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ciones, y una poesía popular: cada cual tiene su mérito respectivo, y no deben juzgarse por unos mismos principios. Olmedo es de la escuela de Quintana, y esta escuela pertenece á la nobleza de la sangre.»

Refutando algo de lo expuesto por los distinguidos críticos chilenos en el párrafo que he transcrito arriba para dar á conocer su dictamen, Caro establece una doctrina que importa mucho recordar, porque me parece incontrovertible. He aquí sus palabras: «Cuando los citados críticos concedieron á Olmedo ciencia y no pasión, anduvieron-y permítannos aquellos ilustrados escritores que les apliquemos invertida su frase-más apasionados que científicos. Es un error, á nuestro juicio, pensar que la originalidad y la imitación viven reñidas y divorciadas. Cabe cierta originalidad aun en una traducción, cuando el traductor, calentando la fantasía al contacto de los pensamientos que traslada, los interpreta con sentimiento y los expresa con novedad. Pues qué, ¡si se trata de un no breve poema, en que las imitaciones, aunque frecuentes, son adornos accesorios! Nadie imitó con más originalidad que Olmedo; nadie tuvo mayor originalidad en el estilo, sin vulnerar la propiedad del lenguaje ni emanciparse de las tradiciones de escuela. Y error es, aún más notable, confun

dir la inspiración con el escribir precipitado é irreflexivo. Rara vez un verdadero poeta fué también improvisador. Por aquella teoría excluiríanse del número de las obras inspiradas (poéticamente hablando) cuantas se escribieron conforme á cierto plan preconcebido ó con alguna lógica disposición de partes. >>

Vemos, pues, que entre los mismos críticos americanos de mayor fuste hay divergencia de opiniones acerca del valor real de las poesías de Olmedo; y que mientras Torres Caicedo pone al poeta en las nubes considerándolo intachable, los Sres. Amunáteguis le encuentran tachas, suponiéndolo más artificioso que espontáneo, más calculador y habilidoso que de inspiración arrebatada y sentida. Claro está que aun estos mismos reconocen, como no podía menos de suceder tratándose de personas discretas é ilustradas en grado sumo, la gran importancia de Olmedo y el alto lugar que ocupa entre los líricos de la América meridicnal; pero el hecho es que por una ú otra causa le niegan dotes meritorias que indudablemente poseía. En mi humilde opinión, Caro es quien lo juzga con mayor tino, acertando como ningún otro á justipreciar las calidades que lo avaloran, determinando con bastante exactitud la índole de su inspiración poética, poniendo de bulto lo que realmente significa en el vasto

cuadro de la poesía española del presente siglo.

Olmedo procede, sin duda, de la escuela poética de Quintana. Al asegurarlo así, el erudito colombiano da en el verdadero punto, sobre todo si nos fijamos en lo que constituye la esencia y el ideal á que propenden las mejores composiciones líricas de ambos ingenios. En cuanto á la forma, esto es, á la pureza del lenguaje, á la gallardía de la dicción, al modo de versificar, el vate de Guayaquil (aunque Caro no lo note ni se lo figure, antes bien se incline á pensar de otro modo) está más cerca de la elegante y jugosa corrección de Gallego, que de la un tanto seca majestad de Quintana. Con quien apenas tiene que ver es con Meléndez, al que llamaba en 1808, en versos que ya he citado, «mi amor y mi embeleso.»>

X.

«LA VICTORIA DE JUNÍN: CANTO
Á BOLÍVAR.»

ESTA Composición debió Olmedo en América y ha debido principalmente en Europa su fama de insigne poeta. Natural es, por tanto, que me fije en ella antes que en las demás suyas, y que complete aquí la historia de esa celebérrima poesía, sobre la cual ya he dicho algo en las noticias biográficas del autor.

Para mostrar el entusiasmo que despertó en nuestro poeta la victoria de Ayacucho, reproduje allí la carta que Olmedo dirigió al Libertador felicitándole por tan señalado triunfo, y algunos renglones de otra fechada en Guayaquil á 31 de enero de 1825 relativos á la recomendación que Bolívar le había hecho de can

tar las glorias del ejército americano. Á lo copiado en aquel lugar debo añadir aquí estos otros párrafos de dicha epístola, concernientes á la poesía de que se trata: «Aseguro á V. que todo lo que voy produciendo me parece malo y profundísimamente inferior al objeto. Borro, rompo, enmiendo, y siempre malo. He llegado á persuadirme de que no puede mi musa medir sus fuerzas con ese gigante. Esta persuasión me desalienta y resfría. Antes de llegar el caso estaba muy ufano, y creí hacer una composición que me llevase con V. á la inmortalidad; pero venido el tiempo, me confieso no sólo batido sino abatido. ¡Qué fragosa es esta sierra del Parnaso, y qué resbaladizo el monte de la gloria!-Apenas tengo compuestos cincuenta versos: el plan es magnífico. Y por lo mismo me hallo en una doble impotencia de realizarlo... Usted dirá que yo soy sumamente ambicioso de gloria bajo la apariencia de despreciarla. Yo no sé si V. se engaña... pero mi actual desaliento proviene de que me ha llegado á dominar la idea de que nada vulgar, nada mediano, nada mortal es digno de este triunfo. Yo no amo tanto la gloria como detesto la infamia. ¿Y qué responderé yo si alguno me dice al leer mi oda: «si te hallabas sin fuerza para esta empresa, ¿para qué la acometiste? ¿Para deslustrar su resplan

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