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el estilo de esos poemas se advierte la acertada conjunción de la ingenuidad sencilla y candorosa de nuestros primitivos romances con la bizarra estructura de los de Salinas, Góngora y Lope de Vega, y con la forma altiva ó escolástica del calderoniano? ¿Necesitaré indicar que, por rendir tributo á las circunstancias propias del género, por ser claro y popular, el poeta desciende algunas veces hasta el límite de lo vulgar y prosáico? ¿Serán bastante demostración del arrebato de su vuelo, de su riqueza expresiva las muestras que insensiblemente he dado en el discurso de estas sumarias indicaciones?

XI.

FECTUADO el matrimonio de la Reina
Isabel en Octubre de 1846 creyóse el

Duque obligado á venir á felicitarla. Para ello tomó la vuelta de Madrid, dirigiéndose antes á saludar en Roma al nuevo Pontífice Pío IX que le distinguió sobremanera. Tan luego como arribó á España ofreciéronle la Presidencia del Consejo de Ministros y la cartera de Estado; pero él rehusó ambas cosas y regresó inmediatamente á Nápoles, donde á principios de 1848 fué elevado á la categoría de Embajador extraordinario.

Desatada la revolución por aquel tiempo en casi todas las naciones europeas; sublevada Sicilia; proscripto el inmortal Pío IX, en pago á su generoso espíritu de benevolencia y de concordia, el Duque influyó en pro de la Monarquía napolitana, que al fin humilló entonces á los rebeldes, y aconsejó que se enviase la ex

pedición militar española que contribuyó á restablecer en el trono pontificio al Jefe supremo de la Cristiandad refugiado en los muros de Gaeta. A poco de triunfo tan glorioso averiguó nuestro Embajador que el Rey de Nápoles y la Duquesa de Berry tenían concertada en secreto la unión del Conde de Montemolín con la Princesa Carolina; y protestando contra un casamiento nada en armonía con los intereses políticos de España y de su Reina legítima, abandonó aquella corte el 10 de Julio de 1850.

En Madrid, donde al cabo se estableció con su amada y numerosa familia, publicó al año siguiente (primero en la Biblioteca universal de Fernández de los Ríos, con otras poesías sueltas recogidas bajo la común denominación de El Crepúsculo de la tarde, y después aquel mismo año en un lindo volumen de 138 páginas adornado con láminas dibujadas por Urrabieta) la leyenda fantástica en verso titulada La Azucena milagrosa, que en 1847 había imaginado y compuesto en Nápoles (1). Menos castizo y puro que el de los Romances históricos me parece el género á que pertenece esa producción.

(1) Apenas publicada esta obra, un poeta ramplón y callejero se la apropió desnaturalizándola y despojándola de sus primores. Hízola imprimir, acompañándola de los mismos grabados con que salió á luz la primera edición, con el título de La guirnalda misteriosa, para mejor encubrir el hurto. Denunciado á los tribunales, recibió el merecido castigo.

Sin llegar á la grandiosidad casi épica de El Moro expósito, ni poseer la flexibilidad, concisión y valentía que tanto contribuyen á popu

larizar el romance, la leyenda suele ser una como conseja tradicional escrita por lo común en diversidad de metros, y dedicada generalmente á despertar dulces memorias ú ofrecer entretenimiento deleitable. Puesta en boga por El Estudiante de Salamanca, de Espronceda, y por las varias de Zorrilla, que á vueltas de su mucha incorrección, de sus extravagancias y delirios posee dotes de verdadero poeta, la leyenda, con el carácter que ahora tiene y según hoy entendemos esa denominación, ha sido cultivada entre nosotros por diversos ingenios desde que prevalecieron aquí las doctrinas del romanticismo.

Al dar ligera idea de La Azucena milagrosa, cuya originalidad estimaba el Duque tan patente que no creía que nadie pudiera disputársela ni ponerla en duda, diré algo también de las otras dos leyendas que dejó escritas, Maldonado y El Aniversario, las cuales compuso más adelante y se estamparon por primera vez en el tercer tomo de la colección de sus obras impresas en Madrid por los años de 1853 y 1854.

El Duque de Rivas ha sido una de las personas en quienes se ha manifestado claramente la que ciertos médicos filósofos denominan

insenescencia del alma. Á los cincuenta y seis años de edad escribió La Azucena milagrosa, planta nacida en los vergeles partenopéos y que todavía despliega sus hojas con juvenil verdor y lozanía primaveral. Cuando rayaba en los sesenta dió ser á Maldonado, leyenda en que se ven resplandecer aún las dotes características del Don Álvaro y de El desengaño en un sueño. Cumplidos ya los sesenta imaginó El Aniversario, última de sus producciones de alguna extensión, si no me engaña la memoria. En estas tres obras de la vejez del poeta se puede observar que no envejece su espíritu. Pero al mismo tiempo dejan ver, examinadas atentamente, un si es no es de gradual cansancio en las facultades poéticas del autor. Así es que el elemento sobrenatural, parte esencialísima en la primera y en la última de dichas leyendas, y que en El Aniversario se prestaba, por la índole del asunto, á desarrollo inás grandioso y de efecto más imponente, lo produce menos activo y eficaz que en La Azucena milagrosa.

Dedicó el autor esta hija querida de su ingenio al celebérrimo D. José Zorrilla, á quien profesaba grande amistad, y que ha sido en nuestro país, según he indicado antes, uno de los primitivos y más afortunados propagadores de ese género poético. De la singular esti

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