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villa para evitar los progresos de una pasión que no estima conveniente. D. Álvaro entonces rinde con oro á los criados de Leonor, y dispone robarla de su hacienda del Aljarafe para desposarse con ella en el pueblo más inmediato. Leonor vacila; pero en el momento en que, fascinada por su amante, decide arrostrarlo todo y partir con el que idolatra, los sorprende el Marqués, oportunamente avisado de cuanto ocurre. La indignación del anciano llega á su colmo viendo al advenedizo en la estancia de su hija. D. Álvaro saca una pistola para tener á raya á los criados que le amenazan. Tiembla Leonor por su padre, tiembla por su amado; y en el momento en que éste, reconociendo que aquél tiene derecho para todo, se postra á sus plantas arrojando en tierra la pistola, dispárase el arma fatal y hiere mortalmente al anciano, que espira maldiciendo á la hija desventurada.

Recobrado de las heridas que recibió luchando con los criados del Marqués difunto, D. Álvaro sigue las banderas españolas á Italia, persuadido de que Leonor murió aquella terrible noche y anhelando sucumbir en los combates. Allí, bajo el supuesto y ya famoso nombre de D. Fadrique de Herreros, salva la vida al mayor de los hijos del Marqués, el cual había ido á buscarlo ocultando su propio nom

bre y ardiendo en sed de venganza. Mas no bien el lazo de mutua simpatía los une en amistad estrecha sin conocerse, cuando el nuevo Marqués de Calatrava descubre que su amigo es el seductor de su hermana y matador de su padre, le insulta, le desafía, y muere á sus manos en el duelo.

Leonor en tanto, huyendo de sí misma, se refugia en la vida penitente y procura expiar su falta lejos del mundo y de los hombres, bajo las alas protectoras de la religión, en las intrincadas é inaccesibles breñas próximas al famoso convento de los Ángeles á media legua de Hornachuelos. Á él había sido transportado el indiano D. Álvaro, mal herido por unos salteadores, y de él era religioso cuatro años hacía (cumpliendo el voto que formó en Veletri al escapar del suplicio que le aguardaba por haber muerto á D. Carlos en desafío), cuando se presenta en su celda un embozado caballero. Era D. Alfonso de Vargas, hijo segundo del Marqués. Sediento de venganza como su hermano, recorre la América en busca del seductor; logra allí penetrar el misterio de su origen, y vuelto á España le persigue hasta en aquel sagrado asilo. D. Álvaro lucha con las sugestiones infernales y se sobrepone á ellas. Sin embargo, acosado, escarnecido por el último de los Vargas, pierde la fortaleza

del espíritu. Cediendo al cabo la razón á los ímpetus de la ira, empuña la espada que aquél le ofrece; sale con él del convento; salvan la cerca que defiende el ignorado retiro de Leonor, y á vista de la ermita en que yace muerta para todos, á la luz frecuente del relámpago, cruzan los aceros y cae D. Alfonso bañado en su propia sangre.

Á las voces imperiosas de D. Álvaro pidiendo auxilio espiritual para el moribundo, la mujer penitente hace señal demandando socorro y desciende de los riscos á presenciar el más horroroso cuadro. Reconócela D. Álvaro. Llámala D. Alfonso, á quien ella corre desalada. Pero como éste sospechase, al verla en aquellos sitios, que vivía hipócritamente al lado del matador de su padre, hace un último esfuerzo y le atraviesa el corazón. La comunidad llega á este punto cantando piadosas oraciones; y cuando D. Álvaro, en el vértigo de la desesperación, sube á una roca y se precipita en el abismo, la voz de los religiosos se levanta, como perfume celestial que lo purifica todo, clamando: ¡Misericordia, Señor! ¡Misericordia!

Para Pastor Díaz, Ferrer del Río, Mazade, Pacheco y otros, Don Álvaro reproduce el fatalismo de los griegos; se dirige sólo á mostrar al hombre en lucha impotente con la pre

destinación. Deslumbrados por la idea que envuelve el segundo título de la obra, donde parece que el autor ha querido manifestar el invencible poder de la fuerza del sino, pienso que no han penetrado bien en el verdadero sentido del drama. Aunque aquellos que por sus íntimas conexiones con el Duque de Rivas debían conocerlo más hablen mucho de la inconsciencia que le suponen respecto al objeto y alcance de sus creaciones artísticas, no me puedo persuadir de que D. Ángel se propusiese únicamente pintar en tan admirable poema la tiranía ineludible del hado sofocando la libertad de las acciones humanas: que á eso equivale la opinión vulgar sobre la fuerza del sino, resto de la influencia arábiga ó de las supersticiones y resabios paganos de la Edad Media. Por el contrario, en la conclusión del Don Álvaro encuentro yo una faz distinta, pero no menos ejemplar y cristiana, de la justicia providencial visible en El moro expósito. El Duque de Rivas no abandona su héroe á los horrores de una predestinación criminal inevitable como la de Edipo, sino le condena á experimentar las consecuencias del fatalismo del error voluntario, digámoslo así, que por una sucesión ó encadenamiento infalible nos precipita de abismo en abismo cuando la razón no nos detiene al borde de ninguno de ellos.

Si D. Álvaro no intentara, con buen ó mal fin, robar una hija á su padre, ¿tendría ocasión de hacer uso de la pistola que hiere mortalmente al Marqués de Calatrava? Si Leonor abrigase la fortaleza que pudo tener para llegar al término de su disculpable amor sin atropellar la obediencia filial ni los respetos debidos al propio decoro, ¿habría causado la muerte de su padre y la pérdida de todos los suyos? No es la fatalidad, no es el sino quien impulsa á D. Álvaro, empujándole por un sendero del que no pueda salir, á ser azote de la familia de Vargas. Entre el sentimiento del deber y el desvarío de la pasión hay gran diferencia, y D. Álvaro es dueño de escoger el mejor camino. Si elige mal, ¿cómo ha de lograr el bien? Si en los trances de la vida deja sobreponerse á la voz de la razón el arrebato de las pasiones, ¿cómo no ha de llegar al término más desdichado? Claro está que para vencer en semejante lucha teniendo un carácter vehemente y estando subyugado por pasión violenta, se necesitan fuerzas heróicas; pero en tales casos todos estamos obligados á ser héroes, todos debemos tener en el alma fuerza suficiente para desoir las sugestiones de mal regidos afectos.

Lo mismo que D. Álvaro enseñan D. Carlos y D. Alfonso. Desde que reciben noticias del

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