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desde luego lisonjera acogida en la alta sociedad de la corte. La gran reputación literaria de que iba precedido le hizo contraer fina amistad con los sabios y artistas célebres del país, tales como el escultor Angelini, los pintores Marani y Smargiazzi, los eruditos Volpicella, Blanch y Carlos Troya, y los egregios poetas Campagna y Duque de Ventignano. Apreciando entonces como era justo los singulares atractivos de aquella espléndida naturaleza y la amabilidad y cultura de sus habitantes, se convenció de que los había juzgado mal y convirtió en entusiasmo el disgusto, merced á la movilidad de impresiones propia de su fogoso y vivaz carácter. Acusándole su cuñado de inconsecuente por tan radical mudanza, discúlpala el Duque en estos desenfadados ter

cetos:

"Vino después la primavera; el cielo, Antes de plomo bóveda pesada,

De nácar y zafir tornóse un velo.

Brotó feraz la pompa engalanada

De vegas, de montañas, de jardines;
Quedó la mar risueña y sosegada.

Admiré en su esplendor estos confines;
Del Vesubio trepé las altas cumbres;
Bosques vi de naranjos y jazmines.

De un purísimo sol gocé las lumbres;

Aprendi este lenguaje, y poco a poco

Me aficioné á esta gente y sus costumbres.

Ni amistad santa me faltó tampoco
De hermosísimas damas. Sin peluca,
Ni tos, ni panza, ni tabaco y moco,
Puede un anciano verde alzar la nuca,
Y logré que dijeran muchas bellas:
¡Quanto é simpaticone questo Duca!!
Pinté con dicha los retratos de ellas;
Les hice y publiqué sonoros versos,
Y víme encaramado en las estrellas.

He encontrado también hombres diversos
De ciencia, erudición, buen gusto y fama,
En esta grata sociedad dispersos.

Un célebre escritor hay que se llama
Blanch, y en ciencias políticas merece
De la inmortalidad la noble rama.

Y un tal Campagna, calabrés, parece
El hijo predilecto del Parnaso,
Según su claro ingenio resplandece.

Estos y otros, en número no escaso,
Hombres de letras, mi amistad procuran,
Y horas con ellos deliciosas paso.

Con tan buenos influjos, consiguiente

Era mudar de la opinión primera,

Sin tacha merecer de inconsecuente.

Antes me honra en verdad sobremanera

El escribir según mis sensaciones,

Y no aferrado á una opinión cualquiera.»>

Era, en efecto, el Duque de Rivas hombre espontáneamente sincero, aborrecedor de hipocresías, y tan alegre y jovial como digno y

generoso. Enemigo por temperamento de toda cautelosa disimulación, habríale sido imposible sostenerse ni un solo instante por tenacidad del amor propio, y menos aún por ninguna clase de interés bastardo, en aquella opinión ó aseveración suya que más adelante le llegase á parecer por algún concepto equivocada ó errónea. Alma franca y abierta embellecida por inagotable prontitud, lozanía y agudeza en el discurrir, no podía dejar de hacerse amable á todos y de atraerse universales simpatías. Tantas le rodearon durante los años de su permanencia en Nápoles, que aquella época de su vida puede considerarse como de las más dichosas.

Antes de abandonar el suelo patrio para ir á gozar las delicias de Capua como representante español en las Dos Sicilias, el Duque había publicado en Madrid por los años de 1841 otra de sus mejores y más geniales obras poéticas, los Romances históricos, escritos unos en país extranjero, compuestos otros en España de vuelta de la emigración.

Aunque las creaciones escénicas del Duque patentizan que la cualidad más característica de su ingenio estriba en el elemento dramático, tal vez ninguna de sus obras ponga semejante cualidad en relieve como esos castizos poemas. Tan preciosa colección de joyas (no exentas de

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lunares, pero bañadas en perfume de muy acendrado españolismo) es elocuente condenación de los enemigos del romance, y justa medida de la flexibilidad con que esa forma de composición, exclusivamente española, se presta á todos los tonos, desde el más llano y apacible hasta el de más sublimidad ó mayores bríos. No en vano es en España el metro popular por excelencia.

Preceden á los Romances históricos atinadas observaciones acerca de género poético tan á propósito para escribir y narrar hazañas memorables. Y como el autor no se propuso hacer de ninguno de ellos una epopeya, aunque en muchos enlace el elemento épico al vigor y colorido dramático (mostrándose muy conocedor de lo que debía ser la poética de su siglo), no hay razón para presumir, como ha dicho alguien, que hacía poesía épica sin sospecharlo, ni para echar de menos en tal poesía la unidad trascendental que constituye «la última perfección del arte.» En esos breves cuadros poéticos suele el Duque no atenerse á la exactitud de los hechos que refiere ó canta, y antepone á la estricta verdad histórica las creencias populares consagradas por la tradición, que el vulgo tiene por más verdadera que la propia historia. Pero ¡con qué viril ingenuidad, con cuánta grandeza no retrata á los hé

roes de nuestra nación y á la nación misma! Uno de los críticos más sensatos é ilustrados de la época romántica, el joven poeta D. Enrique Gil, arrebatado á la existencia en edad florida y en suelo extranjero, se refería de esta suerte á esa colección de poemitas el año mismo en que salieron á luz: «Argumentos hábilmente conducidos, caracteres marcados, figuras animadas, vivas y ricas descripciones, afectos verdaderos y vehementes, rasgos atrevidos y grandes, entonación poética, locución castiza y exquisitos conocimientos históricos adornan y enriquecen estos romances. » Aquel malogrado escritor encuentra además en esas composiciones tantas cosas que lisonjean nuestro orgullo, que halagan nuestra memoria y despiertan nuestra nacionalidad, que su impresión no puede menos de ser altamente noble y patriótica. Y observa, como consecuencia de lo antedicho, que «la inspiración sola, aun desnuda de los primores y atavíos del arte, debe encontrar un eco fuerte y sonoro en el corazón de los españoles: pero el arte mismo que la engalana, ni la rebaja ni la afemina; antes la alienta y vivifica.»

Comprueban la exactitud de este juicio todos y cada uno de los Romances históricos.

Los tres primeros de la colección, llenos de interés dramático, ponen en relieve al Rey

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