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3, los demás colaterales hasta el décimo grado; y 4o, el Estado. Dudamos que esta ley pueda tener aplicacion al punto cuestionado; pero, de tenerla, encontramos una nueva prueba de que el legislador estuvo muy lejos de negar á la familra ilegítima el derecho sucesorio en los ab-intestatos, que le reconocian leyes anteriores, áun habiéndola legítima, pues confirma el derecho de los hijos naturales ó espúreos á suceder á su madre con preferencia á los ascendientes legítimos, segun la ley 9" de Toro, y al padre en la sexta parte de la herencia con arreglo á la de Partidas, y al propio tiempo establece que los hijos de esta misma clase sucedan al padre en toda la herencia si no dejase de scendientes, ascendientes y colaterales legítimos dentro del cuarto grado con preferencia á los de grado ulterior. Por consiguiente la ley de 16 de Mayo de 1855 vino á dar mayor consideracion à la familia ilegítima, no sólo sancionando de nuevo los derechos que tenía en la sucesion intestada, sino más principalmente, y esto es lo que nos importa consignar, concediéndole un derecho que antes no tenía. ¿Dónde, pues, está la postergacion de la familia ilegítima?

Hemos terminado. Pudiéramos añadir otras muchas razones en apoyo de la buena doctrina que creemos sustentar: pero como nuestro propósito ha sido contestar los argumentos presentados por el articulista de la Revista de España al rebatir, dentro del terreno científico por supuesto, la sentencia del Tribunal Supremo de 24 de Febrero último, que creemos perfectamente arreglada á derecho, abrigamos la persuasion de haberlo conseguido suficientemente, sin perjuicio de volver á la discusion si á ella se nos excita ú obliga, defendiendo al mismo tiempo el derecho de una anciana, el derecho de una abuela natural ó espúrea á la sucesion intestada del nieto con preferencia á la nieta, hermana legítima de éste; derecho que de conformidad con nuestro dictámen tiene reconocido por los Tribunales y cree asistirle ante Dios, ante la ley y ante la sociedad.

RAMIRO FERNANDEZ VICTORIO Y ARENAS.

ESTUDIO HISTÓRICO

SOBRE

LA PENALIDAD EN LOS PUEBLOS ANTIGUOS Y MODERNOS (1)

CAPÍTULO VIII

Penalidad religiosa.--La Inquisicion.-Su origen.-Procedimientos y penas.Tribunal del Santo Oficio en España.-El Tormento.— Autos de fé.

La justicia penal ha traspasado muchas veces por desgracia, los límites que á su accion fijan los buenos principios y las doctrinas que la razon acoje y sanciona; no se ha ceñido á reprimir y castigar los delitos que atacan el órden social, las acciones que violan un derecho individual ó colectivo, fundado como la sociedad misma en la ley moral, sino que ha pretendido con harta frecuencia, perseguir la inmoralidad bajo todas sus formas y lo que es más todavía, penar hasta los que ha juzgado errores del pensamiento. De ahí los procesos contra los herejes y cismáticos y de ahí tambien, la creacion de un tribunal que personificó la intolerancia más odiosa, porque fué siempre acompañada de repugnante perfidia y horrible crueldad; el Tribunal de la Inquisicion. Aterrador es el cuadro que ofrece su historia y pavorosos los recuerdos que ha dejado esa institucion que empleó la fuerza y las más inícuas violencias, para mantener á todo trance por tan reprobados medios, la supremacia y el predominio de determinadas creencias, como si fuera posible imponer estas de tan brutal manera. Suscita justa indignacion en todo hombre imparcial y desapasionado, el proceder de un tribunal, que hollando los derechos más sagrados, sacrificó inhumanamente millares de víctimas, cuyo único crímen consistía en pensar de distinto modo que sus sañudos y opresores jueces. Y no se crea que

(1) Véanse las págs. 317, 396 y 468 del tomb aterior.

queramos inferir con esto el menor agravio á la doctrina á que aquella institucion pretendió servir; nada más lejos de nuestro ánimo, porque es preciso distinguir entre la religion y los malos ministros, que apartándose de su saludable enseñanza y del espíritu de dulzura y mansedumbre que en la misma domina, se lanzaron por un extraviado camino, cediendo al ciego fanatismo propio de la época en que se les vió agitarse ó quizá más bien, movidos por mundanos intereses.

Entróse con todo ello por completo en lo que puede llamarse sistema de penalidad religiosa: todo error en materia de creencias llegó á constituir un crimen; y no obstante los horribles castigos que se le imponian, acaeció que como no es posible aherrojar el pensamiento, ni hay términos hábiles para sofocar la idea por la fuerza, no se obtuvo el fin á que se tendia; como no se consiguió tampoco resultado alguno con las persecuciones de que fueron objeto los sectarios y disidentes de varias clases. Las sectas y herejías se sucedieron unas á otras; la Reforma se abrió paso y estendió por varios países apesar de los rudos esfuerzos hechos para evitarlo y antes el Cristianismo difundió su fulgente luz por doquiera, no obstante la opresion y terribles martirios sufridos al principio por los fieles. Nada se obtiene ni obtendrá nunca con la intolerancia civil, esto es, con la intolerancia que llama en su ayuda á la fuerza para sostener la religion y emplea, violando el sagrado de la conciencia y la libertad del pensamiento, penas corporales para obligar por el terror y la violencia á los incrédulos, á aceptar ideas que su entendimiento rechaza ó á los creyentes á la práctica de deberes religiosos que tengan desatendida. Antes al contrario, el amor propio y un sentimiento de obstinado orgullo, llevan muchas veces al hombre á adherirse con tanta más fuerza á una opinion, cuanto mayores son los tormentos que eso mismo le cuesta ó los peligros que arrostra. Los suplicios impuestos á los albigenses aumentaron más el número de esos sectarios de Manés, que la predicacion de la doctrina que profesaban. Y esta reflexion se aplica lo mismo á las opiniones erróneas, que á las que encierran en sí la verdad. Tertuliano ya dijo «que la sangre de los mártires era semilla de cristianos».

La religion solo puede estenderse y propagarse, segun feliz expresion de Racine, por los mismos medios que se emplearon para

establecerla; á saber, la discreta predicacion, la prudencia, la práctica de todas las virtudes y una paciencia sin límites. La única intolerancia admisible, es la que se dirige solo á los fieles sin atentar contra la libertad de los incrédulos, ni imponer pena alguna temporal; la que se limita á rechazar dogmas nuevos ó modificaciones de los antiguos; puesto que entendida así, es condicion indispensable de la estabilidad de la fé y no puede reprocharse á ninguna Iglesia, que escluya de su seno á los que en algun punto disienten de sus dogmas.

A pesar de las muchas herejías que aparecieron despues de establecida la religion cristiana, la conducta invariable de la Iglesia en su primera época, fué la de tratar con la suavidad y dulzura que la verdadera caridad inspira, á los sectarios y herejes, empleando la persuasion al principio y escomulgándolos últimamente, si no se conseguia sacarlos de su estravío. Más tarde, los Papas y Obispos del siglo iv creyeron que debian estirpar las herejías, valiéndose de los medios que habian censurado en los sacerdotes paganos; y aprovechando el ascendiente que tenian con los emperadores que acababan de abrazar el cristianismo, recabaron de ellos la promulgacion de leyes en que se calificaba de crímen toda herejía y se la asignaban penas aflictivas. La Iglesia española observó la disciplina general; y cuando se celebró en tiempo de Sisenando el concilio cuarto de Toledo, decretó el mismo, que los herejes judaizantes fuesen puestos á disposicion de los Obispos, para que estos los castigaran y obligaran á abandonar el judaismo. Las penas asignadas á los que dejando de ser cristianos, volvian á la idolatría, guardaban proporcion con la calidad ó rango del delincuente: el noble era desterrado y excomulgado y se azotaba, rapaba la cabeza y despojaba de sus bienes al villano. Eran todavía de escasa gravedad estas penas, comparadas con los horribles suplicios que luego impuso la Inquisicion. Esta, con sus inícuos procedimientos y sus hogueras, data de la Edad-Media y circunstan cias particulares de que luego nos habremos de ocupar, la dieron en España un carácter é importancia muy especiales.

En 1184 encargó el Papa á los Obispos la persecucion y castigo de los herejes; y en 1215, Inocencio III confirmó y reiteró esa mision en el concilio Lateranense Iv; mas observando luego que la herejía de los albigenses triunfaba de las bulas apostólicas y toma

ba gran incremento, poco satisfecho del celo que desplegaban los Obispos, resolvió enviar á los lugares donde afluian los sectarios, comisionados especiales que se agitaran en el sentido más conveniente para reparar el mal que aquellos no habian impedido. Estableció, por decirlo así, las bases de la Inquisicion; aunque sin darla forma y estabilidad propias de un cuerpo permanente. Contentóse con crear una comision, bien persuadido de que el tiempo acabaria y consolidaria su obra. Así sucedió en efecto; pues Gregorio IX, encontrando en la órden establecida por Santo Domingo de Guzman el apoyo y dócil instrumento que exijía la institucion que se trataba de regularizar, la organizó ya en la forma en que funcionó despues para desdicha de la humanidad. Nada más inícuo, por lo demás, que el procedimiento inquisitorial: véase sinó lo que el Papa Alejandro IV escribia á los dominicos: «que obren someramente y sin el estrépito embarazoso de abogados y formas judiciales (1). »

Los infelices acusados no podian contar con ninguna garantía; estaba combinado todo de manera que fuera inevitable la condena. El inquisidor predicaba ántes de comenzará ejercer sus funciones, un sermon al que atraia á los fieles, ofreciéndoles, en virtud de las bulas del Papa, cuarenta dias de indulgencia. En seguida ordenaba á sus oyentes le prestaran ayuda, denunciándole á los heréticos; y para moverles á ello ofrecia otros tres años de indulgencia á los delatores. Si apesar de esto no habia quien se lanzára á serlo, se recurri á la amenaza, ordenando la denuncia, sopena de excomunion y asegurando el secreto al delator; así que éste podia hacer traicion á sus amigos y correligionarios quizá, escudado por el sigilo de la confesion (2). Una vez denunciado y en poder de la inquisicion el hereje, estaba irremisiblemente perdido. No tenia defensor y si algun abogado osaba darle consejos, era destituido y quedaba infamado para siempre. El reo ignoraba quienes eran lo testigos que deponian contra él; todo pasaba envuelto en el misterio y eran admitidos á prestar declaracion, criminales de todas cla

(1). Raynaldi, Annal. t. xiv, pág. 7, núm. 33.-Cf. Concil. Valentinum, 1248, cap. II.

(2) Eymerici, Directorium inquisitorum.

TOMO LI

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