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para conseguirlo, en cuanto es dable á criaturas, han de dar de mano á todos los placeres de la carne, de la riqueza y de la voluntad propia, siguiendo siempre á Cristo, consagrándose enteramente á su servicio.

Cuando los Apóstoles oyeron al Maestro trazar este cuadro de vida perfecta, fundada en la renuncia de cuanto el hombre más apetece y ama en este mundo, de lo más conforme á su naturaleza, de lo que Waldeck-Rousseau llamaba, no hace mucho, derechos na. turales é irrenunciables de todo sér humano, no pudieron disimular su asombro, y aun hubo en sus espíritus algo de desaliento, expresado con la frase: ¿Pues quién podrá salvarse? es decir, ¿quién podrá hacer estas cosas tan arduas y difíciles que nos recomienda el Maestro? Pero Este les respondió:

-Esto es imposible para los hom· bres, mas para Dios todo es posible.

Con lo que dejó sentado que la vida perfecta, ó de práctica de los consejos evangélicos, es de orden sobrenatural, y por eso no debemos maravillarnos de que los que desconocen ó niegan este orden, es decir, los racionalistas, los incrédulos, los anticristianos, desconozcan y nieguen también hasta la posibilidad de que se practiquen estos consejos de perfección, y ante el hecho de

haber hombres y mujeres que se dicen consagrados á practicarlos, traten de explicar el para ellos incomprensible femómeno, ó por locura ú otro defecto mental, ó por hipocresía. Esto es lógico dadas las ideas que los incrédulos afectan profesar; lo incomprensible es que algunos, llamándose cristianos y ofendiéndose cuando se pone en duda su fe en las palabras de nuestro Señor Jesucristo, contradigan las clarísimas con que distinguió el Redentor la vida de perfección de la común ú ordinaria de los cristianos, y no hagan cuenta de la divina asistencia, prometida solemnemente á los que, solicitados por su gracia, suben el escarpado monte, á las fuerzas humanas inaccesible, de la perfección evangélica.

Todavía insistió Jesús en marcar esta distinción fundamental. San Pedro hubo de decirle:-He aquí á nosotros que lo hemos dejado todo por seguirte. ¿Qué recompensa tendremos?

Y el Maestro le respondió:

-En verdad os digo, que vosotros que me habéis seguido, cuando en la regeneración se siente el Hijo del hombre en el trono de su majestad, os sentaréis también vosotros en doce sillas para juzgar á las doce tribus de Israel. Y cualquiera que dejase casa, ó hermanos, ó hermanas, ó padre, ó ma

dre, ó mujer, 6 hijos, ó tierras por Mi Nombre, recibirá ciento por uno, y poseerá la vida eterna.

A la diferencia de vida corresponde, como es justo, una diferencia de recompensa. Y es muy misteriosa esa promesa de poseer la vida eterna, que por la estructura sintáxica del período parece anunciar, no sólo la vida eterna para después de la muerte, que es cosa común á todos los buenos cristianos, sino como un anticipo de ella en este mundo; la vida de perfección evangélica, en efecto, aseméjase á la de los bienaventurados, en ser de todo punto espiritual. El que la profesa, y no es infiel á su vo· cación, anticipa en cierto modo para su alma el estado natural de todas las almas en el Paraíso.

La Iglesia católica, fidelísima depositaria de la enseñanza de Cristo, facilitó siempre á las almas escogidas el medio de practicar los consejos evangélicos; de aquí las Instituciones que ha creado y sostenido en todos los momentos de su historia, para llenar este fin, que es esencial en su constitución, como fundamentalmente trazado por el mismo Jesucristo.

En un principio, cuando la Iglesia naciente no contaba más que con un reducido número de apóstoles y discípulos, ansiosos todos de la perfección, la

Iglesia entera pareció un solo monasterio, ó lo que diríamos hoy, una comunidad religiosa. Todos los que creían, dice San Lucas en los «Hechos de los Apóstoles», estaban unidos y tenían todas las cosas comunes. Vendían sus po sesiones y haciendas, y las repartian á todos, conforme á la necesidad de cada uno. Diariamente perseveraban todos en el templo, y partiendo el pan por las casas, tomaban la comida con alegría y sencillez de corazón, alabando á Dios y hallando gracia con todo el pueblo. Y el Señor aumentaba cada día los que se habían de salvar en esta unidad» 1. Y en otro pasaje: «De la muchedumbre de los creyentes el corazón era uno y el alma una; ninguno decía ser suyo nada de lo que tenía, sino que eran comunes todas las cosas... No había necesitado entre ellos, porque los dueños de campos ó casas vendíanlos, trayendo el precio á los pies de los Apóstoles, y se repartía á cada uno según lo que había menester» 2.

No andaba, pues, descaminado Renan cuando escribió 3 que la primitiva Iglesia fué un convento, aunque sí lo estuvo al afirmar que sólo en el conven

1 Cap. I.--De 44 á 47. 2 Cap. IV.-32, 34, 35, 36.3 Los Apóstoles.

to se puede realizar el ideal de la vida cristiana, y que el abandono de aquel género de vivir en común todos los cristianos, significara decadencia para la Iglesia. Son los que se consagran enteramente á Dios la porción escogida del rebaño del buen Pastor, lo que supone rebaño de donde escoger, ó sea pueblo ó común de los fieles; la Iglesia, lejos de odiar la vida civil y doméstica, ha sido su ennoblecedora y sustentadora por excelencia, sabiendo que fué Dios quien creó á la mujer para carne de la carne y hueso del hueso del varón, y ambos como una sola carne, y Jesucristo quien elevó el matrimonio á la dignidad de sacramento. La comunidad á que se refiere San Lucas duró brevísimo tiempo, según lo acredita el mismo historiador sagrado, contándolo en pretérito, como cosa pasada y muy pasada, y eso que el Santo escribió á mediados del siglo 1, y jamás se impuso como una obligación á los cristianos; el episodio de Ananías y Safira lo demuestra: San Pedro reprendió á estos esposos, no porque se hubieran quedado con sus bienes, sino porque trataran de engañar á la Iglesia simulando una donación que no habían hecho. Ananías, dijo el Apóstol, ¿por qué has mentido al Espíritu Santo?... ¿No es verdad que conservando el precio del

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