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visten carácter civil y entrañan gravísimas consecuencias especialmente para los editores.

Según hemos ya indicado, toda obra que no haya sido registrada en el tiempo y forma prevenidos por la Ley pertenece al dominio público, temporal ó definitivamente (arts. 38 y 39 de la Ley), y fuera, por lo tanto, del comercio usual de las cosas, sin que nadie pueda apropiársela, porque no es apropiable por su naturaleza, y excluída del dominio particular.

Ahora bien: si el registro es el origen de donde se deriva la propiedad intelectual, sólo puede intentarlo ó verificarlo el autor de la obra, si no la ha enajenado ó bien aquel que por cualquier título de dominio la haya adquirido.

Prescindiremos del primer caso, porque, como origen de la obra y de su derecho, nadie tiene personalidad para intervenir en sus acciones, toda vez que si sin registro no hay propiedad, sin obrå no cabe la existencia del registro. Mas en el segundo caso varían por completo las condiciones, precisando, ante todo, tener en cuenta que los adquirentes, mediante título de dominio, adquieren todos los derechos civiles que residen en el autor, menos aquellos que taxativamente reserva á éste la Ley especial, salvo, sin embargo, pacto expreso en contrario, como la cesión del derecho de reproducción, exposición, colección, etc. De ahí resulta como indudable que si la obra ha sido enajenada, como generalmente acontece, antes de publicarse, ó después, pero dentro del

primer plazo legal para el registro, sin que éste se hubiese efectuado, sólo el adquirente puede llenar esta formalidad, ya que es el dueño legítimo de la propiedad que se ha de corporizar con total exclusión del autor, puesto que con la enajenación ha perdido toda personalidad para llevar á cabo la inscripción.

Así pues, resulta que lo primero que ha transferido el autor, es la propiedad de su obra con las condiciones que la Ley le atribuye para que la disfrute durante todo el tiempo que aquélla autoriza, sin menoscabo, no obstante, de los demás derechos que la misma le reserva para sí ó para sus herederos, de los cuales no está en su mano disponer (art. 6.o de la Ley).

La propiedad, pues, existe en el momento de la enajenación; mas para el adquirente, esta adquisición es temporal, y una vez finido el plazo de su disfrute, veinticinco años después de ocurrido el fallecimiento del autor (art. núm. 6 de la Ley), puede pasar á poder de un tercero por ministerio de la Ley, siendo preciso para que la propiedad subsista, que la operación quede realizada.

Mas si el adquirente no registra la obra y deja, por descuido ó negligencia, que ocurra el perecimiento de dicha propiedad, puesto que en tal caso entra la obra de lleno en el dominio público y la Ley la declara desde aquel momento inapropiable en absoluto, se convierte en objeto de especulación de la generalidad ya que cualquiera puede reproducirla, los perjuicios

materiales que tal situación arrastra no sólo alcanzan al adquirente, sino á los herederos del autor que tienen el derecho de recoger esta propiedad á los veinticinco años de la defunción de aquél, y que por dicha falta se encontrarán verdaderamente perjudicados, ya que la Ley no les da término para vindicarla si la obra se halla ya en el dominio público.

Planteada la cuestión en este terreno, claro es que, con arreglo á lo establecido en el derecho común, todo el que causa daño en los suyos á un tercero está obligado á resacirlos en la forma que proceda, pudiendo originarse una serie de reclamaciones judiciales, cuya entidad y cuantía puede resultar asaz importante para los editores ó adquirentes de las obras literarias ó científicas no registradas.

TRADUCCIONES

El derecho de traducción es, sin género de duda, uno de los que mayor gravedad entraña de cuantos la ley concede, puesto que su uso y aplicación ofrece variados caracteres.

Una cuestión de grandísima importancia asalta. desde luego, de difícil resolución, puesto que en la legislación de todos los países no se han marcado los jalones necesarios para deslindar si la asimilación se aproxima en determinados casos á la traducción. Basta para ello examinar las disposiciones que acerca de este particular rigen en todos los Estados que se han preocupado de amparar las producciones de la inteligencia, para comprender, en toda su extensión, las dudas que han embargado el ánimo del legislador. Las leyes de la mayor parte de los países determinan la extensión del derecho que cabe al autor y al traductor, asimilando, por lo que á su labor corresponde, á este último con el que compete al creador de la obra por lo que á la versión se refiere, si

bien estableciendo diferencias en lo que respecta al período de posesión.

Al comparar las disposiciones que acerca de este particular rigen en los diversos países que poseen Ley especial de propiedad, se deducen, en tesis general, las siguientes conclusiones: el derecho exclusivo de traducción reside en el autor, cuando éste así lo haya expresado al publicar la obra original ó bien si ha publicado ú autorizado la traducción durante un período determinado, en el bien entendido que esta facultad se halla limitada por disposiciones y acuerdos tan especiales y concretos cual los consignados en el art. núm. 5 del Convenio de Berna, modificado en la Conferencia de París de 1896.

Cuanto á la legislación española, resulta que es considerado como traductor todo aquel que así lo consignare al frente de las obras que publique, siempre que no existan en los convenios internacionales estipulaciones especiales que lo contradigan (art 4.o del Reglamento), correspondiéndole el derecho de propiedad de su traducción en los siguientes casos: 1. Si la obra original es extranjera y no lo impiden los convenios internacionales. 2.o Si es española y ha pasado al dominio público; y 3.o Si se ha obtenido el correspondiente permiso del autor (párrafo 2.o del artículo 2.o de la Ley). De suerte que la concesión del derecho de propiedad al traductor, deberá entenderse siempre sin perjuicio de lo que se consigne en el articulado de cada uno de los convenios que España

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