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Ayacucho, cuando anhelaba el reposo del hogar doméstico, sin que enturbiaran su pecho las ambiciones del poder.

Tan infame crímen no acalló un punto la grita de los partidos. El general López no tuvo reparo en decir que si el asesinato no se hubiera perpetrado en Popayán, él lo habría celebrado con un banquete.

De esta escena de miserias se destaca luminosa la figura de Mosquera. El digno presidente decretó que el ejército vistiera luto en señal de duelo, y fué tan vivo el suyo propio que le postró enfermo en el lecho.

« General, el Gran Mariscal de Ayacucho ha sido alevosamente asesinado en la montaña de Berruecos; » dijo Montilla. Y Bolívar, golpeándose en la frente, paró estupefacto y mudo ante tamaño infortunio.

El acontecimiento cayó con todo el peso de la más mortal de los congojas, sobre el dolorido corazón del expatriado, á tiempo que en Venezuela se alzaba potente, como clamor de muerte, el grito impio de: ! La expulsión de Bolivar!

Fué un íntimo amigo de aquel hombre, que

no tuvo siquiera la inviolabilidad que merece la desgracia, quien cumplió la triste misión de participarle las exigencías del Congreso venezolano; fué el Sr. Mosquera quien acabó de herir de muerte al amigo cuyas fueron las mercedes que le elevaron al poder.

En medio de las injusticias de la suerte y de los sibaritísmos de la crueldad, pugnaba por erguirse el remordimiento, y arrastrándose penosamente perseguía á los buenos. patriotas, para atarazarles el corazón.

Mosquera, acobardado por sus propios desaciertos, se refugiaba en Anolaima y, vencido luégo juntamente con Caicedo, abandonó el poder, que un pronunciamiento militar puso en mano del general Urdaneta durante la ausencia de Bolívar.

Urdaneta, cumpliendo como bueno, invitó á Bolívar á restituirse al mando; y á las muchas demandas de igual índole, uniéronse las de los ministros de la Gran Bretaña, del Brasil y de los Estados Unidos. - En tanto que la patria desterraba á Bolívar, las potencias extranjeras declaraban, por medio de sus repre

sentantes, que sólo él podía atajar en Colombia el desbordamiento de las pasiones políticas.

Ni paró en esto el favor de la reacción. También en Cartagena estalló un pronunciamiento militar, y amigos y admiradores de Bolívar quisieron proclamarle jefe del ejército. Empero, enamorado de los principios que informaron siempre su política, no accedió á los deseos de la Asamblea, fundando su negativa en que no la voluntad del pueblo, sino la tiranía de un motín, le encomendaba de nuevo la dirección del gobierno.

Partióse, pues, á Soledad y de allí á Barranquilla, llevando consigo el gérmen de padecimientos, más morales que físicos, que le guiaban aceleradamente á la muerte. El gobierno de Paez proseguía injuriándole cruelmente, en tanto que Ecuador, Bolivia y Nueva Granada honraban su memoria.

Las enfermedades le obligaron á embarcarse con rumbo á Santa Marta, y llegó á la isla en tal estado de gravedad que el doctor A. Próspero Reverend hubo de socorrerle inmediatamente en nombre de la ciencia; y, habiendo logrado

reponer algo de sus quebrantadas fuerzas, le permitió el traslado á San Pedro Alejandrino, quinta del Sr. Joaquin de Mier.

En el intervalo de dos días, el aire puro de la campiña pudo ejercer en los órganos de Bolívar la acción, tan enérgica como ficticia, que el galvanismo ejerce en los cadáveres. Pero aquella vida, exuberante de energías en el momento de derrocar un trono y de agitar, con el cataclismo del genio, al mundo americano, se escapaba á torrentes.

La primera alborada del día 10 de Diciembre principiaba á teñir de luz las sombras de la estancia, cuando el ilustre enfermo pidió los auxilios de la Iglesia; y luego de haber rendido culto á su fe católica, ungiéndose con los óleos de la muerte, se dispuso á tributar el último homenaje á su fe política, despidiéndose de los colombianos. El obispo Estévez le acompañaba en el amargo trance; un escribiente trazaba en el papel la postrera enseñanza del Redentor de un mundo, y Bolívar, con la resignación del martirio y la fe del apostolado, dictaba su testamento político ungido con el

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óleo bendito de amorosa frase, éco de la que profirió en la cruz el Redentor de la humanidad:

Yo les perdono!... Después, venciendo á la muerte, que le retenía en el lecho, logró incorporar el desfallecido cuerpo, y con lágrimas en los ojos y convulsa mano, rastreó, más que escribió, al pié del manuscrito, estas palabras, simbolo de la libertad en América: Simón Bolívar.

El 17 de Diciembre acaeció su muerte, en el momento mismo en que admiradores suyos proclamaban las proezas del héroe, y adversarios irreconciliables disputaban á la tierra los despojos de su nombre. Murió sin amargura, enviando á sus enemigos el sublime perdón del Crucificado, y acallando en el corazón la merecida protesta contra los fatalismos de la suerte.

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