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con suma atención el relato, aprobando con signos de cabeza y con entusiasmo reprimido las ideas del español, cuando éste aseguraba el triunfo seguro y marcha del ejército realista sobre Buenos Aires; así es que cuando terminó aquél, las manos se extendieron estrechándose, como en un juramento mudo, pero no por eso menos elocuente y verdadero, acordando en pocas palabras comunicarse re-. cíprocamente con la mayor reserva, y yolver á reunirse si el caso lo exigía.'

Aquella conferencia privada y casi en voz baja, tenía lugar, como hemos dicho, en el grupo aislado de cinco hombres, siendo la pieza un comedor de diez metros de largo; las señoras, reunidas al otro extremo, no podían prestar atención, y aunque así fuese, componían ellas las familias de los españoles conspiradores, tan exaltadas las esposas por la causa realista como los esposos ó más. Sin embargo, Florencia, que había oído vagamente las palabras de don Francisco: traición á España y al Rey, dedicó toda su atención desde aquel momento, al relato que hacía el señor de Herranz, y pudo alcanzar lo bastante para saber que se trataba de algo que interesaba á la causa de la Independencia y al ejército que acampaba en Mendoza.

Á ninguna de las personas presentes se le hubiera ocurrido pensar que aquella joven podía tener interés en conocer la conferencia política que tenía lugar; y mucho menos notándola tan atenta, al parecer, á la conversación de las señoras, que recordando noticias de familia y de España, y de objetos de vestir recientemente llegados de Buenos Aires, ocupaban su tiempo en trasmitirse sus impresiones, con la admiración y detalles que acostumbran las gentes sencillas, que conceden un interés capital á cualquier referencia ó asunto sin importancia alguna. Eran ya las ocho de la noche, que en Mendoza,, en aquella época, era hora muy razonable de que cada uno se encontrase en su casa, cerrando su puerta; así és que tocando las campanas de la iglesia las ánimas, como vulgarmente se decía, los invitados de la familia Herranz se pusieron de pie, requiriendo los hombres sus sombreros y las mujeres sus abri

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gos, despidiéndose con atención y gratitud de sus amigos, y prometiéndose volver á encontrarse brevemente reunidos. Por su parte, los jóvenes Eguía y Ortiz, dependientes del señor de Herranz, permanecieron algunos momentos sentados cerca de su principal; aproximáronse luego á ellos la señora doña Mariana y Florencia, dirigiéndoles la primera algunas palabras de amistad.

Florencia, con los ojos bajos, estaba grave y reflexiva, haciendo girar en su mano derecha la borla de un abanico que tenía cerrado.

Ortiz la contemplaba con un interés manifiesto, absorto á la vez en el semblante y en la actitud de la joven: paręcía que anhelaba animar á aquella figura fría é indiferente, llamar su atención é interesarla; pero era en vano, porque Florencia vivía absolutamente para un pensamiento, que se encontraba muy distante de Ortiz.

Continuaba don Francisco sentado en el extremo de la mesa, silencioso, manifestándose en su semblante cierta animación que parecía fuese efecto de ocultos pensamientos que trabajaban su cerebro.

Los jóvenes pidieron permiso para retirarse, el que les fué acordado; despidiéndose con urbanidad.

Tenían éstos sus habitaciones en la misma casa de la familia de Herranz, en el segundo cuerpo del edificio, independiente del primero, pero comunicándose por un corredor.

Tan pronto como se retiraron, la señora doña Mariana, que apreciaba y distinguía á Ortiz por su lealtad y servicios, tan útiles á los negocios que dirigía don Francisco, y que seguramente había notado la simpatía ó afecto que demostraba por Florencia, se expresó intencionalmente de una manera benévola á su respecto, diciendo que era de sentirse no tener una hija para proporcionarse el placer de unirla á un joven de méritos tan relevantes; que día más ó día menos, Ortiz elegiría una esposa en Buenos Aires ó en Santiago, donde sabía cultivaba relaciones de amistad, y se separaría de su casa, formando su hogar fuera de Mendoza.

Don Francisco agregó: «Efectivamente sería una contrariedad para mí, y para los negocios de la Compañía, que Ortiz

nos abandonase; es muy difícil reemplazar á ese joven en las actuales circunstancias. ¿Quién se atrevería á cruzar por este país sublevado conduciendo ó dirigiendo intereses de valor, atravesar la cordillera, cuyos secretos conoce, una vez y otra vez; y sobre todo quién posee el conocimiento de los hombres y de las cosas en estos lugares apartados, con estudio tan prolijo como Ortiz, y ahora que los intereses de España se encuentran tan comprometidos en estas regiones, y que los españoles que no odian y temen al insurgente son mirlos blancos?»

III

Florencia, escuchando aquella especie de confidencia indiscreta, sabía ya lo que tenía que saber: se afirmaba en sus sospechas de que los viajes frecuentes de Ortiz más allá de la cordillera tenían un objeto misterioso: la conferencia tenida de sobremesa entre el señor de Herranz y sus amigos los invitados, cuyos conceptos en parte había alcanzado, revelándole que se vigilaban los actos del ejército patriota en Mendoza; el interés que manifestaba la señora doña Mariana por Ortiz, deplorando no poder unirlo á su familia para asegurar de esa manera su adhesión; la importancia, en fin, que acordaba á los servicios del empleado el señor de Herranz, en los que parecía mezclar ó interesar á la causa que los españoles debatían con las armas en la mano, contra la causa Argentina; todas aquellas circunstancias le parecieron á Florencia que constituían casi una semi-prueba de que en aquella casa de españoles que ella amaba por gratitud y por afecto, se conspiraba contra la libertad Argentina, por la que ansiaba Florencia tener ocasión de derramar la sangre de sus venas, si su servicio así lo requería.

¿Qué hacer en circunstancias tan extraordinarias?

Esa noche no le fué dado cerrar los ojos; cada vez que iba á rendirse al sueño, un temblor nervioso la acometía, y sudorosa y agitada venía á su mente la idea fija que la

preocupaba; le parecía ya que el ejército español sorprendía al ejército patriota, y que después de haberlo destruído, como había dicho el señor de Herranz, marchaba aquél victorioso sobre Buenos Aires.

¿Cómo descubrir la verdad? ¿Debería constituirse en espía de los actos de sus protectores; debería sorprender su confianza arrancándoles el secreto de que dependía tal vez el triunfo ó la derrota de la causa Sudamericana?

Rechazando ese pensamiento por innoble, que su alma sensible y pura no podía alimentar, resolvió esperar y confiar á la fortuna de la Independencia, que aquellos peligros, más o menos reales, en que confiaba el señor de Herranz, desaparecerían, para dar lugar al triunfo del ejército de San Martín, tal vez no lejano. Con esta esperanza, y puesta su fe en la Virgen del Rosario, oraba con las manos juntas. Pasados algunos días después del almuerzo, los esposos Herranz resolvieron dar un paseo por la calle principal de la ciudad, hasta una llanura que da salida al campo, y cuya vista es de las más agradables, porque abrazando una grande extensión, se dibujan á lo lejos las montañas de la cordiIlera.

Los acompañaron Florencia y Ortiz, que marchaban algunos pasos adelante, conversando con franqueza y amistad.

Al llegar á la llanura indicada, el señor de Herranz dijo á Ortiz:-«Ofrezca usted el brazo á Florencia, para evitarle la fatiga del paseo». Así lo hizo éste, aceptando la joven.

Como si respondiese Ortiz al pensamiento de Florencia, empezó á hablar con algún entusiasmo de sus viajes á la Cordillera de los Andes, y á describir la belleza de los lugares que más lo habían impresionado; se extendió sobre las diversas veces que l'a había atravesado, enumerando los peligros á que se había expuesto en aquellas montañas blancas, trepándolas, aterido de frío, con la muerte á sus pies, por los precipicios que parece no tienen fin.... El ruido de las aguas corriendo y saltando sobre las rocas, hace que se in-* cline la vista para buscar ese ruido şubterráneo y misterioso que parece conmover la montaña, hasta los más altos picos de Los Penitentes ó del Campanario, gigantes inmen

sos de nieve que dominan la majestad de aquel lugar, que asombra y hace enmudecer al viajero.

- Debéis estar acostumbrado á esos peligros, le dijo la joven, desde que con tanta facilidad y frecuencia viajáis á Santiago de Chile.

– Os diré, replicó Ortiz; no creo que nadie se acostumbre al malestar que se siente y al peligro que, ofrecen aquellos lugares, pero es necesario. No creáis que por interés particular ni por los intereses de la Compañía me expongo así frecuentemente; hay otros motivos, un objeto de mayor yalía, una recompensa moral, una causa sagrada que me impone el deber de arrostrar esos peligros, y otros que pudieran presentarse.

Calló Ortiz, y la joven no interrumpió su silencio.
Momentos después, decía Ortiz á Florencia:

-Tenía deseos de hablaros sin testigos: no sé si habréis notado la simpatía é interés que me inspiráis; mucho tiempo hace que os lo tengo demostrado, no atreviéndome á expresar mis sentimientos por el temor de no ser escuchado favorablemente, pero no puedo silenciarlo más, porque, creedme, me haríais, feliz si vuestros sentimientos respondiesen á los míos. ¿Por qué ocultarlo por más tiempo? Os amo con pasión, y á la vez reconozco todas las bellas cualidades que os adornan; si quisierais ser mi esposa labraríais mi felicidad.

La joven permanecía tranquila, aunque en sus ojos pardos, grandes y suaves, había más animación, y en su semblante se notaba un color sonrosado, que realzaba las líneas correctas y puras, si bien un poco firmes, que constituían en primer término la belleza especial de Florencia. De estatura elevada, el cuello en la actitud que denota valor, talle flexible, formas nobles y dulces, parecía una estatua, forinando el todo un conjunto simpático, bello y respetable á la vez; su apostura, por lo regular, era reposada; se reía poco, y carecía de aquellos movimientos rápidos y alegres de las jóvenes de su edad.

Pasados algunos instantes, dijo á Ortiz:

Me sorprende lo que me habéis manifestado, porque hasta ahora no había pensado en que pudierais amarme;

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