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campo quedaba para ti? 1 esto es, que nadie te lo hubiera exigido, y habrías podido disfrutarlo legítimamente.

No, en la época primitiva, como en todas las de la Iglesia, cuya constitución fundamental es inmutable, hubo, hay y habrá, por una parte clérigos y legos, y entre los clérigos una jerarquía divina de orden y otra de jurisdicción; y habrá también cristianos de vida común sometidos á los preceptos del Decálogo y mandamientos de la Iglesia, y otros ligados por un voto especial al servicio de Dios, practicadores de los consejos evangélicos. Una y otra distinción son de Derecho divino, y, por tanto, esenciales en la organización y vida de la Iglesia..

La historia de los tres primeros siglos ofrécenos vestigios clarísimos de hombres y mujeres, que, no contentos con profesar la doctrina de Cristo cuando esta profesión significaba el martirio, dentro de la Iglesia perseguida renunciaban á todo, consagrando á Dios sus personas y bienes, que cedían para el culto y para los pobres. Muy pronto aparecen los solitarios ó monjes, primero en Oriente y después en Occidente; más tarde los cenobios, verdaderos conventos en despoblado, de que San

1 Actas, cap. v, 3-4.

Pacomio fué institutor; y se cree, por el testimonio del historiador Sócrates, que San Basilio quien primero los hizo edificar en las ciudades. Es lo cierto que, viniendo esta institución á satisfacer por modo cumplido una necesidad espiritual, esencial en la vida cristiana, y por añadidura muchas grandes necesidades de la vida civil (enseñanza, cul. tivo de ciencias, letras y artes, beneficencia pública en todas sus formas y manifestaciones, y hasta cultivo de los campos en las épocas bárbaras), se desarrolló en breve tiempo prodigiosamente; y Asia, Africa y Europa se llenaron de monasterios, sometidos á diversas reglas, compuestas por santos padres y doctores, y siempre canónicamente aprobadas por la autoridad eclesiástica.

Durante siglos fueron los Obispos quienes aprobaban las reglas y autorizaban el establecimiento de Institutos religiosos. El crecimiento de la institución, las confusiones inevitables cuando falta una dirección común, y también la necesidad de velar contra los abusos que la malicia humana introduce hasta en las cosas más santas, movieron á Inocencio III á reservar á la Santa Sede la aprobación de reglas y erección de nuevos Institutos, así como el gobierno general de los ya establecidos, dejando á los Obispos la autorización par

ticular de las casas ó monasterios erigidos en sus respectivas diócesis..

Tal es, desde el Concilio IV de Letrán, el Derecho canónico sobre Institutos religiosos, principalmente contenido en las Decretales (libro III, títulos xxxi, XXXIV, XXXV, XXXVI y xxxvII), Sexto de las Decretales (libro III, títulos XIV, XVI, XVII y XVIII), Clementinas (libro III, títulos Ix, x y x1), Extravagantes de Juan XXII (título vi), Extravagantes comunes (títulos vn y 1x) y Concilio de Trento (Sesión XXV).

Según este Derecho, los Institutos se dividen en Órdenes propiamente dichas, llamadas también Religiones, y Comunidades de votos simples, que en España solemos llamar Congregaciones. Las primeras necesitan siempre la aprobación del Romano Pontífice; las segundas, mientras no salgan de una diócesis, y aun de varias, pueden ser autorizadas por el Obispo ú Obispos respectivos; pero esto considérase como un título provisional. La Santa Sede es la que otorga el definitivo.

Y ¡con qué circunspección y cuántas precauciones! Limítase primero á una mera alabanza de la intención del nuevo fundador; después, si el Instituto se ha difundido, producido ya frutos y merecido las recomendaciones de varios Prelados, viene el decretum laudis

instituti, en que ya es elogiada la institución; al cabo de años de práctica y beneficios, concede Su Santidad la aprobación, aunque sólo provisionalmente, por tres ó cinco años, y transcurridos éstos, es cuando se otorga la definitiva. Todavía para pasar de Congrega ción de votos simples á Orden religiosa se requiere un nuevo acto papal solemnísimo.

De todos estos Institutos se sirve la Iglesia, no sólo para la santificación de los que ingresan en ellos, anhelando cumplir los consejos evangélicos, sino para difundir por el mundo entero el buen olor de Jesucristo, para ejercer en unas partes (v. gr., en las misiones) la acción religiosa, social y civilizadora del Catolicismo, y en otras para coadyuvar con el clero, denominado secular, á esa misma acción bien hechura. Al modo que un ejército necesita tropas de línea, que son lo que se llama el grueso, la parte más fija, permanente y constitutiva del centro y reserva en las grandes batallas, pero también de tropas ligeras que van á la vanguardia, cubren los flancos, se meten en tierra enemiga y por parajes y sitios adonde no puede llegar el grueso de las tropas fácilmente, la Iglesia necesita del clero secular, que es su cuerpo de batalla contra el mundo, el demonio y la carne,

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y de Institutos religiosos, que son como sus partidas ligeras. El Clero secular y las Órdenes contribuyen, cada uno con sus medios propios y su organización, al fin común, que no es otro sino la santificación del género humano; uno y otros son instrumentos de la Iglesia, y gobernados por el Romano Pontífice, Vicario de Jesucristo; el Clero secular por medio de los Prelados ordinarios; las Órdenes por medio de sus Generales ó Prelados Regulares, y para asesorarse en ambas direcciones tiene Su Santidad un solo Cuerpo consultivo: la Congregación de Obispos y Regulares 1.

II

La intervención del Estado en la fundación y establecimiento de las Ordenes religiosas.

<<No creo, señores senadores (decía el ministro de la Gobernación, D. Alfonso González, en la sesión del 7 de Noviembre de 1901), expresar nada nuevo para quien haya puesto atención en

1 Quien quiera más ilustración sobre la materia tratada en este número, consulte cualquier libro de Derecho canónico, v. gr., el de Morales y Alonso (tomo II, lib. III, cap. XLI), Las Órdenes Religiosas y los Religiosos, de Buitrago (cap. 11), y Las Ordenes Religiosas y la intervención del Estado, artículo del P. García Ocaña en Razón y Fe (año primero, tomo II, pág. 474).

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