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visión, del atolladero i miserable estado en que perseveraba. Mas aquel Señor, que, con estos rigores, le pretendia sacar dél, se le mostró segunda vez con aspecto mas severo i sumamente airado, dándole en rostro con su detestable vida, en que envuelto habia perseverado tantos años. Faltábale a este pecador el entendimiento i la razón, pues, con tan apretados trances, no acababa de rendirse a las piadosísimas entrañas de Cristo. Tercera vez, se le aparece; i descargando ya el golpe con la temerosa espada de su rigorosa justicia, medió el favor i amparo de la Santísima Virjen, que allí también se apareció, intercediendo por el ресаdor, i descubriendo sus virjinales pechos a su benditísimo hijo, de los cuales habia gustado el néctar de su leche, por la cual le rogó perdonase a aquel hombre tan descaminado, saliendo por su fiadora. Con esto, se aplacó el hijo benditísimo, compunjióse el pecador, cesó el castigo, i envainó Cristo la espada de su rigor; i el pecador, atónito i desalado, corrió i se arrojó a los piés del padre, con tantos suspiros i lágrimas, que abonaban la verdad del caso, i le disponian para una entera confesión, que hizo con estraño sentimiento; i recebida la gracia de la absolución, se apartó a pequeña distancia del padre a un lugar donde castigó severísimamente su cuerpo con una recia disciplina de sangre.»

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«Dando un dia la señal para que viniesen a la disciplina, cuenta el padre Ovalle, acompañó a los demás un hombre que, con una ocasión envejecida (amancebamiento), tenia rematada su alma. Este, cuando oia tocar, se acordaba de lo que en otras ocasiones, en aquella hora, habia oído platii movido de Dios, se esforzó a escapar de la que al presente tenia; i cual otro José, dejando la capa en manos de la mala hembra, resistiendo ella a la voluntad que mostraba de acudir a oír la divina palabra, venció la inspiración santa, i llegó a nuestra casa a tiempo que el predicador, con actos de penitencia sobre el salmo del Miserere, movia su auditorio con sus palabras. Estas penetraron de manera el corazón de nuestro José, que comenzó a gritar i pedir a voces misericordia, temiendo que, antes de partirse de allí, la habian de impedir sus pecados, i la tierra, o el cielo, ministros de la divina justicia, la habian de ejecutar en él. En fin, se le conceden treguas; i deshecho en lágrimas, antes de salir de nuestra casa, se postra a los piés de un confesor; i recibiendo el beneficio de la absolución, sin enjugar las lágrimas, se va a casa de su mala amiga; i con ellas, mas que con palabras, la persuade i trae a seguir sus pasos; i levantados entrambos de aquel atolladero, perseveran en el servicio de Dios.»

El mismo cronista citado refiere el caso que va a leerse.

«Otro se vino a confesar con uno de los nuestros, que también acababa de oír una de estas pláticas, en la cual le pareció que, con advertencia, el predicador enderezaba todas sus razones i palabras a él; i así se persuadió que, por revelación, habia penetrado su alma. Revuelto en estos pensamientos, se recojió confuso a su posada, donde de repente le pareció, no solo imajinariamente, mas en hecho de verdad, que lo subian en un alto monte, de donde se descubria una cima o despeñadero horrendo, tan poblado de fuego estrordinario, como lo es el lugar miserable donde los condenados pagan la justa pena de sus delitos, porque era sin falta el infierno. Los ministros de la divina justicia intentaban arrojarle allí, i él esforzadamente resistia, hasta que, deshecho en lágrimas, volvió en sí. Penoso del desvarío de su vida pasada, vino a nuestro colejio, postróse a los piés de un confesor, hizo relación de sus malogrados años en una confesión jeneral, dió cuenta del caso, i el confesor, crédito por los testigos abonados de lágrimas i sollozos que lo atestiguaban, con que quedó contrito i deseoso de correjir en adelante su vida pasada.»

«Yendo un padre a confesar una india que estaba en mal estado, dice el jesuita Miguel de Oli

vares, le avisó el padre de que debia dejar aquella mala ocasión; respondió que con todas veras proponia la enmienda; i en este punto, le pareció al padre que salia de ella un bulto entre una niebla, como puerco, que le atemorizó grandemente; mas, cobrando ánimo, i llamando a Dios, confesó a la india con mucho consuelo suyo; i acabada de confesar, murió con mucho dolor de sus pecados.»

VI.

Los gobernantes de las provincias hispano

americanas.

Los monarcas españoles dividieron sus dominios de América en virreinatos, i en gobernaciones o presidencias.

Los virreinatos comprendian dos o mas provincias; pero algunas de estas eran independientes de los virreinatos, salvo en casos mui raros i determinados.

La presidencia de Nueva Galicia o de Guadalajara, verbi-gracia, se hallaba incluida en el virreinato de Nueva España.

La del Cuzco, en el del Perú.

La de los Charcas, primero en el del Perú, i posteriormente en el de Buenos Aires.

La de Chile, por ejemplo, era gobernación o presidencia separada.

Otro tanto sucedió en el último período de la época colonial con la de Venezuela.

I así con otras.

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