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de su entusiasmo anticlerical, diciendo:

Es imposible que se diga nada más expresivo, terminante, conminatorio, que eso que afirmaba Narváez á la distancia de sesenta años de nosotros, en los albores del régimen constitucional.. Hay en tales palabras el vigor de una resolución honda, adoptada serenamente, previendo los peligros del avance del clericalismo. Y lo dice, no como un liberal que repugna autorizar el restablecimiento de las Ordenes expulsadas, sino como un conservador de la buena cepa, atento, sobre todas las cosas, á la defensa del orden, á cuya causa había consagrado su vida entera.

¿No está ahí, en ese concepto, justificado el alzamiento del país contra semejantes invasiones del poder teocrático en su existencia civil y política? ¿No se está oyendo el tono seco, duro, que refleja la expresión de una profunda verdad? ¿No hay en la frase el acento de una ruda franqueza militar que corta una cuestión definitivamente, porque no está en el caso de que se interrumpa su función con pretensiones imposibles? ¿No establece con ello el estadista moderado la estrecha solidaridad que deben mantener entre sí todos los Gobiernos de un pueblo, acatando la suprema -sanción de la Historia? ¿Es qué, después de leer eso, cabe duda alguna acerca del verdadero espíritu de la época? Narváez no quiere que se restablezca una sola Orden regular.»

Pues tras todo este aparato de retó. rica anticlerical, resulta que quien no sólo aceptó las Bases preliminares, ..como presidente del Consejo que era á la sazón, entre las que iba la séptima, sino quien decidió su aceptación, fué el general Narváez.

Castillo y Ayensa, no queriendo fiar al correo la nota del Cardenal Lambruschini, ni confiando en el ministro de Estado, Martínez de la Rosa, las trajo él mismo á Madrid... Pero dejemos que nos cuente este episodio otro escritor, no muy afecto tampoco á la Santa Sede, aunque no de la laya de Morote; nos referimos á D. Juan Valera, quien refiere que, llegado á Madrid el Sr. Castillo, asustaron las Bases, por exagerada· mente romanas, á Martínez de la Rosa y al ministro de Gracia y Justicia.

«Pero el Sr. Castillo (dice) apeló al presidente del Consejo, Narváez, para oponer la energia de su carácter á la indecisión de sus meticulosos compañeros. Así se dió el caso de que el Sr. Castillo, despreciando la autoridad de su jefe, acudiese contra ella en alzada á Narváez, y de que éste decidiera que el asunto de las Bases se viese en Consejo de ministros, asistiendo en él, como verdadero ponente, el mismo Sr. Castillo, á fin de defender su obra.

>Sin entrar aquí en cómo el asunto se discutió, bástenos decir que Narváez, que ansiaba vivamente el reconocimiento de la Reina por el Papa, ansiaba más aún el saneamiento de las ventas ya hechas de bienes del clero; y llamando aparte, que no parece sino que lo está uno viendo, al Sr. Castillo, y con aquel ademán de franca fiereza que el Sr. Castillo notó en él en dicha ocasión, le exigió palabra de hoǹor, para resolverse á aceptar las Bases, de que la Santa Sede haría el saneamiento. Contestó el Sr. Castillo que la Santa Sede lo haría, que él lo prometía y que estaba prontó á firmar y á sellar la promesa con su san

gre. Al efecto, escribió un despacho allí y en aquel mismo instante, aunque aparezca con otra fecha y escrito en Roma, donde se da la más completa seguridad del saneamiento de los bienes vendidos una vez terminadas las negociaciones.

» El Sr. Castillo, en efecto, logró que las Bases fuesen aceptadas. Narváez lo quiso, y esto estaba por cima de las demás razones que se alegaron ó pudieron alegarse. El ministro de Estado, prosigue el Sr. Castillo, con su usual malignidad contra él, libre ya de la angustia en que su irresolución le había tenido, y aminorada su responsabilidad con la de sus compañeros, se encargó muy gustoso de redactar la minuta de la aceptación.

>Esta aceptación fué completa por todos estilos hasta donde puede ser completa la aceptación de unas bases, de suerte que el Concordato que sobre ellas se hiciese no podía ser reprobado por el Gobierno sino en sus pormenores, y no en las bases mismas ya aprobadas, á no ser que el gobierno careciese de constancia en sus ideas y propósitos. >>

Más circunstanciadamente lo cuenta Castillo y Ayensa en el tomo II de su Historia, siendo aquí digno de notarse que en el Consejo de ministros á que asistió el negociador en Roma, para nada se habló de las Ordenes Religiosas; la cuestión batallona era la de la saneación de las ventas de bienes nacionales, íntimamente relacionada con la de la dotación del clero; el Gobierno quería tres cosas á la vez: conservar la desamortización, indemnizar al clero por una dotación y sanear las ventas ya ve

rificadas; y estos tres puntos eran difícil de armonizar, aunque al fin y al cabo se armonizaron mejor ó peor; pero en aquel tiempo, la idea de propietario se unía más íntimamente que ahora con la de bienes raíces, chocando que á un tenedor de valores públicos se le llamase propietario, y no concibiéndose que la dotación del clero pudiera ser independiente del Estado, dependiendo su cobro del Tesoro. Como veremos luego, se halló al fin en el Concordato del 51 una fórmula conciliatoria, con más o menos inconvenientes prácticos, pero que en principio deja á salvo la independencia de la Iglesia y el carác ter restitutorio de la dotación de culto y clero, carácter que en la esfera legal conserva, reconocida por todos los gobiernos.

Pero dejando aparte estas consideraciones, más propias de una historia general del Concordato que del objeto especial de nuestro estudio, consignemos lisa y llanamente que el Gobierno aceptó las Bases preliminares, y entre ellas, y sin discusión, la 7.a, y que quien decidió esta aceptación fué el general Narváez, al que pinta Morote como enemigo sañudo de las Ordenes Religiosas, como un Combes con espadón y botas de montar.

XVII

La "conventio,, de 27 de Abril de 1845.Despacho y carta de Martínez de la Rosa.-Niégase el Gobierno á ratificar: por qué. La oposición á la "conven-. tio,,.

Consecuencia de la aceptación de las Bases preliminares fué el Convenio entre Su Santidad el Sr. Gregorio XVI, Sumo Pontífice, y S. M. Isabel II, reina católica de las Españas, ajustado en Roma á 27 de Abril de 1845 por el Cardenal Lambruschini y Castillo y Ayensa, y que no fué ratificado por el Go-bierno de Madrid.

Puede verse este documento (texto latino y castellano) en el Apéndice 2.o al Diario de las Sesiones de Cortes, que contiene los Documentos referentes al proyecto de ley de autorización al Gobierno de S. M. para ratificar el Convenio con Su Santidad, publicados á petición del señor senador Conde de Casa Valencia.

Hasta que se publicó en este Apéndice no ha sido conocido más que por los que han podido registrar el Archivo del Ministerio de Estado, y algunos particulares, como el del señor Marqués de

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