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no siendo tampoco de escasa importancia el que pueden reportar á la sociedad tales medidas.

Más severo, en esta parte, el Código francés, reformado en 1852artículos 44 y 45-estableció reglas de tal rigor, que hasta hubo de imponer á los penados la prohibicion, despues de haber sufrido sus condenas, de presentarse en ciertos lugares, obligándolos á minuciosos requisitos, para escoger y fijar el punto de su residencia y hasta castigando su desobediencia á los mismos, con prision correccional, que podia elevarse á cinco años.

Así como un padre puede y está en el deber de imponer obligaciones coercitivas à su hijo, que falta á sus deberes, para hacerle entrar en su cumplimiento y poner freno á su extravio; de la propia manera la autoridad debe tener ese derecho de tutela sobre los criminales, que han extinguido sus condenas, todavía no bastantes á su fin, segun la ley, para evitar los trastornos, que pudieran producir sus malos hábitos.

Parécenos, por lo tanto, más completa, y que llena más su objeto, la escala general de las penas, contenida en el artículo 24 del Código de 1850, con la supresion de la argolla, que la señalada en el 26 de el de 1870, cuyo importante vacio dejamos apuntado.

La pena de muerte ha venido figurando siempre, por regla general, como la primera y más ejemplar, al frente de todos los Códigos de Europa.

Pero si todos los jurisconsultos convienen en la legitimidad del derecho de castigar, que asiste à la justicia humana, dentro de una sociedad bien organizada, á fin de prevenir, entre los indivíduos que la constituyen, los yerros y daños, que en perjuicio de las más puedan cometer los ménos, no todos están conformes, de igual modo, en que ese castigo social se eleve hasta la muerte.

La justicia de la pena, una vez cometido el crímen, que la produce, y averiguada la verdad de la imputacion, respecto del culpable, á quien se aplica, queda siempre grabada, por sí misma, en la razon y en la conciencia de cuantos se fijan en ambas circunstancias.

Dado el delito, el castigo es necesario.

No es nuestro ánimo, ni al objeto principal de nuestro libro importa,

entrar en el exámen de las diferentes teorias, que fundadas en el derecho de propia defensa. aplicado á la sociedad, se han iniciado, sostenido y combatido entre los jurisconsultos, que han escrito, con larguísima extension, de esta materia.

Creemos, sin embargo, y dejamos consignado, como preliminar á lo que, sobre este importantísimo asunto, vamos á exponer, que nuestra opinion, es, de todo punto, favorable á la idea, no solamente de la utilidad, sino de la necesidad del castigo social, elevado hasta la última pena, siempre que se contenga dentro de los justos limites de la más exquisita prudencia; siempre que se imponga con exacto conocimiento del mal causado, y siempre que se ajuste á la cuantía del mismo y á la suma de reparacion, que de él resulte.

Esta es la justicia.

Pero si la legitimidad de la pena consiste en el interés, que de ella reporta la sociedad; si lo que justifica el castigo del hombre por el hombre, es la necesidad del escarmiento en los demás, ¿cabe en esa concepcion de la necesidad y del interés que se agita en el espiritu, y que tiene por objeto el privar á uno de su bienestar, para asegurar por este medio el bienestar de los demás; cabe y es posible llevar la privacion hasta acabar con la vida del culpable?

Por más que nuestra contestacion á esta pregunta, segun acabamos de indicar, sea afirmativa, no hemos de desconocer ni habremos de negar cuánto, en lo antiguo, se ha abusado de este último castigo, cómo se ha multiplicado, variándolo en sus formas, para hacer más angustiosa y horrenda, en su expiacion, la situacion de los delincuentes, y cómo y cuánto es y debe ser indispensable apreciar con toda calma, y con la mayor exactitud posible, la gravedad del crímen, la necesidad de la pena, su utilidad y el público interés para aplicarla.

Relegamos desde luego al olvido, con toda la indignacion que nos causa su recuerdo, la muerte del hombre por medio del descuartizamiento, del atenazamiento y de la hoguera; castigos consignados en antiguas leyes.

Cuando, á mediados del siglo XVII, se verificaron en Londres las ejecuciones de los reos, que con Cárlos I fueron condenados á muerte, se llevó la fiereza á tal extremo, segun refiere Golsmith, en su Historia de Inglaterra, que descolgados de la horca, cuando todavía estaban vivos, los abrieron y les extrajeron las entrañas, que arrojaron en las llamas preparadas al efecto, y les destrozaron luego sus cuerpos en cuatro partes, que se expusieron en varios sitios públicos; habiéndolos enviado despues á las cuatro principales ciudades del reino, para que, á todos y en todas partes, sirvieran de escarmiento.

No queremos, pues, volver la vista, llenos de horror, sobre esos actos de ferocidad, que no pueden comprenderse en una nacion culta; sobre aquellos espantosos emparedamientos de personas vivas, que imponian los tribunales de la Fé, ni sobre aquellas otras penas, que, sin llegar á la última, no por eso eran ménos crueles, como la de extraccion de los ojos, mutilacion de la lengua ó de la mano, consignadas tambien en nuestros Códigos.

A este mismo propósito, y ya que de Inglaterra hemos hablado, recordamos tambien haber leido en otra obra, que á los reos de alta traicion, que debian ser ejecutados, se les cortaban antes sus partes genitales y se quemaban á su vista, con esta horrible fórmula: «Tú, hombre vil, que no fuiste digno de nacer, tampoco lo eres de ser padre y tener hijos.>>

Pero si tales exageraciones, tan contrarias á todo sentimiento de humanidad y tan repugnantes á la conciencia, han venido á producir más tarde una reaccion, en sentido opuesto; no por eso ha de llegar su resultado hasta el extremo de no poner un dique fuerte, seguro y positivo, á las profundas alarmas y á los terribles horrores, que los malvados llevan al seno de la sociedad, con la creciente depravacion de sus costumbres y con la ejecucion, no interrumpida, de sus crímenes.

Ese dique, en los casos extremos, pero inevitables, no es, no puede ser otro que la muerte.

Cierto que en algunos países, despues de largos debates, ha sido abolida; pero cierto es tambien que, una vez abolida, ha sido menester restablecerla.

Se abolió en el gran ducado de Irlandia el año de 1826; en la Luisiana el de 1850; en los grandes ducados de Olemburgo, de Brunswik y de Coburgo el de 1849; en la república de San Marino y en Toscana el de 1859; en Romania el de 1860; en los ducados de Weimar y de SajoniaMeiningen, el de 1862; en el Canton de Neufchatel, el de 1865, y en los Estados Unidos de Colombia, y sin embargo, así como el Código piamontés la volvió á poner en vigor, contrariando el decreto del gran duque Leopoldo, otros legisladores han ido cayendo sucesivamente en la cuenta de su conveniencia y necesidad y han vuelto sobre ella.

En el año de 1862 la República ginebrina trató de revisar su constitucion local, y el primer punto, que se debia poner à discusion en las constituyentes, era precisamente el de la pena capital.

En esta ocasion, Mr. Augusto Bost, indivíduo de la iglesia de Ginebra y autor de varios escritos importantes, dirigió á Víctor Hugo una larga carta, pidiéndole que influyera en la cuestion, y entre otros se leia en ella el párrafo siguiente:

«La Constituyente ginebrina ha votado que siga en vigor la pena de muerte, por cuarenta y tres votos contra cinco ó seis; pero el asunto debe someterse de nuevo á controversia. ¡Qué apoyo para nosotros, qué refuerzo, si con algunas palabras interviniéseis en este grave asunto!... Ya lo veis: no se trata de un negocio cantonal, sino de un punto social y humanitario, donde toda intervencion es legítima. Para los grandes asuntos son los grandes hombres. Nuestros debates necesitarian ser iluminados por el génio y nos seria de gran provecho hallar apoyo á donde convergen hoy tantas miradas. >>

No se hizo esperar, por cierto, la respuesta de Víctor Hugo á Mr. Bost, que le envió en otra carta, fechada en Hauteville-Housse, á 17 de Noviembre de 1862, y que en aquella época publicó íntegra el periódico titulado La Independencia Belga, precedida de un fogoso preámbulo, del cual entresacamos tambien estos dos párrafos:

«La pena de muerte, la gran iniquidad, que consiste en cometer un crímen, para vengar otro crimen, vuelve á tratarse entre nosotros, á consecuencia de la reciente mercurial del señor fiscal de Babay.

El digno magistrado, fiel á sus convicciones, se ha erigido otra vez en defensor de la venganza, ejercida en nombre y por cuenta de la sociedad.»

No hemos de negar nosotros la elocuencia, los sublimes rasgos, los sentidos apóstrofes, con que el tan ardiente como profundo escritor francés trata de combatir la pena capital; pero si, en medio de ese sentimiento, en medio de toda la arrogancia y gallardía de sus conceptos, buscamos una razon, que nos convenza, casi estamos por decir que todas las que contiene la carta á Mr. Bost nos parecen contraproducentes.

Como introduccion á sus comentarios y consideraciones, comenzó con la relacion de dos ejecuciones de pena capital, verificadas, la una en Bristol, el año de 1849 y la otra en Londres, en los tiempos de Jorge III; aquella de una muchacha de diez y siete años, por homicidio, y esta otra de tres niños, por robo.

«El menor de estos -dice

colgados.»>

tenia catorce años y los tres fueron

En cuanto à la jóven homicida, se expresó de esta manera:

«En 20 de Abril de 1849, una criada, Sara Thomás, muchacha de diez y siete años, fué ejecutada en Bristol, por haber muerto, en un momento de cólera, y con un leño de la chimenea, á su ama, que la estaba pegando.

>>La condenada no queria morir.

>>Fueron precisos siete hombres, para arrastrarla hasta el cadalso, donde la colgaron á la fuerza.

>>En el momento en que la pasaban el nudo corredizo, la preguntó el verdugo si tenia que decir algo para su padre.

>>La muchacha interrumpió su estertor para responderle: Sí, sí, decidle le amo.»

que

El célebre escritor francés nos ha de permitir que pongamos en duda algunos de los detalles, con que acompaña la relacion de ambos

sucesos.

En el art. 66 del Código penal de Napoleon, leemos lo siguiente:

Cuando el culpable sea mayor de 14 años y menor de 18, salvo el caso de parricidio, la pena de muerte se sustituirá por la de presidio.

El 328 del Código francés dice, á su vez, de esta manera:

No hay delito cuando el homicidio ha procedido de la necesidad actual de la defensa.

En lo sustancial, ni esta ni aquella disposicion habian sido reformadas: luego si Sara Thomás se defendia de su ama, que la pegaba y era menor de diez y ocho años, y no habia sido juzgada por parricidio, la relacion de Victor Hugo, en esta parte, legalmente considerada, no debió ser muy exacta.

Otro tanto podria decirse de los tres niños, menores de catorce años á que se refiere el primer caso,

Pero prescindamos de esto, que en realidad nada seguramente influye en la doctrina, que el autor francés se propuso combatir.

Natural era de suyo que la criada homicida no hubiera querido dejarse colgar y que la colgaran á la fuerza:

No deben ser muchos, por cierto, los condenados á muerte, que pongan voluntaria y expontáneamente su cabeza en las manos del verdugo. Pero oigamos al impugnador de la pena capital, en sus consideraciones y comentarios, que son curiosos en extremo.

«¡Qué idea tienen los hombres del asesinato!....) exclama..

>>¡Vestido con el traje comun, que se usa en sociedad, no puedo matar, y de toga puedo!... Como la sotana de Richelieu, la toga lo cubre todo. ¡Vindicta pública!... Asesinato, asesinato os digo.>>

Esto no es una impugnacion legal de la pena de muerte decimos nosotros es un sarcasmo, es un insulto á los tribunales de justicia. «Fuera del caso de legítima defensa - continúa entendido en su sentido más extricto (porque una vez caido y herido vuestro agresor, beis socorrerlo), el homicidio nunca es permitido. ¿Y acaso lo que

de

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