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tre el mal, que se causa, y los males, que se evitan, y la justicia de su compensacion son innegables.

El Sr. Gabba encuentra, además, defectuosos los datos estadísticos, de donde Mittermaier sacó sus deducciones; observacion de no excasa importancia, para tratar más á fondo esta cuestion; pero que consideramos agena á las condiciones de este libro, limitándonos, por lo tanto, á consignarla.

Tampoco ha de perderse de vista, cuánto la civilizacion y la educacion influyen en las costumbres de los pueblos, y cuánto han cambiado estas, en todos los países cultos; no habiendo términos de comparacion posibles entre la Inglaterra, por ejemplo, la Francia y la España de los siglos XV y XVI, y la Inglaterra, la Francia y la España del siglo, en que vivimos.

Segun un dato auténtico, que tenemos á la vista, setenta y dos mil personas fueron condenadas á muerte y ejecutadas en Inglaterra, durante el reinado de Enrique VIII, en los treinta y ocho años, que mediaron desde 1509 á 1547; cifra, que espanta, y que por sí sola revela y confirma esa distancia que los tiempos, los hábitos y las costumbres han establecido entre los pueblos antiguos y modernos.

Y si, con relacion á España, volvemos la vista hácia los tribunales de la Fé y nos remontamos á la época de aquellos fallos inquisitoriales y de aquellos famosos autos, donde tanta sangre se derramó y en los que tantas víctimas fueron inmoladas, la demostracion anterior se acentuará todavía más y adquirirá seguramente mayor fuerza.

Y pues que de España somos, en España estamos y de España hablamos, consignemos todavía lo que aquí, en Madrid, en estos últimos años, por nuestros propios ojos hemos visto.

La ejemplaridad de la pena de muerte es indudable. Datos de otro órden lo atestiguan.

Comparemos los períodos anteriores con los períodos posteriores de las ejecuciones de los hermanos Marinas, autores del robo y asesinato cometidos en la calle de la Montera, y que tanto, por sus singulares y extrañas circunstancias, dió que hablar; de la Bernaola y su consorte Cabezudo, por el robo tambien y asesinato, verificado en la calle del Duque de Alba, cuyos horribles pormenores extremecen; de los asesinos y ladrones de la calle de la Esperancilla, y ellas, segun el testimonio de los anales judiciales de esta audiencia, que hemos registrado y fácilmente pueden registrarse, vienen á patentizar, de un modo ostensible, que los crímenes de esa índole y naturaleza, despues de cada ejecucion, fueron muchos ménos, con relacion á los que se solian cometer antes.

Esto es indudablemente que ese castigo capital impone, y si la inti

midacion, que produce en el ánimo de los delincuentes, no se extinguiera con el tiempo, como con todo sentimiento del corazon sucede siempre, una sola ejecucion, convenientemente aplicada, no tan solo evitaria la perpetracion de otros crímenes, sino que, por lo mismo, haria menos frecuentes las ocasiones de la pena.

Pero nos vamos extendiendo demasiado en esto y nos precisa poner punto.

Antes, sin embargo, de seguir adelante en nuestros trabajos, séanos permitido consignar algunas últimas, ligerísimas indicaciones de otro género, que respecto de la pena capital nos sugieren las circunstancias y las condiciones, con que en España y fuera de España se ejecuta.

Hasta que haya en las cárceles un lugar destinado para la ejecu cion pública de la pena de muerte-dice el art. 103 de nuestro Código de 1870-el sentenciado à ella, que vestirá hopa negra, será conducido al patibulo en el carruaje destinado al efecto, y donde no lo hubiere,

en carro.

La publicidad de la ejecucion de la pena de muerte, que es la que determina precisamente su ejemplaridad, perderia su verdadero carácter, desde el momento en que, verificada en lugar cerrado, siempre y por precision de corto espacio, no pudiera ofrecerse á la espectacion del pueblo, como medida y ocasion de la intimidacion y escarmiento, que se busca.

Lamentable es seguramente y repugnante el espectáculo, que presenta la plaza pública, ó el campo ó lugar público, donde el cadalso se levanta, durante aquellas horas más inmediatas, que preceden á la ejecucion de un reo; pero si con lo secreto ó ménos público del castigo, la intimidacion de otros criminales no se logra, la razon de utilidad, que por distintos jurisconsultos se combate, perderia su mayor fuerza.

Todavía no se ha borrado de nuestra memoria el dia 16 de Marzo de 1863, á pesar del tiempo trascurrido.

Eran las diez de la mañana.

Un cordon interminable de personas de ambos sexos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, pobres y ricos, industriales, empleados y artesanos; multitud de ómnibus, infinidad de carruajes de todas clases, atestados de gente, en todos sus asientos, desembocaban á precipitado paso por cuantas avenidas conducen á la plaza de Santa Bárbara, en la cual se halla situada la cárcel, que dicen del Saladero, extendiéndose en bulliciosa confusion, desde los mismos umbrales de sus puertas hasta el llamado Campo de guardias, donde se alzaba el lúgubre cadalso.

Algunos dias antes se habia cometido en Madrid y en su calle de la Justa un crímen espantoso, que excitó hondamente la indignacion general, hallándose altamente sublevada contra sus autores la conciencia pública.

El nombre de Eugenio Lopez Montero-nombre supuesto, porque el verdadero era Juan Martinez-corria de lábio en lábio.

Este hombre feroz, inhumano, sanguinario, como por fortuna habrá muy pocos, comprado por un puñado de plata, segun vehementes indicaciones de la causa, aun cuando no se llegó á probar debidamente, por un marido impio, bárbaro y cruel, vino expresamente á Madrid desde una de las provincias más lejanas, con el objeto de asesinar á una honrada y virtuosa madre de familia-doña Carlota Pereira-á la que ni de vista conocia.

Preciso fué, por consiguiente, que otro de sus consortes se la designase.

Una noche, despues de haberla estado expiando y acechando, en todos sus pasos, para mejor asegurar el golpe, siendo como la hora de las nueve, al verla cruzar, segun su costumbre, para retirarse á su casa por la calle de la Justa, acompañada de sus tiernas hijas, asestó contra ella su traidora daga, que le hundió en el corazon, dejándola cadáver.

Todos los detalles de este horrible crímen extremecen.

No fué extraño, pues, que el pueblo todo, más sobrexcitado cada dia, acudiera en tropel á presenciar la expiacion, por la justicia humana decretada, despues de larguísimas defensas y de larguísimos debates.

Juan Martinez, ó Eugenio Lopez Montero, murió al fin.

La multitud lanzó, en aquel momento supremo, un verdadero grito de terror; pero quedó satisfecha, retirándose despues lenta y silenciosa. Muerto el asesino, la irritacion del pueblo se desvaneció delante del patíbulo el castigo, sin embargo, no debió, no pudo ser estéril.

Pues si volvemos la vista al pueblo inglés, y en un dia de ejecucion nos trasladamos á su plaza de Newgate, en la cual se levanta el cadalso á la altura del primer piso de las casas, y penetramos en ella, y en las tabernas y cafés de sus contornos, la muchedumbre, apiñada y en horrible confusion, nos disputará á palmos el terreno.

Pero esto es natural y lógico.

La ejecucion de la pena de muerte es el final de un drama sangriento, de creciente interés, que tiene por argumento el crímen, cuyas escenas consisten en las diversas vicisitudes del proceso.

¿Cómo, pues, el público, que ha visto el principio, que ha seguido con sus ojos, con su pensamiento, con su progresiva curiosidad, el desarrollo, ha de renunciar á presenciar tambien el desenlace?

¿No es una verdad que el teatro, representacion ficticia ó figurada de nuestras costumbres y de nuestros vicios, enseña y moraliza?

Pues si los escarmientos aparentes corrigen, con mucha mayor eficacia deben corregir los escarmientos verdaderos.

Para mejor entenderlo así, hemos de tener presente, que, si bien al terrible espectáculo de una ejecucion capital, acuden muchos séres degradados, para quienes el patíbulo dá ocasion ó pretesto á repugnantes actos de embriaguez y otros escándalos, como si se tratase de una romería; la gran masa del pueblo va movida por resortes muy distintos, con el corazon sobrecogido, por la pavorosa y terrible majestad del acto supremo, que la justicia humana va á ofrecer ante sus ojos; no por mera curiosidad, bárbara y cruel; no por la satisfaccion de un capricho, que seria tan bestial como insensato, sino por un sentimiento de compasion y de piedad, del que nace despues la ejemplaridad y la enseñanza.

Y muchos padres, con este mismo objeto, llevan á sus hijos, y muchas madres á sus hijas, y muchos maestros á sus aprendices, y todos juntos, en fervorosa oracion, cuando el reo sucumbe, al golpe del verdugo, elevan sus ojos á Dios y le piden misericordia para él.

Esta volvemos á decirlo-es la ejemplaridad del castigo; esta es la

enseñanza.

No hace muchos años-lo recordamos todavía--una costumbre vulgar y algo bárbara, por cierto, explicaba más á las claras esta misma idea.

En el momento crítico de la ejecucion, cuando algun hombre, ya de alguna edad, tenia á su lado á un jóven, aunque no le conociera y le fuera de todo punto extraño, se volvia hácia él, y dándole una bofetada en la mejilla: «Toma-le decia-para que te acuerdes.>>

No es por esto, que escribimos, que nosotros estemos en abierta oposicion con el espíritu más suave, y las tendencias más clementes de la ley moderna, no las aceptamos, dentro de sus más prudentes límites, no pensando que el sostener dentro de ella la pena capital sea razon, y su ponga ideas de antiguo fanatismo, como pretenden los que la combaten, ni creyendo tampoco que éstos obran dominados por ese vértigo de esceptisismo, descreimiento é impiedad, que aquellos les achacan.

«Algo debe de haber en la pena de muerte-decia un autor anónimo -algo de indefinible, fatal y necesario, de natural y hasta de humano, cuando vemos que en todos los pueblos y en todos los siglos, en todas las razas y en todas las latitudes, en todas las civilizaciones y bajo el imperio de todas las religiones, han existido el verdugo y el cadalso. >>

La verdad es que la muerte nos aterra y nos espanta.

Ya se presente á nuestra imaginacion bajo el solemne, augusto y ma

jestuoso ceremonial, de que el catolicismo la reviste, cuando el ministro del altísimo, precedido del sonido de la campanilla, y alumbrado por las antorchas de los fieles, se dirige, con el Santisimo Viático, á la morada del enfermo moribundo; ya la veamos en ese desamparo, en esa incomunicacion del reo con el resto de los hombres, cuando á solas con el sacerdote, procura conciliarse con su Dios, y á solas, despues, con el verdugo, va á dejar para siempre de existir, aun á los más descreidos y despreocupados, la muerte causa siempre horror.

Y ese horror instintivo, que produce, y ese miedo al dolor material de la separacion del cuerpo y del espiritu, y ese temor religioso del ignorado porvenir de la otra vida, en pocos corazones cristianos extinguido, á pesar de los alardes de incredulidad de la juventud del dia, son precisamente las raíces, de donde nace el fruto de la meditacion en unos, de la enmienda en otros, y del convencimiento de la legitimidad y de la justicia de la pena en todos.

Convengamos, pues, en que la muerte, como expiacion de los grandes crímenes, como intimidacion para los malvados, como enseñanza para el pueblo, no solamente es útil, sino en muchas ocasiones necesaria; por más que deba economizarse, dentro de una buena legislacion, cuanto, en sus costumbres públicas, el estado de la sociedad permita.

La duracion de las penas, sobre todo en España, y más en estos últimos tiempos, es puramente imaginaria.

Vamos á concretar en pocas líneas el pensamiento, el espíritu y la tendencia de los tres artículos, que comprende la Seccion 1.' del capítulo 3. del Código de 1870-29, 30 y 51-con las variaciones, que se observan, respecto de los de 1848 y 1850, trayendo con ellos á estas páginas la demostracion de la verdad, que acabamos de sentar.

La necesidad de las penas perpétuas, como de la pena capital, por triste que sea, es una verdad, que no puede negarse.

El Código de 1870, sin embargo, en su art. 29, ha avanzado, respecto de este particular, sobre los de 1848 y 1850, estableciendo la limitacion de las de cadena, reclusion y relegacion perpétuas y extrañamiento perpétuo.

Los condenados á ellas pueden ser indultados á los treinta años de su cumplimiento, salvos los casos, en que, por su conducta ó por otras

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