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lir. Hasta el carbón que traían quedaba ya vendido públicamente (1). »

En ninguno de los escritos de Olmedo se deja ver con tanta claridad como en los precedentes renglones qué horribles estragos causa la duda en almas no fortalecidas por creencias religiosas sólidamente arraigadas. Formado en el estudio y en los ejemplos de una escuela literaria engendrada más ó menos directamente por el enciclopedismo francés del siglo anterior; nutrido desde temprana juventud con el regalado manjar de los clásicos griegos y latinos; enamorado del pagano espíritu que los informa; tocado un tanto del volterianismo que en aquella época prevalecía entre muchos de los aficionados ó dedicados al cultivo de la literatura; espectador de guerras sangrientas é interminables; actor durante la mayor parte de su vida en luchas civiles provocadas, mantenidas y atizadas por ideas ó intereses esencialmente revolucionarios, aquel carácter bondadoso, aquel corazón apasionado y sensible, aquel hombre favorecido por la Naturaleza con tan gran calor de alma, no pensó tanto como debiera en fortalecer la suya con el bálsamo de la fe, ni en enriquecerla con la fecundísima savia del sentimiento cristiano, ni en hacerla bri

(1) AMUNÁTEGUI: Vida de D. Andrés Bello, págs. 289, 290 y 291.

llar más con los resplandores de la única luz que no se extingue.

¿Cómo no había de ser injusto á última hora con los mismos eminentes patricios á quienes prodigó en otro tiempo altos encomios? ¿Cómo no había de inculpar con cierto aire de menosprecio al ya difunto Libertador, mártir de su patriotismo, porque antes de morir no había hecho el milagro de que todos sus compatriotas tuviesen la sensatez y abnegación necesarias para no desgarrarse mutuamente en desdoro de su nombre y en menoscabo del bien de la patria, quien, tal vez amargado y extraviado á consecuencia de largos padecimientos, osaba pensar que es imperfecta la redención del género humano, y poco digna de un Dios infinitamente misericordioso? Compadezcamos tal desdicha, la mayor posible en quien se avecinaba á la muerte, y confiemos en que la misericordia infinita habrá perdonado al poeta insigne este mal pensamiento que con frecuencia le asaltaba.

Pocos días después de habérselo comunicado á Bello, el 17 de febrero de 1847 (1), á los sesenta y tres años de edad, falleció Olmedo en la ciudad de Guayaquil, donde había naci

(1) En esta fecha fijan la muerte del vate del Guayas Torres Caicedo y los hermanos Amunáteguis. Gallegos Naranjo dice que falleció, no el 17, sino el 19 de febrero.

do. Enterráronle modestamente en la iglesia de San Francisco, y allí «una humilde lápida que se halla sobre su túmulo, contrasta con la gloria de tan grande hombre (1).»

Conocido lo que éste fué, réstame ahora decir algo acerca del mérito é índole de sus composiciones poéticas.

(1) Con estas palabras termina Gallegos Naranjo sus ligerísimos apuntes biográficos del poeta.

VIII.

ESTADO DE NUESTRA POESÍA LÍRICA AL APARECER OLMEDO.

ON el advenimiento de la dinastía borbónica se introdujeron en España y

comenzaron á prevalecer en nuestras producciones literarias de toda especie las máximas y el gusto del clasicismo francés. Pero al tiempo mismo que aquí se consolidaban y difundían esas doctrinas, torciendo el rumbo á la genial inspiración española, empezaban á experimentar en obras de sus adeptos cierta modificación esencial que alteraba un tanto su genuino carácter. Esto se deja ver con más claridad que en ningún otro ramo de la literatura en algunas composiciones líricas, y sobre todo en las de aquellos poetas que florecieron y sobresalieron á fines del siglo anterior y principios del presente.

Ni los ingenios que entraron desde luego con mayor decisión y ahinco en el amanerado carril de la poesía francesa, deslumbrados por la novedad y figurándose que en imitar servilmente á nuestros vecinos consistía su mejor gloria, dejaron alguna vez de volver los ojos á los líricos españoles que brillaron tanto en la época tenida con harta razón por edad de oro de la poesía castellana. Sin pararnos á considerar el valor é importancia de las acaloradas controversias á que García de la Huerta dió margen con sus violentos desahogos contra el nuevo gusto extranjero, porque los críticos más notables de aquellos días estimaban tales desahogos en favor de nuestros antiguos vates como fruto de la natural extravagancia del irascible autor de Raquel, vése confirmada mi observación con sólo recordar la índole privativa de la Fiesta antigua de toros en Madrid, de D. Nicolás Moratín, y la de casi todas las poesías del agustiniano salmantino fray Diego González. Procuraba éste imitar en ellas con amorosa fidelidad el estilo del maestro León, y consiguió efectuarlo, si no tan hábilmente como dice Quintana (según el cual sus versos se confunden á veces con los de aquel gran poeta), de un modo bastante dichoso, en armonía con la índole peculiar de modelo tan extremado y castizo.

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