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una división compuesta de tropas argentinas y chilenas, y las cuales, conjuntamente con la división Las-Heras, debían sitiar luego á Talcahuano, si bien con mala fortuna, con esclarecido valor.

El asalto de aquella plaza fortificada, que parecía tener su asiento en el mar, es una de las páginas más brillantes de la guerra de la Independencia; pues cuando vieron los jefes españoles, acostumbrados á resistir el empuje poderoso de los infantes franceses en los sitios de Tarragona y Tortosa, en Cataluña, que los infantes argentinos, con Las-Heras, tomaron el «Morro>, posición inexpugnable y dominante de Talcahuano, quedaron admirados del valor del insurgente, como decían ellos.

Un error de las otras columnas en el asalto á dicha plaza, hizo fracasar la operación, de lo que se hizo responsable al general francés Brayer, que recientemente había entrado al servicio de Chile y que tenía la dirección del sitio.

XXI

Entre los heridos del combate del «Gavilán» se encontraba el Alférez Vélez-Suárez: había recibido un bayonetazo en el costado derecho, en el momento mismo que se inclinaba para dar un sablazo á un infante español.

Su herida, si bien profunda, no era grave, como lo declaró el cirujano del regimiento; pero tuvo que ir al hospital de sangre, situado á inmediaciones del campamento, que lo constituía un galpón dependiente del caserío.

Sus compañeros de armas, el Capitán y el Alférez VillaMayor, se dirigieron desde el primer momento, con solicitud extrema, adonde el joven se encontraba sufriendo la primera cura, pues no habiéndose desmontado hasta después del repliegue, no habían podido notar su estado.

El joven Vélez-Suárez, al sentirse herido, trató de ocultarlo, y sólo el sargento 2.o Godoy, inmediato á él, pudo notarlo.

-No diga nada, sargento, que esto es poca cosa, le

dijo el oficial, al mismo tiempo que se ceñía la cintura con un poncho de vicuña.

Al llegar al punto de partida, no pudo desmontarse solo, porque la pérdida de sangre lo había debilitado mucho, y entonces pidió al sargento Godoy le prestase ayuda; lo que éste efectuó, tomándolo en sus atléticos brazos.

El sargento Godoy, á quien más adelante veremos figurar honrosamente en la compañía, era un criollo del Estado Oriental, de Canelones, hijo de un vecino español, pero que desde muy joven se consagró á la causa de la libertad con el ilustre General Artigas, batiéndose bravamente en las Piedras y demás combates que dió el patriota oriental hasta 1813.

Un lance personal desgraciado, por una paisana, en que tuvo la mala suerte de quitarle la vida á su rival, lo hizo emigrar á Entre Ríos, y en un contingente enviado á Tucumán para remontar los granaderos á caballo, fué incluído; de modo que tomó parte en los sucesos y en la campaña que tuvieron lugar un año después y más tarde en Salta y en el Alto Perú.

El sargento Godoy era un hombre como de 28 á 30 años, de color blanco y barba negra, estatura elevada, delgado, pero musculoso; sus brazos tenían fama en el regimiento por su longitud, pues estando con su sable en la mano, era difícil aproximársele.

Silencioso siempre, con la cabeza casi inclinada sobre el pecho, parecía estar absorto en continua meditación.

Cuando entró en el regimiento, los demás soldados le pusieron por sobrenombre Paja larga, á causa de su estatura y delgadez; pero unos cuantos sablazos distribuídos duramente sobre los más atrevidos, impusieron el respeto á los demás.

Después de la victoria de Salta, obtenida por el General Belgrano, ascendió á cabo, y los soldados irrespetuosos de antes, le llamaban sencillamente, pero con respeto, el cabo Godoy..

De carácter huraño, lo buscaban, sin embargo, sus compañeros como juez en las disidencias ó diferencias que entre ellos surgían.

No tenía el sargento Godoy el valor entusiasta y alegre del sargento Galván, pero en cambio tenía el valor tranquilo, tenaz y casi cruel, de los caracteres reconcentrados.

No sabía leer, y seguramente ésta era la causa de no haber ascendido más que á sargento, á pesar de sus servicios, de su valor y de sus buenas notas en el regimiento.

Con la misma facilidad que si se hubiese tratado de un niño, desmontó al Alférez Vélez - Suárez, herido, y lo llevó en sus brazos hasta donde se encontraba el cirujano, que le hizo la primera cura.

El Alférez Villa - Mayor pedía licencia frecuentemente, cuando no estaba de servicio, para acompañar y asistir á su amigo el Alférez Vélez-Suárez.

Éste, á su vez, no podía pasar un día, ni una hora, sin la compañía de su hermano de armas.

El Alférez Villa - Mayor, con la delicadeza y dulzura que le eran naturales, atendía las exigencias del herido con solicitud suma, y cuando éste se encontraba bien, hablaban largamente de su familia, del futuro, de esperanzas risueñas; en fin, de todo aquello que complace á la juventud.

En cierta ocasión el primero dijo al herido:

Dime, Armando, ¿no tienes algún amor que embargue tu corazón y preocupe tu pensamiento; no existe alguna mujer en Rancagua ó en Santiago que llene las exigencias de tus más íntimos sentimientos?

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-En verdad, contestó Armando, que parecerá raro; pero es lo cierto que prescindiendo de los entretenimientos pasajeros que todos los jóvenes á mi edad han tenido, no he encontrado aún la mujer adorada con que se sueña siempre, y que, una vez hallada, ejerce en la vida del hombre y en su destino la más decisiva influencia para el bien ó para el mal. Pienso encontrarla; y de seguro, mientras esto no suceda, no sacrificaré mi libertad por satisfacer ambiciones del momento.

He creído alguna vez estar verdaderamente enamorado, pero luego me he convencido de que era simplemente una

ilusión de la juventud, de la frecuencia en el trato social con señoras, y de otras muchas circunstancias que surgen en la vida galante de los jóvenes; pues el amor serio, infinito, absoluto, aquel que es el motor impulsivo de las más nobles ambiciones, de los más grandes esfuerzos, que es para la existencia del hombre el espíritu, la razón y las facultades de la vida misma, no lo he encontrado ni sentido; y sin embargo mi alma hermana debe existir, porque no es posible que sea yo un desheredado de la suerte que proporciona á todos los hombres de la tierra la mujer amada; y así es que, confiado en esa ley invariable de la humanidad, espero que ha de llegar para mí también, el momento feliz en que pueda decir: la encontré y la poseo.

El Alférez Villa-Mayor estaba sentado de manera que la media luz que daba sobre el lecho del herido, no permitía ver los semblantes; á no ser así, se habría podido notar la palidez del alférez y su emoción á medida que Armando hablaba; y cuando éste terminó, se hubiera notado también su satisfacción visible, pues con las manos juntas parecía implorar con fe, del Altísimo, la más completa felicidad para aquel joven herido, que ignoraba era objeto de tan vivo interés, inspirado por los más hermosos sentimientos.

Permanecieron en silencio algunos instantes, y luego Armando volvió á decir:

-Parece, querido Florencio, que no consideras exacto lo que acabo de expresar, pues tu silencio supone la duda. - De ningún modo, Armando; encuentro muy razonables tus ideas, y creo que seguramente has de encontrar en breve la mujer que tú llamas alma hermana, y que hará la felicidad soñada, á que tienes derecho. Por mi parte, hago votos para que eso suceda.

Como se aproximaba la hora de lista, se levantó de su asiento el Alférez Villa-Mayor, diciendo á su amigo:

Bueno, como ya es tarde, permíteme que me retire; mañana volveré á verte, y te felicito por tu mejoría, que, según expresó el cirujano, se acentúa; espero que en

tres en convalecencia y pronto se te dé de alta, porque se extraña tu falta en la compañía, y todos los compañeros se preguntan: «¿cuándo estará aquí el Alférez VélezSuárez? - Ya ves, Armando, que es satisfactorio que los hermanos de armas deseen el pronto regreso de su oficial ó de su camarada.

-Te agradezco, Florencio, contestó el herido, el buen recuerdo de mis compañeros, y tu fineza en recordármelo; dame tu mano generosa, que quiero estrechar con cariño entre las mías, haciéndote una sencilla confidencia, que tú apreciarás en lo que vale: -soy feliz, y olvido todos mis pesares, hasta la incomodidad que me causa mi herida, cuando tú estás presente; no sé qué acento singular tiene tu voz, que dispone á la esperanza de mejores días. Me parece escuchar el acento cariñoso de mi madre ó de mi hermana, en mi tranquilo hogar. Dispensa si te molesto con estas ideas; pero es natural, en este lecho donde hace ya días que me encuentro solo con mi pensamiento, se tienen ideas tristes, y al pensar en la patria, se piensa también en los que dejamos allá, orando por nosotros. Les he de escribir á los míos, que eres mi fiel compañero, más que eso: mi consuelo en la situación en que ahora me hallo. Adiós, pues, y hasta ma'ñana. No faltes, Florencio.

Se comprenderá fácilmente cuál sería la situación del alférez, al oir expresarse en aquellos términos á Vélez-Suárez. Desde aquel día fué más cauto en sus relaciones con su joven compañero, sin dejar por eso de atenderlo con solicitud é interés.

Mientras se hallaba asistiéndose de su herida el Alférez Vélez-Suárez, había tenido lugar el asalto á Talcahuano por los patriotas, y su rechazo con pérdidas sensibles.

La caballería apenas si tomó parte en aquel combate, pues se limitó á proteger las columnas en su retirada, que no fueron hostilizadas fuera de trincheras, porque el enemigo quedó amedrentado.

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