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cia entre ellos, sin que los Javvas tuviesen una parte muy principal en el público consejo. Es fácil concebir cuán aborrecibles se harian desde luego los predicadores de la verdad á estos ministros del infierno. Muy presto comenzaron los siervos de Dios á esperimentar entre muchas otras penalidades, los efectos del furor de los bárbaros, instigados de sus inicuos sacerdotes.

Frente de una pequeña altura donde estaba situado el fuerte de Cár. los, habia otra en que tenian un templo consagrado á sus ídolos. Consistian estos en unas espantosas máscaras de que vestidos los sacerdo. tes, bajaban al pueblo situado en un valle que dividia los dos collados. Aquí, como en forma de nuestras procesiones, cantando por delante las mugeres ciertos cánticos, daban por la llanura varias vueltas, y entre tanto salian los indios de sus casas, ofreciéndole sus cultos, y danzando, hasta que volvian los ídolos al templo. Entre muchas otras ocasiones, en que habian hecho, no sin dolor, testigos á los españoles y al padre de aquella ceremonia sacrílega, determinaron un dia subir al fuerte de los españoles, y pasear por allí sus ídolos, como para obligarlos á su adoracion, ó para tener en caso de ultrage algun motivo justo de rompimiento, y ocasion para deshacerse principalmente, como despues confesaron algunos, del ministro de Jesucristo. El padre lleno de celo los reprendió de su atentado, mandándolos bajar al valle; pero ellos que no pretendian sino provocarlo y hacerlo salir fuera del recinto de la fortaleza, porfiaron en subir, hasta que advertido el capitan Francisco Reinoso, bajó sobre ellos, y al primer encuentro de un golpe con el revez de la lanza, hirió en la cabeza uno de los ído. los 6 enmascarados sacerdotes. Corren los bárbaros en furia á sus chozas, ármanse de sus macanas y botadores, y vuelven en número de cincuenta ó poco ménos al fuerte; pero hallando ya la tropa de los españoles puesta sobre las armas, hubieron de volverse sin intentar subir á la altura.

Entretanto el hermano Villa Real en Teguexta, hacia grandes progresos en el idioma de aquella nacion, y en medio de unos indios mas dóciles, no dejaba de lograr para el cielo algunas almas. Bautizó algunos párvulos, confirmó en la fé muchos adultos, y aun dió tambien á algunos de estos el bautismo. Entre otros, le fué de singular consuelo, el de una muger anciana cacique principal, en quien con un modo par. ticular quiso el Señor mostrar la adorable Providencia de sus juicios en la eleccion de sus predestinados. O fuesc efecto de la enfermedad,

ó singular favor del cielo, le pareció que veia ó vió en realidad un jardin deliciosísimo, y á su puerta el mismo hermano, que bautizándola, se la abria y le daba franca entrada. Lo llamó: refirióle llena de jú. bilo lo que acababa de ver. Pareció de una suma docilidad á las instrucciones del buen catequista, que comprendia con prontitud, y bau. tizada con un inmenso gozo, partió luego de esta vida á las delicias de la eterna. En esta continua alternativa de sustos y fatigas temporales, y de espirituales consuelos, habian pasado ya un año los soldados de Cristo; sin embargo, al cabo de este tiempo no se veia crecer sino muy poco el rebaño del buen pastor. Habianse plantado algunas cruces grandes en ciertos lugares para juntar cerca de aquella victoriosa señal los niños y los adultos, é instruirlos en los dogmas católicos. Adultos se bautizaban muy pocos, y los mas volvian muy breve, con descrédito de la religion al gentilismo. Los niños pocos que se juntaban á cantar la doctrina, no repetian otras voces, que las que les sugeria la necesidad y la hambre. El padre Juan Rogel para acariciarlos, les repartió por algun tiempo alguna porcion de maiz, con que informado de los trabajos de aquella mision, le habia socorrido el Illmo. Sr. obispo de Yucatán, D. Fr. Francisco del Toral, del órden seráfico. En este intervalo, concurrian los indizuelos en gran número. Acabado el maiz, acabó tambien aquella interesada devocion. En medio de tantos desconsuelos, un tenue rayo de esperanza animaba á los misioneros al trabajo. Habíase descubierto no se qué conjuracion, que tramaba contra los españoles el cacique D. Cárlos, por lo cual pareció necesario hacerlo morir prontamente. Succedióle otro cacique mas fiel para con nuestra nacion, y tomando el nombre de D. Felipe, dió grandes esperanzas, de que en volviendo de España el adelantado, se bautizaria con toda su familia, y haria cuanto pudiera para traer toda la nacion al redil de la Iglesia. Oía entretanto las exhortaciones é instrucciones del padre; pero muy en breve mostró cuanto se podia contar sobre sus repetidas promesas. Intentó casarse con una her. mana suya. El padre mirándolo en cualidad de catecúmeno, le representó con energía cuán contrario era esto á la santidad de nuestra religion, que deberia, segun habia dicho, profesar muy en breve, Respondió friamente, que en bautizándose repudiaria á su hermana, que entretanto no podia dejar de acomodarse á la costumbre del pais, en cuyas leyes aquel género de matrimonio, no solo era permitido, pero aun se juzgaba necesario. Pareció conducente al padre Rogel, hacer

viage á la Habana, para recoger algunas limosnas, y procurarles tambien el necesario socorro á los soldados, que con la ausencia de D. Pedro Melendez, padecian cuasi las mismas necesidades que los indios. Partió en efecto bien seguro de la generosidad de aquellas gentes que habia esperimentado bastantemente.

vo socorro de misioneros.

Con los informes de D. Pedro Melendez en España, donde habia Envíase nucllegado á fines del año de 67, y con la noticia de la muerte del padre Pedro Martinez, en vez de enfriarse los ánimos, creció en los predicadores del Evangelio el deseo de convertir almas y derramar por tan bella causa la sangre. Señaló S. Francisco de Borja seis, tres padres y tres coadjutores, que fueron los padres Juan Bautista de Segura, Gon. zalo del Alamo y Antonio Sedeño; y los hermanos Juan de la Carrera, Pedro Linares y Domingo Augustin, por otro nombre Domingo Vaez, y algunos jóvenes de esperanzas que pretendian entrar en la Compañía, y quisieron sujetarse á la prueba de una mision tan trabajosa. Mandoles el santo general, que estuviesen á las órdenes del pa. dre Gerónimo Portillo, destinado provincial del Perú, que entónces residia en Sevilla. Por su órden constituido vice-provincial el padre Juan Bautista de Segura, se hizo con sus compañeros á la vela del puerto de S. Lúcar el dia 13 de marzo de 1568. A los ocho dias de una feliz navegacion llegaron á las islas Canarias. Habia allí llega. do el año ántes su Illmo. obispo D. Bartolomé de Torres, hombre igualmente grande en la santidad y erudicion: habia traido consigo al padre Diego Lopez, varon apostólico, que con su vida ejemplar, con su cristiana elocuencia, á que en presencia del santo prelado y de todo el pueblo, habia cooperado el Señor con uno ú otro prodigio, se habia merecido la estimacion y los respetos de aquellas piadosas gentes. El dia 1.o de febrero de este mismo año de 68, acababa de morir en su ejercicio pastoral, visitando su diócesis el celosísimo obispo, dejando á su grey como en testamento un tiernísimo afecto á la Compañía, á quien para la fundacion de varios colegios en las islas, habia destinado lo mejor y mas bien parado de sus bienes. Los isleños, que como en prendas de la fundacion habian hecho piadosa violencia al padre Lopez para no dejarle salir de su pais, viendo llegar con su nueva mision al padre Segura, los recibieron con las mas sinceras demostraciones de veneracion y de ternura. Pasaron aquí ayudando al padre Diego Lopez el resto de la cuaresma; y celebrados devotísimamente con grande fruto de conversiones los misterios de nuestra redencion, se

Parte el padre
Segura con

na.

hicieron á la vela, y despues de una breve detencion en Puerto Rico, llegaron con felicidad al puerto de S. Agustin á los 19 de junio de 68. Vino luego de la Habana el padre Rogel, quien como el adelantado tuvo la mortificacion de ver arruinados todos sus proyectos. El presidio de Tacobaga, al Owest de Santa Elena y 50 leguas del Cárlos, estaba todo por tierra, muertos los presidiarios. En el Teguexta, irri. tados los indios de la violenta muerte que habian dado los españoles á un tio del principal cacique, habian desahogado su furia contra las cruces, habian quemado sus chozas, y apartándose monte á dentro, donde impedidos los conductos por donde venia la agua al presidio, reducidas á los últimos estremos la guarnicion, fué necesario pasarla á mejor sitio en el de Santa Lucía, donde habian quedado trescientos hombres, fueron todos consumidos de la hambre, viéndose, como sabe. mos por algunas relaciones, (aunque no las mas propicias á la corona de España) reducidos á la durísima necesidad de alimentarse de las carnes de sus compañeros, manjar infame y mucho mas aborrecible que la hambre y que la muerte misma. Lo mismo habia acontecido en S. Mateo. Solo habian quedado en pié los presidios de S. Agus. tin y de Cárlos. Presentáronse al general los soldados todavía en algun número; pero pálidos, flacos, desnudos, al rigor de la hambre y del frio, y que muy en breve hubieran tenido el triste fin de sus compañe ros. Aplicáronse los padres á procurarles todo el consuelo que pedia su necesidad, se les proveyó de vestido y de alimento, y atraidos con estos temporales beneficios, fué fácil hacerles conocer la mano del Señor que los afligia, y volverse á su Magestad por medio de la confesion con que se dispusieron todos para ganar el Jubileo que se promulgó inmediatamente.

Dados con tanta gloria del Señor y provecho de las almas, estos sus compañe primeros pasos, reconoció el vice-provincial, así por su propia espe ros á la Haba- riencia, como por los informes del padre Juan Rogel que no podia perseverar allí tanto número de misioneros, sin ser sumamente gravosos á los españoles ó á los indios amigos que apenas tenian lo necesario para su sustento. Determinó, pues, partir á la Habana á disponer allí mejor las cosas, dejando en Sutariva, pueblo de indios amigos, cercano á Santa Elena, al hermano Domingo Agustin para aprender la len. gua, y en su compañía al jóven pretendiente Pedro Ruiz de Salvatier. ra. Nada parecia mas conveniente al padre Juan Bautista de Segura que procurar algun establecimiento á la Compañía en la Habana. La

vecindad á la Florida, la frecuencia con que llegan á aquel puerto armadas de la Nueva-España, de las costas de Tierra Firme, y de todas las islas de Barlovento, la multitud de los españoles é isleños cristianos y cultos que poblaron aquel pais, y el grande número de esclavos que allí llegan frecuentemente de la Etiopia, y lo principal, la comodidad de tener allí un seminario ó colegio para educar en letras y constumbres cristianas á los hijos de los caciques floridanos, abrian un campo dilatado en que emplearse muchos sugetos con mucha gloria del Señor. El pensamiento era muy del gusto del adelantado, que prometió concurrir de su parte para que S. M. aprobase y aun concurriese de su real erario á la fundacion del colegio. Interin la piedad de aquellos ciudadanos habia proveido á los padres de casa en que vivir, aunque con estrechura, vecina á la iglesia de S. Juan, que se les concedió tambien para sus saludables ministerios.

Aquí entregados en lo interior de su pobre casa á todos los ejerci. cios de la perfeccion religiosa, llenaron muy en breve toda la ciudad del suave olor de sus virtudes. No se veian en público sino trabajando en la santificacion de sus próximos. A unos encargó el padre vice-provincial la escuela é instruccion de los niños, principalmente indios hijos de los caciques de todas las islas vecinas, en cuya compañía no se desdeñaban los españoles de fiar los suyos á la direc. cion de nuestros hermanos. Otros se dedicaron á esplicar el catolicismo, é instruir en la doctrina cristiana á los negros esclavos, trabajo obscuro á los ojos del mundo, pero de un sumo provecho y de un sumo mérito. Unos predicaban en las plazas públicas, despues de haber corrido las calles cantando con los niños la doctrina. Otros se encargaron de predicar algunos dias seguidos en los cuarteles de los soldados, y despues en las cárceles, ni dejaban por eso de asistir en los hospitales. El padre Segura, como en la dignidad, así en la humildad y en el trabajo excedia á todos, y hubiera muy luego perdido la salud á los excesos de su actividad y de su celo, si el Illmo. Sr. D. Juan del Castillo, dignísimo obispo de aquella diócesis, no hubiera moderado su fervor, mandándole solo se encargase de los sermones de la parroquial. El fruto de estos piadosos sudores, no podemos esplicarlo mejor que con las palabras mismas de la carta anual de 69, en que se dice así á S. Francisco de Borja, entonces general. ,,Si todo lo que „resultó del empleo de los nuestros en la Habana, se hubiera de re,,ferir por menudo, pediria propia història y larga relacion, y aunque

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