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primorosamente en bien de los orleanistas. Dumouriez había cedido á Valence el honor de dar el golpe decisivo. Así como en Jemmapes, Thouvenot, vencedor, reforzó á Egalité salvando al fin á Dampierre, si Valence hubiera vencido en Neerwinder habría ido al centro para salvar con Egalité lo que conservara aún Miranda. Una vez más el pretendiente se presentaba en el desenlace de la escena y como un Dios salvador, para que Dumouriez pudiera escribir la salvación de Francia se debía por segunda vez á aquel joven.

que

En ambos campamentos, si no nos equivocamos, dominó exactamente la misma idea, asegurar la gloria á un principe. Dumouriez trabajaba por el duque de Orleans; Coburgo por el príncipe Carlos. En efecto, éste recabó la honra de la misión, á la edad de veinte dos años, habiendo comenzado su reputación desempeñando el puesto de primer general del Imperio.

El relato de Dumouriez, friamente calculado con el propósito de oscurecer la verdad, ha sido aceptado sin discusión por Jomini á quien han copiado los demás historiadores. Sin embargo, este relato ha sido recusado, desmentido y pulverizado por las órdenes escritas que dió el mismo Dumouriez, y por Miranda, hombre de honor, cuya palabra vale mucho más que la de aquél, y por un testigo evidentemente impar

cial, el general de los austriacos, Coburgo, quien está de acuerdo con lo manifestado por Miranda. Con razón han preferido Servan y Grimoar, los mejores jueces de la guerra de esa época, el consecuente relato de Miranda en frente del insostenible y contradictorio de Dumouriez, quien se engaña voluntariamente acerca de los números, horas, sitios, cosas y personas.

Dumouriez pretende que su derecha conservó la ventaja, que Neerwinder, tomado y vuelto á tomar, cayó en poder suyo en la tarde del combate. Coburgo afirma lo contrario. Lo que hay de cierto es que Miranda fué destruído en el ala izquierda, perdiendo unos 2,000 hombres en obstinados ataques que duraron siete horas. El príncipe Carlos tuvo al fin la ventaja definitiva: sus granaderos avanzaron, y por una calzada hicieron simulacro de cortar las maniobras de nuestros voluntarios, los cuales retrocedieron desordenadamente.

Suscitase una discusión entre Miranda y Dumouriez. «Miranda debía advertirme », dice el primero. Miranda afirma que él le advirtió y ha probado con testigos ante el tribunal revolucionario que, en efecto, envió un expreso al general. Tal vez no llegó ese mensaje; pero, ¿era esto de absoluta necesidad? Dumouriez sabía muy bien que el fuego había cesado. Si él hubiera sido dueño de Neerwinder, según

asegura, y vencedor en la derecha, habría podido ir en socorro de la izquierda cuyos apagados fuegos no se sentían más. Pero no teniendo en su poder á Neerwinder fué venturoso su encuentro con Miranda para descargar sobre él la pérdida de la batalla que, de ningún modo, se había ganado en la derecha.

Miranda, de quien dice Dumouriez que se había ido de juicio, cubrió valerosamente la retirada y durante un día sostuvo en Pellemberg el esfuerzo del enemigo que era notablemente superior. »>

En aquella batalla militar y política en la cual intentaba el nuevo César pasar el Rubicón, Dumouriez asignó á Miranda el puesto de víctima.

Miranda pudo pasar los puentes de Orsmael y Leaw; pero sus soldados se detuvieron en el Geete hundidos en el fango y ametrallados á mansalva por la artillería austriaca.

Cuando Dumouriez llegó á Orsmael creyendo encontrar á Miranda, encontró la victoria de los austriacos. La izquierda se había retirado, vergonzosamente, según dijo Dumouriez; después de haber dejado en el campo de batalla más de dos mil hombres los dos ayudantes de Miranda, según testifica la historia.

y

Los sucesos se desarrollaron rápidamente. Aquel militar de genio, aquel pigmeo· según la frase de Prudhomme-á quien aplastaría la montaña — rodó

aplastado por su propia traición. Burlador del austero Camus á quien negaba que pudiera ser el Bruto de su cesarismo, se divorció de la Convención, no acatando más que la orden contra Miranda, á quien arrestó en nombre de la traición, mientras Miranda le declaraba lealmente que lo arrestaría por obedecer á la República si la Convención se lo ordenaba.

A raíz de aquella batalla en que Miranda obró inconscientemente, siendo así que Dumouriez le negé toda clase de explicaciones, limitándose á darle órdenes por escrito y en pliego cerrado, á pesar de lo cual cubrió valerosamente la retirada del ejército y le salvó de un verdadero desastre, el general en jefe arrancaba á los comisarios de la Convención nacional el decreto de arresto; y mientras Miranda acudía presuroso á la barra para sacudir las calumnias que pesaban sobre él y justificarse dignamente ante la República, el general Dumouriez desobedecía á la Convención y custodiado por ginetes austriacos lograba internarse en las filas del éjercito enemigo en demanda de humillante hospitalidad al país que azotara con su espada.

La luminosa fama de Dumouriez se oscureció desde la noche de su traición, en tanto que el jurado alzó á Miranda del banquillo de los acusados para darle honroso puesto en la historia de la República.

A este propósito, dice Michelet: «Lo que induce á creer en el patriotismo fanático, pero verdadero, de los hombres del tribunal revolucionario, es que absolvieron á Marat, ídolo de ellos, y absolvieron también al general Miranda, que no tenía más protectores ni defensores que los girondinos, que estaban perdidos en el concepto público. Los hombres del tribunal revolucionario dispensaron buena acogida Ꭹ declararon inocente y honraron al favorito de sus enemigos, al cliente de Brissot y Petion, y libraron del peso de las calumnias de Dumouriez al infortunado patriota que se habia puesto al servicio de Francia. >>

Reducido á prisión por segunda vez, tornó á salir triunfante el general Miranda. Fuérale fácil entonces aliarse con Napoleón, su amigo, á quien pudo servir mucho, especialmente en Rusia; pero Miranda odiaba de muerte toda clase de dictaduras, y prefirió el destierro.

Su memoria vive esculpida en el arco de la Estrella y en el corazón de Francia.

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