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suena; en regular castellano, lo que quie. re decir el párrafo es que si el Concordato de 1808 no contiene ninguna declaración favorable á las Ordenes, tampoco contiene ninguna contraria; fué lo primero, porque Napoleón no lo hubiera suscrito en otro caso, y fué lo segundo, porque Pío VII no lo consintió. El Papa se avino á no tratar en el Concordato de las Ordenes, perc no á que se introdujese palabra alguna contra su restablecimiento. Fué un punto de que no se habló, en un tratado en que no había necesidad absoluta de hablar de todo.

Y en el período en que Napoleón quiso tener contento á Su Santidad, su conducta con las Ordenes Religiosas no fué la que podía temerse de sus antecedentes y preocupaciones. Lejos de eso, no sólo consintió, sino que llevó á los establecimientos de beneficencia y enseñanza pública á las Hermanas de la Caridad1, puso todas las Congregaciones Hospitalarias bajo la alta protección de su madre Leticia 2, autorizó para ense

1 A las así tituladas y á las de Santo Tomás San Carlos y las llamadas Vatelottes.--Decretos de 1.o, Nivoso, IX; 24, Vendimiano, IX; 28, Prainial, X; 22, Germinal, XII, y 3, Messidor, XII.

2 A instancias repetidas de Pio VII (Correspondencia de Napoleón.-Tomo X, págs. 248-249).-El decreto imperial es de 18 Febrero 1809.

ñar á los Hermanos de la Doctrina Cristiana y subvencionó á los Lazaristas, á los Padres de las misiones extranjeras, y á la Congregación del Espíritu Santo 2. Luego varió de rumbo, y sus cartas á Savary abundan en órdenes de proscripción contra los Religiosos, y en párrafos brutales de odio jacobino contra ellos. Y no todo fueron palabras; en una de sus cartas al odioso duque de Rovigo (29 Julio 1811), refiere como la cosa más natural del mundo que había tropezado en su camino con un convento de Trapenses, y que lo había hecho cerrar, y pasar por las armas al Superior.

VII

Enemigos de las Ordenes Religiosas en España.-Los filósofos.-Los economistas.-Siglo XVII.

En España, según hemos dicho ya, Erasmo tuvo partidarios, algunos ilustres, que sembraron en el pueblo cuentecillos y frases picantes y burlonas contra la vida religiosa, ó mejor dicho, contra los abusos, excesos y miserias

1 Decreto de 1808.

2 Decretos de 7 Praicial y lo Trimanio del XII; 2, Germinal, y 13, Praicial del XIII.

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que en toda vida humana son posibles 1, pero de ahí no pasó, y el fervor religioso del pueblo, la unidad católica, la reforma de las Ordenes por Cisneros y la posterior en el reinado de Felipe II, los Santos Fundadores y Religiosos que aquí florecieron, dando tanto lustre á la patria como á la Iglesia, todo, en suma, contribuyó á que nuestra España fuera en los siglos XVI y XVII la tierra clásica de las Ordenes, compenetradas enteramente con el modo de ser nacional. No faltó exactitud á D. Juan Valera al escribir que España, en el siglo de oro de sus armas y de sus letras, fué una democracia frailuna; democracia en cuanto que la unidad católica estableció una confraternidad moral entre todos los ciudadanos, que hizo imposible el abuso oligárgico, y frailuna, aludiendo á la influencia bien hechora de los Religiosos en la vida pública y privada de los españoles de entonces.

En el siglo XVIII fué cuando empezó á formarse aquí un núcleo contra las Ordenes Religiosas, y no por espontáneo

1 No ha mucho que un escritor anticlerical ha publicado una especie de florilegio de todos esos modismos, refranetes y cuentecillos antimonásticos, deduciendo nada menos de su colección que el anticlericalismo es aquí tradicional. De todos esos dichetes antiguos puede probarse la procedencia erasmiana.

desenvolvimiento del espíritu nacional, sino importado de Francia. La preponderancia política que alcanzó esta nación con Luis XIV, correlativa á nuestra decadencia, y el haber ocupado el trono una dinastía de origen francés, nos convirtió en satélites é imitadores de los franceses; todo lo de ultra-puertos fué servilmente copiado, desde la manera de escribir hasta el modo de vestirse, y lo bueno y lo malo de Francia entró en España sin obstáculo; París nos dió la moda en todas las cosas. Los elegantes, al volver de la ciudad del Sena, nos traían, no sólo el último figurín de las casacas, sino de las ideas. Así vinieron las de la enciclopedia, que antes de mediar el siglo XVIII tenían su corro en la corte. Quien quiera conocer aquel estado social de servidumbre francesa impuesta por la moda, lea los preciosos estudios del P. Coloma sobre La Duquesa de Villahermosa y El Marqués de Mora.

Tres grupos señaláronse desde luego en la invasión: el de los filósofos propiamente dichos, que formaban un gru- ́ po reducidísimo, pero, por desgracia, de personas de gran influencia por su posición social, por su talento é ilustración; el de los economistas, divulgadores de las doctrinas que la escuela fisiocrática había puesto en circula

ción, y la turbamulta de los admiradores de la ciencia é ilustración de extranjis, que se contentaba con vagas ponderaciones de la sabiduría de nuestros vecinos. Cada grupo desempeñó maravillosamente su papel.

Los filósofos, disimulando sus perversos designios, en correspondencia con los enciclopedistas franceses, y ligados con ellos por el vínculo fracmasónico, afectaban en España una piedad jansenística y un celo extremado por las regalías de la Corona. De este modo evitaron el choque con el pueblo y engañaron á los reyes, sirviéndose del poder absoluto para convertir el regalismo de cepa española en cesarismo á la francesa, y fueron los verdaderos autores de un tan odioso atentado como la expulsión de los Jesuítas.

Los economistas, mientras tanto, enseñaban públicamente las excelencias del individualismo, del laisser faire, laisser passer, y declamaban, señalándolo como uno de los males fundamentales de la agricultura española, contra la propiedad de las manos muertas, 6 sea la propiedad corporativa. Aunque no eran las Comunidades Religiosas las únicas que poseían bienes inmuebles, contra ellas enderezábase particularmente la declamación, y para el que

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