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Alzamiento

de los guaza

ves y reduc cion de los u

res.

que se dejase caer sobre Veracruz, y dando el miedo cuerpo á la aprension, se habia ya tocado arrebato una noche, creyendo haber las naves inglesas dado fondo en la costa. Se avisó á México, de donde bajaron prontamente doscientos soldados. Poco despues, habiéndose visto de muy lejos algunas velas, y no pudiéndose distinguir la bandera, se volvió á conmover toda la ciudad, y ya se disponian á marchar á la costa algunas compañías para impedir el desembarco. Los padres fueron á ofrecerse al gobernador para acompañar la tropa y servir de capellanes, sin mas sueldo que el que promete Jesucristo á sus soldados en las incomodidades y las cruces. Quedó la ciudad muy agradecida á esta prontitud de ánimo, aunque viendo despues ser de España las naves que el susto habia figurado enemigas, no pasó de la voluntad el obsequio. Sin embargo, los que no habian sacrificado sus vidas á los trabajos y á los peligros de la guerra, la sacrificaron bien presto á los rigores de la epidemia, que prendió violentamente en los soldados que habian venido de México, y los recien venidos de Europa. Los jesui. tas, no contentos con los ministerios espirituales, en que sin interrupcion se ocupaban dia y noche de las limosnas que la liberalidad de los vecinos ofrecia al colegio, mantenian, curaban y proveian de lo necesario á algunos otros, para que en Jalapa ó en otro lugar ménos daño. so á su salud, se preservasen de la enfermedad, ó se restableciesen en la salud. Resplandeció mucho en esta ocasion la caridad y fervor del padre Juan Rogel. Este anciano, cerca de los setenta años de su edad, endurecido en los ejercicios de la vida apostólica, se encargó de los galeones, y residió en S. Juan de Ulúa, predicando incesantemente y confesando á toda gente de mar, á quien el general, con ánimo de volver á España dentro de quince dias, no habia permitido poner pié en tierra. El padre Rogel, con la actividad de un jóven asistia á todos, consolaba á los enfermos, predicaba á los sanos, confesaba á los penitentes, ayudaba á los moribundos, con una alegría y espedicion que pasmaba.

La tranquilidad de que á fines del año antecedente se habia comenzado á gozar en Sinaloa, no podia ser muy constante mientras se procedia en los informes é inquisicion de los delincuentes. Los guaza. ves, cuanto mas dóciles para el bien, tanto mas fáciles á las siniestras impresiones de sus ancianos, habian, por instigacion de uno de estos, conspirado en acabar con los padres. Tuvo aviso por un indio fiel D. Diego de Quiroz, capitan y alcalde mayor de la villa, y partió luego

con quince soldados. El gefe de los rebelados salió á recibirlos á la frente de mas de doscientos indios, que se pusieron en fuga á la primera descarga, dejando á su caudillo en manos de los españoles. Los fugitivos llevaron el espanto y la consternacion á su pueblo, en que todos dejaron sus casas y se acogieron á la nacion de los ures. Estos no bien seguros de las intenciones del español capitan, salieron á recibirlo en número de cuatrocientos, armados; pero hablándoles el padre por medio de un intérprete, supieron aprovecharse con una prontitud admirable de aquel momento oportuno. Mostraron mucho gusto á las proposiciones del padre, y prometieron hacer Iglesias y vivir en quietud. Volviendo algunos dias despues el misionero, tuvo el consuelo de hallarlos muy confirmados en su primera resolucion. Ellos de su voluntad habian juntado los párvulos en número de mas de ciento cuarenta, que ofrecieron para el bautismo; y siendo la nacion de las mas numerosas, se repartieron en cuatro ó cinco pueblos, cuyas situaciones demarcó el padre Villafañe, haciendo todos los oficios de padre y fundador de aquellas colonias, con que dilataba el imperio de Jesucristo. En todas se fabricaron Iglesias, y se dió principio á su doctrina. Los guazaves, vueltos de su temor, y asegurados del capitan y del mismo padre que habian entrado á buscarlos, se restituyeron luego á su pais, y en las siguientes ocasiones ayudaron con mas fidelidad que algunos otros á los españoles en sus espediciones militares. Restable. cida por este lado la serenidad, se levantó por otro la reciente tormenta. Los de Ocoroiri, en defensa de una muger de su pais, habian da. do muerte á un cacique de los tehuecos, que con violencia pretendia sacarla de su casa. Esta nacion numerosa y guerrera resolvió tomar una ruidosa venganza. Jamás se habia visto entre aquellas gentes es- coroiris y te pedicion mas bien concertada. Convocaron á todos sus pueblos, y se. ñalaron el lugar donde habian de juntarse, y el dia de la marcha, con tanto silencio y precaucion que no pudieron los ocoroiris penetrar sus designios hasta que los tuvieron sobre los brazos. Dividieron su ejército en dos trozos, sostenidos unos y otros de algunos caballos que habian ya comenzado á multiplicarse en el pais. Marcharon todo el dia y la noche; pero por diligencias que hicieron no pudieron llegar á Oco. riri hasta la punta del dia. Flecharon á un indio que habia madrugado á su pesca, lisongeándose que sorprenderian el resto de los moradores sepultados aun en el sueño. El indio, aunque mal herido corrió á dar noticia al padre Pedro Mendez, que se hallaba en el pueblo.

Guerra de o

huecos.

Otros sucesos

de Sinaloa.

Los tehuecos habian dispuesto su gente, de manera que la una parte acometiese á la frente del pueblo, quedándose la otra en emboscada por el lado contrario, á cubierto de una arboleda, de donde no debia salir hasta estar los ocoroiris empeñados en la accion, sin que tuviesen maş aviso que el incendio de sus casas, y el alarido de las mugeres y los niños. Si la prudencia del oacique de Ocoroiri no hubiera trastornado un proyecto tan bien discurrido, aquel dia hubiera sido perniciosísimo á la cristiandad de Sinaloa, y habria acabado con una de las mas quietas y mas fervorosas poblaciones. El, ó porque hubiese tenido noticia de la situacion del enemigo, 6 por uno de aquellos rasgos de la providencia, poco comunes en su nacion, viendo á sus gentes correr en tropel, donde los llamaba la algazara del enemigo, los contuvo, diciendo que no dejasen el pueblo, sus mugeres y sus hijos, espuestos á la invasion de los tehuecos, que podian dividirse, y amparados del bosque acometer la poblacion. Efectivamente, mientras unos marcharon á los enemigos, quedó otro cuerpo de reserva para defensa del lugar. Los tehuecos que habian quedado en el monte corrieron en furia á prender fuego á las casas; pero la sorpresa de ver descubierta y prevenida su estratagema les hizo perder el valor. A vista de sus prendas mas queridas, los ocoroiris, acometieron con un ímpetu á que fué imposible resistir, Huyeron en desúrden de una y otra parte los tehuecos, dejando muchos muertos y muchos prisioneros en manos de los bravos ocoroiris, que prácticos en aquellos caminos les inquietaron mucho, siguiendo el alcance hasta el medio dia.

Habia venido poco ántes noticia al alcalde mayor, que á seis leguas de la villa se veian algunas sementeras que por no estar vecinas á alguno de los pueblos, parecian ser de los indios fugitivos, homicidas del venerable padre Tapia. Aumentaba la sospecha que los pocos indios que solian verse en ellas, se ocultaban luego y se retiraban con diligencia á lo interior del monte. Envió el capitan algunos españoles é indios amigos á reconocer la gente. Los rebeldes, ó por aviso que tuvieron, 6 porque su poca seguridad los hacia estar siempre prevenidos, se habian ocultado entre las sementeras. Repentinamente cayó sobre los pocos españoles una nube de flechas, de que quedaron dos heridos. El resto con los indios aliados acometieron á los fugitivos, que con poca pérdida se salvaron en los montes. De los españoles heridos sanó el uno despues de muchos años. El otro, cristianamente preparado, murió á las dos horas, aunque habia muy poco penetrado en el muslo la

flecha amponzoñada. Fué cosa singular que cavando en la villa la scpultura un criado, á quien el difunto amaba tiernamente, cayó repentinamente muerto y bañado en lágrimas en la sepultura que preparaba á su amo, donde como uno de aquellos ejemplos de fidelidad que rara vez se ven en el mundo, fueron juntamente enterrados. En medio de estas revoluciones no dejaban de recoger muchas mieses los fervorosus obreros. Habian pasado de cuatro mil los bautismos entre párvulos y adul tos. Los nuevos cristianos se veian avanzar sensiblemente en el amor y adhesion de las santas prácticas de nuestra ley, A un niño de pocos años, despues de haberse confesado, preguntó el padre quién podia sanarle de aquellas enfermedades del alma, á que respondió muy afec tuosamente:,,Nadie, padre, en el mundo sino Dios, y tú en virtud de su palabra.” Un indio de la sierra en que habian entrado los padres, hallándose acometido de una grave enfermedad, y no teniendo algun padre con quien confesarse, anteponiendo la salud espiritual á la del cuerpo, caminó muchas leguas por confesarse, creyendo que habia de hallar en el Sacramento de la penitencia la quietud de su conciencia y el remedio de su enfermedad, como lo halló efectivamente, cooperan. do el Señor á la firmeza de su fe. Habíanse un poco excedido en la bebida algunos neófitos, inducidos de un perverso anciano: repre dió el padre la accion agriamente en el púlpito, y luego los delincuentes, hincándose de rodillas en presencia de todo el pueblo, confesaron su culpa y se condenaron á tomar una disciplina para satisfacer á la divina justicia. Faltaba uno de los culpados, y advirtiéndolo un viejo deudo suyo, le hizo que viniese al otro dia á la Iglesia é imitase en la penitencia á los que habia seguido en la disolucion. Tuvo un indio apasionado el atrevimiento de entrar á casa de una india á horas que estaba sola. Ella, revestida de indignacion al proponerle su torpe deseo, se le acercó disimulando el enojo, y quebrándole la flecha que traia en la mano, le quitó el arco y le dió con él muchos golpes, dicién. dole... ¿Y qué no sabes que soy cristiana, que nuestra santa ley prohibe toda impureza, que qigo la palabra del Señor y recibo su santo cuerpo? Así recompensaba el Señor con espirituales y sólidos frutos á sus ministros de lo mucho que cada dia tenian que sufrir en los continuos movimientos é inquietudes de los bárbaros.

En uno de aquellos intervalos, en que la fuga de los indios les dejó Mision á Cualgun tanto desocupados, como no sabe acomodarse bien con la inac- liacán. cion aquel fuego que consume á los hombres apostólicos, el padre Her

nando de Santarén con otro compañero, partió á Culiacán, donde ha bia dejado grande opinion desde la vez primera que visitó aquella provincia. En los españoles y en los indios se hizo un fruto copiosísimo con la publicacion del santo Jubileo. De ahí llamados de unos en otros pueblos, pasaron á la provincia de Topía y real de S. Andres. Los indios, por no perder la doctrina celestial de que estaban hambrientos, seguian á los padres de unos lugares á otros. En todos ellos salian á recibirlos con cruces altas cantando á coros la doctrina. Treinta poblaciones recorrieron, y hubo algunas en que pasaron de ochocientas las comuniones. La disciplina y el uso del santísimo Rosario, abrazaron con tanto fervor, que aun despues de cerrada la Iglesia venian muchos á disciplinarse ó á rezar en el cementerio. El vicario de Culiacán, algun tiempo despues de acabada la mision, escribe así: „Es de dar gracias á nuestro Señor, y despues á VV. RR., que los indios é indias de repartimiento que vienen por tanda de sus pueblos á servir á los españoles, traen muy de ordinario los rosarios en la mano, y que cl indio con su carga á cuestas, y la india con su cántaro al hombro, van y vienen rezando con harto ejemplo, y aun confusion de sus amos. El desinterés y el dulce trato de los misioneros, robó de tal suerte los ánimos de los indios, que enviaron á Sinaloa cuatro diputados con una carta muy espresiva al padre Martin Perez, superior de Sinaloa, para que la Compañía se encargase de aquellos pueblos, ofreciendo ellos pa sar á México á negociarlo con el Sr. virey y con el padre provincial. Progresos de Lo que la cercanía de los españoles no permitió lograr á los tahues, la mision de conseguian con grande utilidad suya los tepehuanes. El padre FranTepehuanes. cisco Ramirez avanzó este año hasta el valle de Atotonilco. Hay en él cinco pueblos que recibieron al padre con extrema alegría. Celebrados allí en la semana santa los sagrados misterios y reducidos á de. terminada poblacion algunos montaraces, de ahí volvió á la Sauceda, en que la hambre habia obligado á bajar de sus sierras un gran número de bárbaros, que oyercn por la primera vez las palabras de salud. Aquí tuvo noticia el fervoroso misionero de una pequeña poblacion no muy distante, en que hasta entonces no habia sido anunciado el reino de Jesucristo. Partió luego para allá, y preguntando á los moradores por qué no iban á la Iglesia á oir, como los demas la palabra de Dios, y á pedir el santo bautismo, respondiéronle que no iban á la Iglesia por no morirse: que los vivos no podian estar seguros entre los muertos: que ellos estaban en sus casas y los muertos en la suya; así llamaban ála

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