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confusiones que jamás aprovechan á la verdad, sino á sus enemigos. ¿Quién no sabe, verbigracia, que en la época en que fué concedida á los Príncipes católicos la facultad de presentar para ciertos beneficios eclesiásticos á las personas que habían de ocuparlos, una vez que la Santa Sede les confiriese la institución canónica, el verbo nombrar no era entendido por nadie en el sentido que se le da hoy vulgarmente de conferir empleo ó dignidad, sino en el recto de dar el nombre ó designar? Pues de esta confusión léxica quieren sacar partido los cesaristas modernos, para sostener el absurdo de que la facultad de los Príncipes no es la de presentar ó dar el nombre de una persona, que Su Santidad puede luego elevar ó no al Episcopado, sino la de hacer Obispos, como decía M. Combes en sus últimas cuestiones con la Santa Sede.

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Confusiones semejantes encuéntranse á cada paso en la materia que es objeto de este libro. En los años, por ejemplo, que precedieron al Concordato, la palabra propietario restringiase en el lenguaje jurídico y politico español al dominio de los bienes inmuebles; à nadie se ocurría que un dueño de valores públicos fuese llamado propietario, y esto explica por qué los moderados, incluso Donoso Cortés, á la vez que sostenían la injusticia de la incautación de los bienes eclesiásticos-el inmenso latrocinio de la desamortización, que ha dicho Menén

dez y Pelayo-y la necesidad de repararla concediendo á la Iglesia una indemnización, decían que el Clero no debía ser propietario, por estar imbuídos en las ideas desamortizadoras; querían que la Iglesia tuviese bienes, pero no inmuebles, es decir, lo que después de muchas discusiones y vicisitudes vino á consignarse en el Convenio adicional al Concordato, aunque sólo para los bienes que aún poseía la Iglesia, y reconociendo á ésta la plena capacidad jurídica para adquirir y poseer bienes de toda clase en lo futuro.

Como este caso pudieran citarse muchos, que, contados ó expuestos aisladamente, es decir, sin tener en cuenta el cuadro histórico de que formaron parte, resultan incomprensibles para la posteridad, ó provocan las interpretaciones más inexactas. Por ejemplo: ¿cómo comprender la negativa del Gobierno á ratificar la Conventio, si no sẹ sabe la oposición formidable que suscitó este acuerdo, aun sin ser conocido, ó siéndolo por una versión equivocada del Times, de Londres? Todavía en 1853, cuando se publicaba en Madrid la versión de la Historia eclesiástica, de Berault-Bercastel, y un veterano escritor católico componía en un Apéndice el relato, por cierto circunstanciado y documentado, de las relaciones de España con la Iglesia desde 1833 hasta 1852, se daba por texto auténtico de la Conventio la inexactísima referencia del Times, que

nadie había negado oficialmente. Y tampoco se concibe la oposición que se levantó contra la Conventio aun en el campo católico, y ¿por qué no decirlo? aun entre el Clero y los Religiosos exclaustrados, si no se aprecian en conjunto las circunstancias de lugar y tiempo en que se produjo. Confiábase todavía entonces en una restauración completa, por el estilo de la de 1824, que volviese las cosas al ser y estado que tenian á la muerte de Fernando VII, y cuanto no fuera esto sonaba á capitulación y abdicación, ó, como se decía en el lenguaje pintoresco de la época, á pastel.

Y basta de proemio, querido lector; con lo apuntado creemos que hay lo suficiente para que te formes idea del objeto, tendencia y carácter del libro que te ofrecemos. ¡Quiera Dios que hayamos sabido escribirlo siquiera regularmente, y que te sirva de algún provecho!

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NMEDIATAMENTE después del ternísimo episodio que motivó las sublimes palabras: Dejad que los niños vengan á Mí, porque de ellos es el Reino de los Cielos, y de haber enseñado Jesucris to que el matrimonio es indisoluble y de institución divina, pero que no todos los hombres son para casados, puesto que hay incapacidades naturales y adquiridas que lo impiden á muchos, añadiendo que quien por amor al Reino de los Cielos renuncia á los goces de la carne, aun siendo legítimos, abraza un estado más perfecto que el de familia, refieren los evangelistas el lance de aquel joven, persona principal, según San Lucas, que, saliendo al encuentro del Salvador, é hincándose de rodillas ante Él, como puntualiza San Marcos, le preguntó:

-Maestro bueno, ¿qué haré para conseguir la vida eterna?

Y Jesús le dijo:-Guarda los mandamientos.

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-Tú ya sabes - replicó el Señorcuáles son los mandamientos: no matarás, no adulterarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, honra á tu padre y á tu madre, amarás al prójimo como á ti mismo.

Pero el joven quería más; sentía en su alma un afán de perfección moral que no se saciaba con la observancia de estos preceptos, obligatorios para todo el linaje humano. Así que repuso:

-Yo he guardado todo eso desde mi juventud. ¿Qué me falta aún?

Jesús entonces le dijo: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo á los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y ven, y sígueme.

He aquí marcada con maravillosa claridad y admirable precisión de términos por el divino Fundador y Legislador de la Iglesia, una de las bases, por decirlo así, fundamentales, de la constitución inalterable de esta sociedad, por Él establecida para la salvación de los hombres; hay dos maneras de vida cristiana: una, es la común y ordinaria; otra, la de los que ansían ser perfectos, y

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