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PROLOGO AL LECTOR.

UISIERA yo, si fuera posible (lector amantísimo) excusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mí D. Quijote, que quedase con gana de segundar con este. De esto tiene la culpa algun amigo de los muchos que en el discurso de mi vida he grangeado antes con mi condicion que con mi ingenio: el cual amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la primera hoja de este libro, pues le diera mi retrato el famoso D. Juan de Jáuregui, y con esto quedára mi ambicion satisfecha, y el deseo de algunos que querrian saber qué rostro y talle tiene quien se atreve á salir con tantas invenciones en la plaza del mundo á los ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato: este que veis aqui de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos, y de nariz corva aunque bien proporcionada, las barbas de plata que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes no crecidos porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados y peor puestos porque no tienen correspondencia los unos con los otros, el cuerpo entre dos estremos, ni grande ni pequeño, la color viva antes blanca que morena, algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies: este digo que es el rostro del autor de la Galatea, y de D. Quijote de la

Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso á imitacion del de Cesar
Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas, y
quizá sin el nombre de su dueño: llámase comunmente Miguel de
Cervantes Saavedra: fué soldado muchos años, y cinco y medio cau-
tivo, donde aprendió á tener paciencia en las adversidades: perdió
en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo,
herida que aunque parece fea, él la tiene por hermosa por haberla
cobrado en la mas memorable y alta ocasion que vieron los pasados
siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vence-
doras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V de felice
memoria; y cuando á la de este amigo, de quien me quejo, no
ocurrieran otras cosas de las dichas que decir de mi, yo me levan-
tara á mi mismo dos docenas de testimonios, y se los dijera en se-
creto, con que extendiera mi nombre y acreditara mi ingenio; porque
pensar que dicen puntualmente la verdad los tales elógios, es disparate,
por no tener punto preciso ni determinado las alabanzas ni los vi-
tuperios. En fin, pues ya esta ocasion se pasó, y yo he quedado en
blanco y sin figura, será forzoso valerme por mi pico, que aunque
tartamudo, no lo será para decir verdades, que dichas por señas sue-
len ser entendidas. Y asi te digo otra vez, lector amable, que de estas
novelas que te ofrezco, en ningun modo podrás hacer pepitoria,
porque no tienen pies, ni cabeza, ni entrañas, ni cosa que les pa-
rezca quiero decir, que los requiebros amorosos que en algunas
hallarás, son tan honestos y tan medidos con la razon y discurso
cristiano, que no podrán mover á mal pensamiento al descuidado ó
cuidadoso que las leyere. Heles dado el nombre de ejemplares, y si
bien lo miras no hay ninguna de quien no se pueda sacar algun
ejemplo provechoso; y sino fuera por no alargar este prólogo, quizá
te mostrára el sabroso y honesto fruto que se podria sacar asi de
todas juntas, como de cada una de por sí. Mi intento ha sido po-
ner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde
cada uno pueda llegar á entretenerse sin daño de barras: digo sin
daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agra-
dables; antes aprovechan que dañan. Sí, que no siempre se está en
los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asis-
te á los negocios por calificados que sean horas hay de recrea-
cion, donde el afligido espíritu descanse: para este efecto se plantan
las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas, y se
cultivan con curiosidad los jardines. Una cosa me atreveré á de-
cirte, que si por algun modo alcanzára que la leccion de estas no-
velas pudiera inducir á quien las leyera á algun mal deseo ó pen-
samiento, antes me cortára la mano con que las escribí que sacarlas
en público: mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que
al cincuenta y cinco de los años gano por nueve mas y por la mano.

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A esto se aplicó mi ingenio, por aqui me lleva mi inclinacion, y mas que me doy á entender (y es así) que yo soy el primero que he novelado en lengua castellana; que las muchas novelas que en ella andan impresas, todas son traducidas de lenguas extrangeras, y estas son mias propias, no imitadas, ni hurtadas: mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa. Tras ellas, si la vida no me deja, te ofrezco los trabajos de Pérsiles, libro que se atreve á competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza; y primero verás, y con brevedad, dilatadas las hazañas de Don Quijote, y donaires de Sancho Panza: y luego las Semanas del Jardin. Mucho prometo con fuerzas tan pocas como las mias; ¿ pero quién pondrá rienda á los deseos? Solo esto quiero que consideres, que pues yo he tenido osadía de dirigir estas novelas al gran Conde de Lemos, algun misterio tienen escondido, que las levanta. No mas, sino que Dios te guarde, y á mi me dé paciencia para llevar bien el mal que han de decir de mí mas de cuatro sotiles y almidonados. VALE.

RINCONETE Y CORTADILLO.

En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla á la Andalucía, un dia de los calorosos del verano se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de catorce á quince años el uno, y el otro no pasaba de diez y siete: ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados; capa no la tenian, los calzones eran de lienzo, y las medias de carne; bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran alpargates tan traidos como llevados, y los del otro picados y sin suelas, de manera que mas le servían de cormas, que de zapatos: traia el uno montera verde de cazador, el otro un sombrero sin toquilla, bajo de copa y ancho de falda: á la espalda, y ceñida por los pechos traia uno una camisa de color de camuza, encerrada y recogida toda en una manga: el otro venia escueto y sin alforjas, puesto que en el seno se le pare

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