados progresistas condenó inmediatamente al olvido, será siempre

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