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Collado á esplorarlas con esquisita diligencia. Infructuosa al principio; pero ausiliado de los indígenas amigos, se dió tanto movimiento para hallar los nacimientos del metal precioso, que al fin, por su mal, dió con ellos, descubriendo veneros de oro fino eu tierras de los teques. Por su mal hemos dicho y con razon. Que no bien llegó á oidos de Collado la novedad, y vió las muestras de oro enviadas por Fajardo, cuando sin mas ni mas, revocando á este los títulos y poderes que antes le habia dado, le mandó llevar preso á Borburata. Todo esto pretestando que Fajardo era un hombre arrojado y astuto, que los indios le amaban, que de muchos caciques poderosos era deudo; precisamente las mismas razones que para su nombramiento de teniente general conquistador se tuvieran presentes hacia poco. Fortuna y grande fué que para evitar esta observacion no le mataron, ó cuando ménos no le retuvieron preso largo tiempo achacándole delitos capitales; pero el gobernador cuidándose poco de las apariencias, le halló sin culpa, le nombró por justicia mayor de la villa que él babia fundado, y puso por teniente general á Pedro Miranda, que le habia prendido : con lo que quedó recompensado.

No era el tal Miranda hombre capaz de seguir el sistema pacífico y mañoso de subyugar á los indios, tan felizmente comenzado por Fajardo. No llevando mas anhelo que el de sacar oro, se quedó con unos cuantos negros á labrar las minas, y envió con Luis de Ceijas unos vinte y cinco hombres de armas que le acompañaban, para que recorriesen la provincia, entrando por el pais de los mariches; nacion que, dividida en numerosos pueblos, habitaba por aquel tiempo desde donde acaba el valle de San Francisco, muchas leguas de tierra quebrada hácia el naciente. Ademas de los mariches, estaban al norte de estos en la costa de Caruao los gandules; mas léjos, por el sur y el sudoeste, los tarmas, los quiriquires, los tumuzas. Todas estas razas y las que ya hemos nombrado, tan numerosas y valientes, que la hoya del Tuy podia considerarse como la parte mas poblada y mejor defendida de Venezuela: sin embargo de lo cual le ocurrió á Miranda el estraño pensamiento de mandarla saquear con veinte y cinco hombres, valientes, es verdad, pero no invulnerables.

Atajado Ceijas á los primeros pasos, hubo de retirarse, aunque vencedor en un reencuentro, temeroso de la muchedumbre de sus contrarios, y halló á Miranda con mucho miedo en los mineros,

preparándose para hacer lo mismo; porque el señor de los teques, Guaicaipuro, desconfiado é inquieto, comenzaba á moverse dando señales de guerra. No atreviéndose á esperarla, llegado que hubo el compañero desamparó el teniente general las minas, y con buena porcion de oro en polvo se retiró al Collado; donde encomendando la provincia al cuidado de Fajardo, se embarcó para Borburata á dar cuenta, como él decia, de su encargo.

El oro que llevó Miranda y la noticia de ser mui pobladas aquellas tierras de Carácas, aumentaron en Collado el deseo de conquistarlas; y con este fin envió á ellas por su teniente á un soldado valeroso y esperimentado, de nombre Juan Rodríguez Suárez, natural de Estremadura. Salió este del Tocuyo con treinta y cinco hombres que le dió el gobernador, y sin que se le ofreciese accidente alguno desgraciado en el camino, atravesada la loma de los arbacos, entró en la de los teques. Mui luego tuvo que combatir con Guaicaipuro; mas le venció en varios reencuentros, haciendo en sus huestes grande estrago y obligándole á pedir las pazes. Y como de este buen resultado coligiese el estremeño quedar asegurados el respeto de su nombre y la conquista, dejó en las minas solo la gente de servicio suficiente para labrar los metales, y con ella tres hijos suyos pequeñuelos que habia llevado del Nuevo reino de Granada, donde militara mucho tiempo.

Saliendo con el resto á visitar la provincia, se entró por el pais de los indios quiriquires á las riberas del Tácata, corrió por las del Tuy, holló la tierra de los mariches; y viendo por do quiera señales de voluntaria sumision, emprendió el regreso por el valle de San Francisco, Aquí se hallaba, cuando un indio que iba de la vuelta encontrada corrió como le hubo visto hácia él, y le dijo : « Señor, los que trabajaban en las minas son muertos y tus hijos con ellos. » Y así era la verdad, porque él solo habia escapado al furor de Guaicaipuro. Este, en efecto, al ver desamparadas las minas por Rodríguez, y solo para defenderlas gente inútil, en el silencio de una noche, daudo de sobresalto en ellas, degolló sin piedad é indistintamente á todos los trabajadores indios, negros y españoles. Ni fué esto lo peor, sino que por sugestiones suyas se levantó en armas Paramaconi, cacique de los taramainas, y yendo al lugar del valle de San Francisco, en donde poco ántes habia fundado Fajardo el hato del ganado, hirió ó dispersó las reses, redujo á cenizas las cabañas, despedazó el aprisco y mató á los pastores. Y todo esto

lo vió Rodríguez poco despues de recibida la infausta nueva de sus hijos.

Por lo que conociendo entónces lo errado de su pensamiento en tomar por obediencia el malicioso disimulo de los indígenas, coligió de tan señalado atrevimiento alguna general conjuracion de sus naciones, que amenazaba guerra á muerte. Y en efecto, cuando su gente se ocupaba en recoger el ganado disperso, salió Paramaconi por el abra de Catia con seiscientos flecheros, y trabó pelea con ella, tan bien dispuesta y obstinada, que maltrechos de resultas los españoles, aunque lograron rechazar al enemigo, levantaron á media noche el campo, y cargando con sus muchos heridos, guiaron á paso largo la vuelta del Collado. No hubieran parado hasta allá, si no les encontrara á corta distancia del sitio de la batalla Juan Rodríguez; quien poco ántes habia salido para aquella villa á conferenciar con Fajardo, y noticioso del acometimiento de Paramaconi, volvia ahora al socorro de los suyos, sin haber acabado su jornada. Tanto para impedir- el desaliento de su tropa, cuanto para hacerse con un asilo que le sirviese en casos desgraciados, no solo volvió al hato, sino que fundó en su lugar una villa que llamó, como el valle, de San Francisco, nombrando ayuntamiento y repartiendo por encomiendas las tierras inmediatas. Mui poco despues de esta fundacion, fué acometido cuerpo á cuerpo por Paramaconi en las lomas del arroyo de Caruata, y herido por el indio sin daño alguno de este, hubo de suspender los aprestos que estaba haciendo para sujetar con las armas á los caciques alterados del contorno.

CAPÍTULO XI.

Sistema que en sus poblaciones siguieron al principio los españoles-Encomiendas. Esclavitud de los indios. Estado de Venezuela en 1560, época de la fundacion de la villa de San Francisco.

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Mientras esto sucedia, los gobernadores españoles, afanándose tan solo por buscar y beneficiar mineros, despreciaban la mejor y mas segura fuente de prosperidad para los pueblos; y aquellas comarcas de Venezuela, tan ricas, tan amenas, permanecian cubiertas de bosques y jarales, sin recibir el beneficio de la agricultura. Desdeñaban los fieros conquistadores aplicar sus manos á la labor de los campos, abandonándolo, como oficio indigno de guerreros, al cuidado de los indios; y estos, ignorantes de suyo, indolentes y forzados, continuaban sin mejora alguna las imperfectas labores que aprendieran de sus mayores. De aquí la miseria: de aquí el estender el privilegio de encomenderos á muchos individuos que no eran conquistadores, siempre con la mira de que supliese el trabajo de los indígenas por el trabajo de los colonos: de aquí en fin, y de la sed del oro, la introduccion progresiva de esclavos africanos, á medida que los indios, en las guerras ó en los trabajos perecian.

Desde la separacion de los Belzares del gobierno de la provincia hemos visto seguir á los españoles un método de conquista, en parte diferente del de aquellos desapiadados estranjeros. Desacreditadas las ideas del Dorado, ya no se pensó en buscarlo á costa de espediciones lejanas y llenas de peligros; siendo así que se tenian al alcanze de la mano tierras ferazės, naciones indígenas que las cultivasen y minas que no podian faltar, segun las ideas de aquel tiempo, en ninguna parte de la América. Adoptado este plan, no bien era sojuzgada una tribu, cuando se escogia el sitio mas conveniente para edificar una ciudad, á fin de asegurar la conquista. Si se hallaban veneros en el territorio, desatendiéndose todo lo no se cuidaba sino de beneficiarlos, agolpando á ellos los negros que tenian y los indios. Dispuestas las primeras

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barracas, unos cuantos españoles procedian á constituirse pueblo de la nueva ciudad, á la cual se daba un gobierno municipal que indistintamente se llamaba cabildo ó ayuntamiento; y hecho esto, se repartia la tierra entre los pobladores, segun su rango y mérito, siguiendo la misma suerte los hombres; no porque de esta manera adquiriesen los españoles sobre ellos un derecho de propiedad, sino de proteccion, como algunos lo han llamado:

La lei, como es justo decirlo, lo queria así. Ella ordenaba al encomendero proteger al indígena puesto á su cuidado, contra todas las injusticias á que su ignorancia en los usos y costumbres sociales le esponia que los reuniese en un lugar que no debia habitar él mismo que los instruyese en la doctrina cristiana : que organizase su gobierno doméstico, haciendo respetar la autoridad paternal, débil ó, por mejor decir, nula entre los pueblos que no han alcanzado un cierto grado de civilizacion : que los dirigiese en sus traba jos agrarios y domésticos; y últimamente, que sembrando en el seno de sus familias la semilla de la cultura política y religiosa, procurase destruir por su medio las inclinaciones, hábitos y creencias de la vida salvaje. En cambio de estos beneficios, el indio dėbia dar al europeo un tributo anual, que pagaria en oro, en frutos ó labrando para él las tierras y las minas.

Hasta qué punto justificasen este régimen la ignorancia y rudeza de los indios, es cuestion que se ha debatido mucho ociosamente, pues la historia demuestra que en todos los paises de América, las encomiendas no fueron útiles ni á los encomenderos ni á los encomendados. Estos, como en otra ocasion lo hemos hecho observar, murieron á millares, víctimas de un trabajo superior á sus fuerzas y contrario á sus costumbres. Habituados los españoles á holgar, mientras los indios trabajaban para ellos, mas bien podian llamarse cómitres que pobladores.

Varias alteraciones recibió de los reyes esta lamentable institueion. En 4538 se mandaron conceder encomiendas solamente á las personas que residiesen en las provincias conquistadas; único modo de conseguir que los indígenas obtuviesen los beneficios que la lei les prometia. Pero siete años despues se hicieron ilusorios estos beneficios, permitiendo el repartimiento entre personas de mérito; como los cortesanos, por ejemplo, los cuales recuperaron de este modo el derecho de tener encomiendas, que vendian ó administraban desde la metrópoli del modo que puede imaginarse. En los

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