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Á LAS CORTES CONSTITUYENTES.

El matrimonio es la base de todas las instituciones humanas y el elemento generador de la sociedad misma. Sin matrimonio no hay familia, sin familia la sociedad no existe.

El matrimonio es tambien una institucion religiosa. Cuando el hombre y la mujer, mútuamente atraidos por las más dulces afecciones del corazon, llegan á unir sus destinos para no separarlos jamás, el sentimiento religioso, por adormecido que se halle en su alma, les arrastra á postrarse ante el Sér Supremo para implorar las celestes bendiciones sobre su incierto porvenir y su auxilio poderoso en el cumplimiento de los gravísimos deberes que para siempre contraen.

Este doble carácter del matrimonio explica satisfactoriamente por qué aparece siempre en la vida de los pueblos como una institucion doblemente sagrada, que concurren á solemnizar las prácticas religiosas y la sancion civil.

En este doble carácter del matrimonio descansa como fir

mísima base la legitimidad de la legislacion religiosa que lo consagra, y la de la legislacion del Estado que lo regulariza y protege.

La religion legisla sobre el matrimonio, porque éste es una institucion trascendental á la vida espiritual y moral del hombre. El Estado legisla tambien sobre él, porque á la vez constituye union tan santa el elemento esencial de su existencia. Estas son evidentes y elementales verdades que ninguna escuela ha desconocido.

Empero, la respectiva competencia de la religion y del Estado sobre el matrimonio no implica necesariamente la diversidad de legislaciones positivas, como necesariamente implica la diversidad de sanciones. Si la religion acepta la legislacion por el Estado promulgada, esta legislacion adquirirá el doble carácter civil y religioso. Si el Estado hace suyas las reglas por la religion establecidas, éstas, que en su origen no eran más que preceptos de la conciencia, que en la esfera espiritual tenian su fuerza obligatoria, vendrán á convertirse en leyes positivas de necesario cumplimiento en el órden temporal.

Tan sencillos principios son la antorcha que ilumina la historia de la legislacion matrimonial en la Europa moderna. La Iglesia, sin embargo de contar, por institucion de Dios, el matrimonio entre sus sacramentos, aceptó y observó desde su origen las más importantes disposiciones de la legislación romana, hasta que destruido el imperio en Occidente, levantó sobre los principios cardinales de aquel derecho el grandioso edificio de su legislacion matrimonial.

Las nuevas nacionalidades que salieron de las ruinas del coloso del antiguo mundo para marchar, bajo la tutela de la Iglesia, por las espaciosas sendas del progreso, aceptaron á su vez la legislacion canónica sobre el matrimonio, uniéndose por este medio en una sola las dos instituciones, eclesiástica y civil. Bajo el dominio de esta legislacion, el matrimonio civil se confundia con el sacramento; y si el Estado sancionaba éste, la Iglesia en cambio protegia aquel.

Este sistema, que no argüia ciertamente una abdicacion por parte del Estado, del poder que no puede renunciar, por

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que sin él no se concibe su existencia, estaba en armonía con el modo de ser de la sociedad europea en aquellos tiempos. Establecida en el órden político hasta sus últimas consecuencias la unidad de cultos, y desconocido completamente el derecho de la libertad religiosa, procedia con lógica el Estado no reconociendo como union matrimonial legítima más que la consagrada por la Iglesia. Para ésta, el matrimonio civil era el sacramento, así como para el Estado el sacramento era el matrimonio civil.

Nuestra patria ofrece, sin embargo, en su derecho foral una excepcion de este sistema, debida quizá á la pluralidad de cultos que la irresistible fuerza de los hechos impuso á la intolerancia política de aquellos siglos. El matrimonio á yurras y la barraganía eran reputadas uniones lícitas, á pesar de no recaer sobre ellas las bendiciones de la Iglesia.

Pero á medida que la unidad política de cultos fué abriéndose paso, favorecida por la reconquista cristiana y por la persecucion judaica, fueron á la vez desapareciendo del cuadro de las costumbres nacionales y en las esferas del derecho positivo las dos clases de uniones mencionadas.

Felipe II, aceptando como ley del Estado por Real cédula fechada en Madrid á 12 de Julio de 1564 los decretos del Concilio de Trento, extinguió de raiz los últimos vestigios de nuestra legislacion foral, y puso el sello á la unificacion del matrimonio civil y católico, á la vez que en el resto de Europa se abria un nuevo período al derecho matrimonial de la Edad Media, con ocasion de la reforma que vino á romper los lazos que hasta entonces habian unido á la Iglesia y al Estado. Donde quiera que se establecieron comuniones religiosas diversas de la católica, no fué ya posible al Estado dejar de reconocer como legítimos muchos matrimonios que la Iglesia católica no bendecia.

En España, la Inquisicion no permitió que esta necesidad fuese sentida y satisfecha. Pero la fecunda y memorable revolucion de 1868, al proclamar como uno de sus principios la libertad política de la conciencia, y las Córtes Constituyentes al consignar este precioso derecho en la ley fundamental del Estado, vinieron á destruir por su base la legislacion matri–

monial de los tres últimos siglos, que se apoyaba en el principio de que el sacramento habia atraido á sí el contrato. Mas la disciplina eclesiástica en este punto no es ya la legislacion temporal de todo el orbe cristiano, y la sociedad civil, que no ha podido desprenderse para siempre de su poder legislativo en materia de contratos ni en otra alguna profana, una vez llegada la necesidad de reconocer la separacion del contrato del sacramento, no puede ménos, si ha de consultar la conveniencia pública, de arreglar el matrimonio bajo el primer aspecto, que es el solo de su resorte y competencia. Pues bien, ni la justicia, ni la equidad, ni la moral misma pueden tolerar que sea relegada á la repugnante categoría de las mancebas la mujer honrada que ha contraido con el hombre que ama una perpétua union segun su ley, por más que ésta no sea la católica.

Empero, al separar el Estado su legislacion de la canónica sobre materia tan importante, dos son los sistemas que pueden adoptarse. Consiste el primero en reconocer como legítimos los matrimonios que se celebren segun los ritos de cualquiera religion positiva que no viole las reglas universales de la moral y del derecho. Consiste el segundo en prescindir en el matrimonio de la sancion religiosa, organizándolo como una institucion civil.

El primer sistema ha prevalecido en el mayor número de las naciones de Europa. Alemania, Inglaterra y recientemente Portugal lo adoptaron en sus leyes, completándolo en cierto modo con la intervencion necesaria del Estado en el matrimonio religioso por medio del registro civil y áun con la institucion de una forma supletoria, exclusivamente civil, de matrimonio, como hizo Portugal en su precioso Código.

El de Napoleon I inauguró en Europa el segundo sistema, que más tarde las victoriosas águilas del imperio trasportaron á la Italia y á la Holanda, en cuyo suelo se arraigó y florece en la actualidad.

El Ministro que suscribe no ha podido vacilar en la eleccion del uno ó del otro sistema al redactar el proyecto que tiene el honor de someter à la sabiduría de las Córtes. El primer sistema viola el principio fundamental de la Constitu

cion de todo pueblo libre: la igualdad ante la ley. Dada la diversidad de legislacion matrimonial de las religiones positivas, que no sólo extienden más ó menos la aptitud del indivíduo para contraer matrimonio, sino que ni áun están conformes respecto á la naturaleza del vínculo que éste crea, el sistema dicho produciria como resultado inmediato y necesario la desigualdad sustancial de derechos y de deberes de los ciudadanos de un mismo Estado sobre el acto más importante de la vida. Imprimiria tambien una marca infamante en la frente del que tuviere la desgracia de carecer de creencias religiosas, poniéndole en la dura necesidad de celebrar su matrimonio con una forma excepcional y exclusivamente civil, que tanto contrastaria con la empleada por los demas ciudadanos, ya que su falta de creencias no le permitia solicitar los auxilios de ningun culto. No puede, en fin, armonizarse con las más caras aspiraciones de la libertad, que no consiente la tiránica accion del Estado sobre la conciencia del individuo, ni, por consiguiente, la sancion civil de los preceptos religiosos, que tienen su fuerza propia en la esfera espiritual, en que se desenvuelve y ejerce su poderosa accion la divina autoridad de la Iglesia.

El Estado, pues, si ha de respetar la libertad de conciencia y si no ha de salirse del campo en que su legítima accion puede desarrollarse, debe tener una legislacion matrimonial completa, que haya de servir en el órden civil de tipo regulador á la fundamental institucion del matrimonio. Esta ha sido la inspiracion del Ministro al redactar el proyecto de ley.

Pero si el Estado tiene inconcuso derecho á establecer las reglas á que ha de someterse el matrimonio que en su círculo haya de gozar de los efectos de la legitimidad, tambien altas razones de conveniencia, que no pueden ser indiferentes y dejar de ser apreciadas por el legislador prudente y previsor, aconsejan que al establecerse el nuevo derecho se procure evitar la posibilidad de los conflictos, siempre graves, que serian el funesto resultado del violento choque de dos legislaciones antitéticas. No es esto decir que el Estado en su legislacion haya de seguir paso á paso y sin la menor discrepancia la legislacion canónica. Baste con que al establecerse aquella no se dé motivo con sus preceptos á la existencia de matri

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