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trágico fin de su padre, sólo viven para la venganza. ¿Cómo, persiguiéndola sin cesar, no habían de encontrar la muerte? Basta fijarse en el móvil de los acontecimientos que á primera vista parecen fruto del sino adverso del protagonista, para conocer que las malandanzas de los personajes se deben, no á fatal predestinación, sino al mal uso que hacen de las pasiones en el libre ejercicio de sus facultades morales. Reguláranlas conforme á rectos principios, y pronto quedaría rota la cadena de esa aparente fatalidad; pronto caería deshecho el fantasma de la fuerza del sino.

Cuando D. Álvaro, fugitivo de Italia por haber dado muerte en desafío al primogénito del Marqués de Calatrava, entregado á vida penitente en el convento de Hornachuelos, cede á las provocaciones de D. Alfonso y le atraviesa el corazón, pasando en aquel trance por la amargura de que Leonor sucumba allí también asesinada por su moribundo hermano, la desesperación que de él se apodera le hace correr á precipitarse en un abismo. Este cúmulo de desgracias podría creerse fruto de implacable fatalidad, si al mismo tiempo que D. Álvaro pone voluntario fin á sus desventuras, la fé no dirigiese plegarias al cielo, por boca de los religiosos, demandando para el suicida los auxilios de la gracia y dando á en

tender que antes de llegar al fondo del precipicio puede aprovechar para su arrepentimiento y salvación, como dice Zamora en El convidado de piedra,

"La eternidad de un instante.>>

Lejos de aparecer informado por el fatalismo griego, Don Álvaro es como viva demostración del fin que tienen los errores de la humanidad; de las angustias á que nuestras faltas nos condenan; de que para salvarnos de la perdición á que nos arrastran las propias culpas, queda siempre á la Divinidad el gran poder de la misericordia. Decir que el héroe de este drama es un Edipo cristiano, frase que ha gustado mucho á biógrafos y críticos y que repiten todos haciéndola suya, es una puerilidad contradictoria y vacía de sentido.

Ni es menos erróneo suponer que creación tan admirable resulte monstruosa por la extremada variedad de elementos que la constituyen. Si por unidad se entiende aglomerar en breves horas los accidentes de una vida entera y los mil distintos afectos que despiertan en el alma, dando por resultado una cosa realmente imposible; si la unidad consiste en limitar á un solo punto el lugar donde haya de desarrollarse la acción, y en la analogía de clase de los interlocutores, y en la inflexible uniformidad

de la entonación y del estilo, y en el escogimiento y encopetada nobleza de las palabras, y en la combinación matemática de las peripecias, Don Álvaro carece de unidad. Pero si en el arte es necesario no considerar lo que está vivo como simple conjunto de miembros inanimados; si la unidad estriba en la relación que debe existir entre las partes y el todo, en la trabazón y enlace de los elementos humanos traducidos en caracteres naturales ó en pasiones verdaderas y coadyuvando á la eficaz determinación de su pensamiento, en la libertad de disponer del tiempo y del espacio para caracterizar más vivamente los fundamentos de una acción, en el encadenamiento lógico de los sucesos, y, como consecuencia inmediata, en la gradual concentración del interés, Don Álvaro, de tan profunda unidad de pensamiento, atesora todas las demás unidades racionales prescritas por el buen gusto.

La diversidad de medios que usa el autor para desarrollar su idea personificada en Don Álvaro (lazo apretado que anima, como causa ó como efecto, hasta los más nimios pormenores, produciendo así vigorosísima unidad) es tal vez la mayor belleza del drama. ¡Qué mezcla tan admirable de bueno y malo, de arrebato y de juicio, de lastimoso y de terrible no ofrece el singular carácter de D. Álvaro! ¡Có

mo lo ha hecho interesante el poeta para que despierte sentimientos compasivos disponiéndonos á mirar con lástima el error que nace, no ya de perversidad ingénita, sino de accidental acaloramiento y extravío de las pasiones! Fuera de que en esa diversidad de caracteres y de cuadros de costumbres llenos de animación y de verdad, es donde más patentiza el autor su conocimiento del arte y del corazón humano. ¡Y qué riqueza de color, qué variedad de tintas al poner en relieve el naturalísimo contraste que estamos viendo á cada paso en el mundo de lo grande con lo pequeño, de lo trivial con lo sublime, de la risa con el llanto!

Desde el Marqués de Calatrava, de alta gerarquía social, hasta el majo, el arriero y la gitana; desde el Canónigo que se informa del éxito de las corridas de toros, ó el Guardián franciscano, encarnación del espíritu evangélico, hasta el fraile lego, curioso, respondón y desvergonzado; desde la vida de los campamentos hasta el interior de las posadas; desde los descubrimientos de América hasta las con

quistas de Europa, todo es en Don Álvaro profundamente español: el pensamiento, las pasiones, los caracteres, las costumbres, el estilo, todo es hijo de nuestra patria. Sólo el vivo recuerdo del país natal en un corazón apasio

nado que suspiraba lejos de él, hubiera bosquejado con tanta exactitud aquella tertulia vespertina en el aguaducho del tío Paco, que sirve de ingeniosísimo prólogo. Ni encontraremos desde Cervantes hasta nuestros días cuadro mejor pintado que el de la posada de Hornachuelos; ni situación más conmovedora y poética que la llegada de Leonor al convento de los Ángeles; ni escenas de más bizarría que las de la vida militar en Italia; ni de mayor pureza y ternura que la de Leonor y el Guardián al pié de la Cruz; ni más característica y real que la de fray Melitón y los pobres; ni tan llenas de pasión profunda, de grandeza dramática desgarradora como las de D. Álvaro y D. Alfonso (1). ¿Quién no sabe de memoria en España el monólogo en décimas:

"¡Qué carga tan insufrible

Es el ambiente vital

Para el mezquino mortal

Que nace en signo terrible!,>

no inferior en poesía y superior en verdad de sentimiento al famoso de La vida es sueño de Calderón? ¿Quién ignora el de D. Carlos de Vargas:

"¡Ha de morir, qué rigor,

Tan bizarro militar!,»

(1) Véase el Apéndice II.

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