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Pero por sobre la circunstancia relativa al monarca, al cual se juraría obediencia, estaba la aspiración á la independencia; y en tal sentido los patriotas se propusieron concluir con la autoridad de los virreyes dejando que el tiempo y los acontecimientos resolviesen lo demás. Al efecto organizaron los elementos populares y militares de que disponían, y el 20 de mayo de 1810, diputaron una comisión para comunicar al virrey que habiendo caducado de hecho su autoridad, correspondía que el pueblo en cabildo abierto resolviese sobre sus destinos. El virrey se vió obligado á ceder, y el 22 de mayo la campana del Cabildo sonó para que el pueblo, dueño de sí mismo, reasumiese por la vez primera su legitima soberanía.

No obstante los esfuerzos de los representantes del partido español, congregados en la casa consistorial, en esa memorable asamblea que debía de dar sér á seis repúblicas, prevaleció el principio ya enunciado, de que la América debía obediencia al monarca que juró que caducando éste caducaban las autoridades que de él emanaban, y que en consecuencia, correspondía al pueblo elegir las que debían velar por su seguridad. Tal era la doctrina establecida por los políticos y pensadores peninsulares y robustecida por los hechos que la hicieron prevalecer en las provincias de España. Entre otros, el letrado Elola en sus reputados preliminares á la Constitución de España, demostró cómo la corona era puramente electiva: que por la renuncia de Carlos IV en Bayona, la dinastía de Borbón perdió todo derecho á ella, incluso Fer

nando VII que sólo sería rey por la elección aclamada del pueblo que este no es el patrimonio de ninguna familia ni persona, y por lo mismo le pertenece el derecho de establecer sus leyes fundamentales y adoptar la forma de gobierno que más le convenga, ha sido la doctrina de las cortes. desde 24 de octubre de 1810 y por los artículos 2 y 3 de la Constitución española que Fernando necesita jurar (art. 173) si quisiere ser rey ". Y fuerte en este orden de ideas, y de acuerdo con el precedente que establecían las provincias de Sevilla, Cádiz y demás de la península, la comuna de Buenos Aires en cabildo abierto del 25 de mayo, declaró caduca la autoridad del virrey é instaló solemnemente su autoridad propia en la Junta provisional de las Provincias Unidas del Río de la Plata, á nombre del señor don Fernando VII, eligiendo presidente de la misma al jefe militar más conspicuo en esos momentos que lo era el coronel don Cornelio de Saavedra, y secretarios al doctor Juan José Passo, tribuno fogoso y contundente en el Cabildo del día 21, y al doctor Mariano Moreno, alma, numen y fuego de la revolución que recién iba á comenzar en el terreno fértil de la idea.

Iba á comenzar, si: muchos de esos hombres principales que colaboraron en la revolución de mayo, en sus viajes á la metrópoli, al Portugal, á Inglaterra y á Francia, habían visto de cerca la vida civilizada bajo el régimen en que ellos se habían educado. Y al comparar una y otra vida, y al pensar en el futuro y en los hijos, la idea de una vida mejor, debió de sonreirles como grata esperanza del cora

zón. Los más jóvenes, los que no se sentían atados á tradiciones, y que habían nacido cuando se producía el levantamiento de las colonias inglesas de Norte América, y escuchaban como el eco de una regeneración las grandes explosiones de la revolución francesa, miraron la cuestión desde un punto más radical, pues las ideas de Paine, Mably, Rousseau y los enciclopedistas constituían, en su sentir, la base de las instituciones á cuya dilatación consagrarían sus fervores políticos.

Y si el elemento aristocrático y acomodado de la comuna de Buenos Aires fué el que llevó á cabo la revolución del 25 de mayo, es lo cierto que todos los ciudadanos viejos y jóvenes la secundaron, porque como ya queda dicho, después de haber rechazado á los ejércitos británicos, la idea de la independencia fué el ideal del núcleo nativo y dirigente, y nadie hizo cuestión más que de la oportunidad de llevarla á cabo.

Pero en seguida de haber caducado el virrey y de las aclamaciones con que se saludaba los primeros actos de la Junta provisional de las provincias del Río de la Plata, se diseñaron las dos tendencias que debían pugnar por su predominio en el nuevo teatro abierto á las mejores aspiraciones,— la de los patriotas aristocratas que querían cimentar la independencia sobre la base de la monarquía constitucional, y la del pueblo, que por una intuición exactísima en sus destinos futuros, seguía á sus tribunos que proclamaban la necesidad de completar la obra de la independencia por medio del establecimiento de la república.

Ambos partidos, si de tal podían entonces calificarse, estaban poseídos de impulsos generosos hacia la libertad; pero el uno creía asegurar el presente sobre la egida de las ideas en que se habían educado, moderadamente aplicadas; y el otro tendía sus vuelos al porvenir rompiendo, desde luego, con la tradición política y social, y confiando demasiado en la virtud de esta innovación sobre el sentimiento de las multitudes.

Así, mientras don Manuel Belgrano y los suyos daban bandera al elemento dirigente colocando como epígrafe de la Gaceta de Buenos Aires esta sentencia de Tácito: Rara temporum felicitate ubi sentire que vælis et quæ sentias dicere licet, Don Mariano Moreno que en el año anterior ya había levantado la voz de la patria demandando libertades en su Representación de los hacendados, con razones tan buenas como las que se podía generalizar hoy para conservar esas libertades, desplegaba francamente la bandera republicana, anticipándose quizá al tiempo como si previese su fin próximo.

Erigiéndose en árbitro de la Junta de gobierno, estableció perfecta igualdad entre los miembros de ésta, sentando que no tendrían carácter público sino en el desempeño de sus funciones. Prohibió las aclamaciones públicas en favor de determinados individuos de la misma "si éstos son justos, decía el decreto, vivirán en el corazón de sus conciudadanos ellos no aprecian bocas que han sido profanadas con elogios de los tiranos ". Abolió el ceremonial y los honores en las fiestas pú

blicas y solemnidades religiosas, porque, continuaba el decreto, "el Exmo. Cabildo, á quien toca la presidencia y gobierno de aquellos actos, será únicamente el que tenga una posición de preferencia; y porque "las autoridades civiles no concurren al templo á recibir inciensos, sino á tributarlos al Sér Supremo. Y para llamar al sentimiento popular, desterraba á un ciudadano que pretendió se confiriese honores singulares al presidente de la Junta, porque, "un ciudadano de las Provincias Unidas ni ebrio ni dormido debe tener impresiones contra la liberdad de su país" (1).

Así se diseñaba la lucha entre las dos tendencias de la revolución. Para apreciarlas á la luz de los hechos que las dieron sér y que las inantuvieron paralelas mucho más tiempo del que á una de ellas asignaba la impaciencia de los pueblos, es necesario buscar pacientemente los antecedentes en la acción de los gobiernos y diplomatas de la primera y segunda década revolucionaria, la cual se mantuvo oculta y reservadísima, como si los distinguidos hombres que la ejercitaron temiesen que su posteridad los acusase de haber conspirado contra el voto enérgico de la nación, buscando en la monarquía la solución de la política institucional.

Medio siglo después, un ciudadano ilustre, Adolfo Alsina, había de consagrar con el consenso de todo el país y en medio de dificultades que se an

(1) Gaceta de Buenos Aires. Extraordinaria del 8 de diciembre de 1810, en mi colección.

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