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grande, que no sabiendo qué hacer con ellas los conquistadores echaron al campo muchísimas, y todavía sobraron tantas que cada día mataban ciento cincuenta para el consumo del ejército y, con todo eso, en un mes parecía que no se había gastado ni una, tan numerosos eran los rebaños de ellas.

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Los indios estaban tan aterrados y de tal manera se había apoderado de ellos el pánico, que se dejaron tomar presos por los soldados y conducir a Cajamarca, tan mansamente como esas greyes de llamas, que se llevaban arreando a la ciudad. Cada español eligió para su servicio cuantos indios se le antojó, 10 sin distinción de edad ni de sexo; y hubo algunos tan cobardes y feroces que pretendieron que, antes de poner en libertad a los restantes, se les cortaran primero las manos para impedir así hasta los intentos de hacer la guerra a los conquistadores. Pero Pizarro, aunque se lo aconsejaron y pidieron, no condes- 15 cendió; antes les afeó sus fieros instintos de crueldad, y lo único que mandó fué recoger las armas de los indios y quebrarlas, para que quedasen inutilizadas. Luego, gran parte de aquel día domingo se gastó en hacer recoger los dos mil y más cadáveres que yacían en la plaza y en el campo, para darles 20 sepultura. Concluida tan triste faena, se despidió a los indios que no se habían reservado para el servicio de los españoles, y en la ciudad, ya desahogada de la muchedumbre que se había acumulado en ella, principió a reinar de nuevo el orden y la calma.

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Como Atahuallpa observaba con curiosidad a los españoles y reflexionaba sobre las preguntas que le hacían, pronto cayó en la cuenta de la codicia que los dominaba. Concibió pues alguna esperanza de salvar la vida y recobrar su libertad, ofreciendo dar una cantidad considerable de oro y de plata 30 por su rescate; y así hablaba de esto a menudo con los que entraban a visitarle, y les hacía propuestas, que a primera vista

les parecían irrealizables y nacidas únicamente del deseo de mejorar la angustiosa situación en que se encontraba. No obstante, como el Inca insistía en sus ofrecimientos, al fin Pizarro le dió crédito; y deseando que un tan cuantioso tesoro 5 no se les fuese de las manos, exigió que el prisionero formalizara solemnemente su compromiso. Llamóse pues un escribano y en presencia de testigos Atahuallpa prometió que henchiría de oro el aposento en que se encontraba preso hasta una altura determinada, la cual se fijó por medio de una raya ancha que 10 con yeso se trazó en las paredes de la cárcel. Pizarro se comprometió a poner al Inca en libertad, tan pronto como él cumpliera por su parte lo que había ofrecido. Atahuallpa y fué que ninguna de las piezas se fundiera antes de estar completo el rescate. Cuando los españoles dudaban de 15 que Atahuallpa pudiera cumplir lo que ofrecía, éste, poniéndose en pie y alzando su brazo, señaló hasta donde podría henchir de oro el aposento en que estaba, y añadió que no sólo llenaría esa enorme cantidad de oro, sino que daría además otra medida mayor de plata. De estas promesas del Inca se sentó 20 acta solemne como precio aceptado por Pizarro para otorgar la libertad a su regio prisionero; pero ¿ tendría Pizarro intención de cumplir lo que entonces prometía con juramento?

Una cosa exigió

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Con el ansia de conseguir pronto la anhelada libertad, Atahuallpa dió inmediatamente órdenes al Cuzco y a Quito 1 y 25 a otros puntos, para que sin pérdida de tiempo se llevara a

1 Las dos ciudades más importantes del imperio incaico. Hoy día es Quito la capital del Ecuador. El Cuzco era la capital del imperio de los Incas, pero en la época de los conquistadores llegó Lima a ser la capital del Perú. Actualmente cuenta el Cuzco con unos 30,000 habitantes. Todavía conserva monumentos que recuerdan la grandeza de los Incas. Entre ellos sobresale la fortaleza llamada de Sacsahuamán, construida de enormes piedras y sin ninguna mezcla; los bloques están tan perfectamente unidos y ajustados unos con otros, que entre sus junturas no cabría ni un alfiler.

el

Cajamarca el oro en que había pactado su rescate. Este oro debía sacarse de preferencia de los palacios de los Incas y de los templos del Sol.1 Un hermano menor de Atahuallpa, llamado Quilliscacha, fué el que se encargó de recoger el tesoro para el rescate, y con ese objeto partió de Cajamarca directa- 5 mente al Cuzco. Esta ciudad estaba entonces ocupada por Quizquiz, uno de los dos más célebres generales de Atahuallpa. Con el hermano del Inca salieron también de Cajamarca para Cuzco dos españoles, que llevaban la comisión de ver, con sus propios ojos, la riqueza acumulada en la ciudad imperial, y 10 tomar posesión de ella, a nombre de los reyes de España, con todas las solemnidades acostumbradas entonces. Atahuallpa había instado a Pizarro que enviara esa comisión al Cuzco, asegurándole que a los españoles que fueran mandados no les sucedería nada y volverían seguros a Cajamarca; el Inca se 15 proponía disipar las dudas de los conquistadores y su desconfianza respecto de la posibilidad que tenía para cumplir el ofrecimiento del fabuloso tesoro que había prometido por su rescate. Quería también hacer palpar a los extranjeros cuán infundados eran los recelos que abrigaban de la reunión de 20 ejércitos, que se formaban en las provincias para libertar a su soberano.

En efecto, los comisionados viajaron con la mayor seguridad, llevados en hamacas a hombros de indios, y en todas partes fueron servidos y obsequiados con grandes muestras no sólo 25 de mucha consideración, sino hasta de supersticiosa reverencia. En el Cuzco fueron agasajados por los partidarios de Atahuallpa y por toda la población como a porfía. Recorrieron

1 Los antiguos peruanos levantaban muchos templos magníficos al sol, al cual adoraban como dios supremo. Consideraban hijos del sol a los Incas, y los creían enviados a la tierra para ser obedecidos y respetados no sólo como reyes, sino también como pontífices.

la ciudad y quedaron admirados de la fábrica de sus edificios, de la limpieza de sus calles, y de la riqueza de sus templos y adoratorios. De regreso a Cajamarca, no acababan de describir y de ponderar a sus compañeros lo que habían visto en la 5 corte de los Incas. Los conquistadores iban así advirtiendo la grandeza del imperio, cuya opulencia excedía a lo que ellos, en los ambiciosos ensueños de su fantasía meridional, apenas habían imaginado. Su regocijo y su admiración se desbordaron, viendo llegar a Cajamarca tropas de indios, abrumados 10 con cargas de plata y de oro.

Entre tanto, los dos príncipes indios continuaban presos: Atahuallpa en Cajamarca en poder de los españoles; y Huáscar en la fortaleza de Jauja, donde su hermano lo había mandado retener bajo la más estricta custodia. "¡ Cosas de 15 la fortuna!" había dicho Atahuallpa, sonriéndose, al verse reducido a una prisión, “sé la noticia de la victoria de mis tropas y que mi hermano ha caído prisionero cuando yo también me hallo preso." Pero Atahuallpa estaba inquieto, sin saber cómo desembarazarse de su hermano. Su situación era 20 penosa: Huáscar podía prometer a los extranjeros un rescate mucho mayor, y entonces su muerte era segura. Sus inquietudes crecieron más, cuando se le comunicó la entrevista que Huáscar había tenido con los españoles enviados al Cuzco.

El desgraciado Huáscar, sabiendo que los extranjeros pasa25 ban por Jauja, manifestó vivísimos deseos de verse con ellos; y, como por su parte también los españoles quisieron verlo, el Inca les habló en señas, dándoles a entender su situación y ofreciendo un rescate mucho más cuantioso que el que había pactado su hermano. Los españoles poco pudieron com30 prender de lo que les quería decir el Inca, y se despidieron, manifestando que se lastimaban de verlo preso. Esta entrevista decidió de la suerte del desventurado Huáscar; pues, así

que lo supo Atahuallpa, resolvió deshacerse de su hermano, sacrificándolo sin piedad, con el intento de conservar su vida. Solamente le acobardaba el temor de Pizarro, porque el conquistador le preguntaba a menudo por Huáscar, y por esto quiso sondear primero el ánimo del capitán de los extranjeros 5 antes de dar orden para que su hermano fuera muerto.

Un día se fingió triste, lloroso, y meditabundo; aunque le hablaban, no quería responder, y cuando llegó la hora de almorzar se sentó a la mesa sollozando y rehusó tomar alimento. Al fin, instado e importunado por Pizarro, respondió: 10 "Mis capitanes, sin saberlo yo, han matado a mi hermano Huáscar; y me aflijo, porque vos me habéis de matar a mí, culpándome la muerte de mi hermano." Pizarro le tranquilizó, asegurándole que no tenía porqué temer, y prometiéndole averiguar quiénes lo habían matado a Huáscar, para casti- 15 garlos severamente.

Pizarro se alegró en su interior de la muerte del príncipe indio, felicitándose por ella, pues le quedaba ya más expedito el camino para adueñarse, sin obstáculo alguno, del imperio, y establecer su dominación. Los reyes del país que había 20 venido a conquistar estaban cooperando a los intentos del conquistador.

Como Atahuallpa vió la indiferencia con que el Gobernador había recibido la noticia de la muerte de Huáscar, cobró ánimo y al punto dió órdenes terminantes para que su hermano 25 fuera muerto. Y tan puntualmente fué obedecido que no se pudo averiguar después si la ficción de sentimiento y pesar había sido hecho por el astuto Inca antes de la muerte de su hermano o al momento en que, por las candeladas encendidas en los cerros, supo que sus órdenes habían sido ejecutadas. 30 Crimen estéril para Atahuallpa, pues con él su causa no mejoró y los únicos a quienes aprovechó fueron los conquistadores.

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