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coanimamos á proseguir, confiando en que Nuestro Señor no le ha de negar sus auxilios.

Es adagio antiguo español, que nobleza obliga, y aunque V. S. I. y R. no la hubiera manifestado en los párrafos trascritos, tan benévola como honrosa para el que suscribe, era deber imprescindible del párroco de la Matriz poner el nombre prestigioso de V. S. I. R. en la portada de una Historia, en que tanta y tan gloriosa parte ocupan sus hechos.

Al dedicársela, no hago sino cumplir con el triple deber de gratitud, de respeto y de amor: tres títulos que estoy cierto no es posible rechace la benevolencia de V. S. I. y R.

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PROLOGO

Que es feliz el pueblo que no tiene historia, hemcs oido decir desde nuestra infancia; pero por historia entendian, sin duda, los que tales principios sustentaban, las glorias y blasones de que los pueblos se vanaglorían, mezclados con la sangre generosa de sus hijos.

Mas si por historia se entiende la narración del orígen de los pueblos, su progreso y el estado moral de la , actual sociedad, Valparaíso, como todo pueblo ha tenido origen, desarrollo y adelanto moral á que han cooperado en distintas épocas distintas sociedades y distintos individuos. Narrar lo que cada sociedad é individuo hizo en favor del progreso moral y religioso de esta población, será hacer su historia religiosa.

Y cuenta que siendo los individuos y sociedades que más han contribuido al progreso moral y religioso de nuestro Puerto, individuos y sociedades sujetas al poder de la Iglesia, haciendo la historia de lo que ellos hicieron, queda hecha la historia de la iglesia de Valparaíso. Nada encontrarán, ciertamente, nuestros lectores en la narración que produzca emociones de sensación. No hay en nuestras páginas escenas de sangre y asaltos violentos de murallas, ni combates ruidosos

A su consideración sólo pondremos hombres sencillos, pero llenos de virtudes, que sacrificaron sus días sin otro interés que el bien de sus semejantes.

La Historia de la iglesia de Valparaíso es, además, el termómetro que marca la moralidad de sus habitantes, y nos haremos un grato deber de consignar la parte que cada cual ha tomado en el desarrollo de los elementos que constituyen la grandeza de un pueblo.

Así que el conocer el origen de los que cooperaron eficazmente al adelanto moral de nuestra sociedad porteña, no puede mirarse con indiferencia por ninguno de los que estiman su progreso. Y ese ha sido y será nuestro principal objeto. Reyes y Presidentes, Municipios y Párrocos, comunidades religiosas y asociaciones de seglares serán puestos delante de nuestros lectores, juzgados por sus hechos y sin tomar para nada en cuenta sus personas.

Desde niños comprendimos que la historia no podía ser un libro de alabanzas, pero que tampoco debía de ser de cesuras, desde que es del todo imposible encontrar un hombre con virtudes solas que no tenga algún defecto, ni tan malvado que no tenga alguna obra digna de alabanza. Narrar todos los hechos imparcialmente y pasarlos luego por el escarpelo de la crítica, también imparcial del escritor, es como entendemos debe escribirse la historia. Creemos que el historiador está obligado á conocer lo bueno y á ponerlo á la vista de los lectores como digno de imitación; á distinguir lo malo y á vituperarlo, sin mirar en nada á las personas; pero teniendo en ambos casos presentes las circunstancias y los tiempos, las costumbres y doctrinas de la época. Si al historiador le falta este criterio, se expone á caer en apreciaciones apasionadas que desfiguran los acontecimientos y obligan á la mayor parte de sus lec

tores, á seguir los herróneos conceptos en que primero cayó el autor.

En las historias de América que hemos estudiado, con raras excepciones, los historiadores ni se han colccado en las costumbres de la época, ni menos han sabido separar los hechos de las doctrinas, complaciéndose en censurar acremente todas las disposiciones y condenar rigurosamente todos los preceptos; porque entre ciento buenos, encontrarán diez que repugnan con las ideas de nuestros días. Mas, vemos cargar en hombros de los mandatarios las faltas de obediencia de los que por interés ó por pasión parece hacían estudio de obrar en contra de lo que se les ordenaba, premunidos de que los legisladores moraban á tres ó cuatro mil leguas de distancia, y que ó no habían por consiguiente de tener conocimiento de su modo de obrar, ó que, dado caso de tenerlo, no les era fácil de hacerles sentir la sanción penal de su villana conducta.

Esto ha sucedido especialmente á los Monarcas españoles. Si éstos, en más de las siete mil cédulas reales que desde los volúmenes setecientos quince hasta el setecientos cincuenta y cuatro, que se conservan en la rica Biblioteca Nacional de Santiago, hubieran dejado una sola vez de proveer á las necesidades de los naturales de América; si cuando llegaban las quejas á sus oidos se hubieran desentendido de ellas, habría sobrada razón para tratarlos con indignación y desprecio, como lo hacen muchos escritores, pero cuando el simple aviso de un cura bastaba para que los Monarcas hicieran sentir su autoridad á los logreros y especuladores; confundir por sólo el placer de hallarlo todo malo, al juez con el reo, es algo que no puede resistir al juicio imparcial de las generaciones.

La historia no es, ni puede ser escrita con la pasión que se escribe en el diario. Éste se propone atraer vo

luntades y con ellas cooperadores que le ayuden á sostener ó derrocar las ideas y principios políticos del momento. El historiador sólo debe proponerse hacer conocer las costumbres de las épocas pasadas y los aciertos y desaciertos de los hombres y cosas que ya pasaron, para que sirvan de experiencia á los hombres del porvenir.

Á principios del siglo XVII, en el volúmen setecien

tos veintiuno, se encuentra una Real Cédula
que conde-
na á D. Juan de Rosales á cien pesos de multa, por no
haber amparado, como debía, al cacique D. Juan Pi-
chuccapque, que residía en Malloa, contra D. Blas de
los Reyes que se apoderó de sus indios y los llevó á su
estancia de Aculeo, obligando no sólo á dejar en libertad
á los naturales, sino á restituirlos al dicho cacique. Para
que el Rey obrara de este modo, bastó que D. Juan
Escobar, cura de Malloa, hiciera llegar la queja á él.

¿Habría criterio con envolver al Rey que ampara, con los que abusando de sus puestos cometían la mayor de las infamias, separando á los naturales de los hogares?

En mil seiscientos noventa y nueve, con fecha veintidos de Mayo, se ordena que á los naturales de estos reinos se les haga capaces, como súbditos que son de Su Majestad, de recibir honores y empleos ilustres. iguales á los que Su Majestad daba á los españoles para premiarlos.

En mil seiscientos sesenta y dos, ordenaba á los Vireyes, Capitanes Generales y Gobernadores tratar bien y defender los derechos de los naturales; condenando ocho años después con excomunión á los Clérigos y Órdenes Religiosas, que traficaran ó no dieran buen trato á los indios.

No terminaríamos, si quisiéramos hacer historia de los modos y maneras cómo los Monarcas se empeñaban

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