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ó daban impulso á los otros. Tan punibles son para él los abusos del Duque de Arcos y de varios de sus prohombres, como el furioso desenfreno de la demagogia y la liviandad de los mercaderes de patriotismo. Profundo conocedor del corazón humano, á veces pinta un carácter con una sola pincelada é individualiza magistralmente los principales rasgos de la fisonomía moral del personaje que bosqueja.

Pero lo que acaso resplandece más en esta obra es la elegancia y brillantez del estilo. Natural, sencillo, vigoroso, el autor sabe dar rapidez y movimiento á sus narraciones, manteniendo vivo el interés y haciéndonos presumir que está pasando á nuesta vista lo que leemos. Sus cuadros son bajo-relieves colori

que no sólo engañan los ojos, sino el tacto, cuando desconfiando de nosotros mismos nos acercamos á tocarlos para convencernos de que no han sido invenciones de la fantasía. En suma, el Duque de Rivas se ha colocado, con libro tan bien pensado y escrito, á la altura de los historiadores más notables de nuestra patria y de lo que hoy exige la ciencia luz de la verdad y maestra de la vida como la llamaba Marco Tulio.

Un escritor francés, deudo de cercanos parientes del Duque, pero rabioso demagogo y furibundo anticatólico (el Sr. Gustavo Hub

bard), dice en su Histoire de la Littérature contemporaine en Espagne, impresa en París en 1876, que el precioso estudio histórico sobre la Sublevación de Nápoles, «no se distingue por ninguna cualidad superior.» A este equivocado juicio de quien ha vivido entre nosotros bastantes años, pero á quien falta la imparcialidad de historiador y sobra la saña implacable de sectario (por lo cual disparata sin medida al apreciar hombres y cosas), opondré aquí lo que decía sobre el mismo escrito, con su natural ingenuidad, vasta erudición y criterio atinadísimo, el insigne D. Juan Eugenio Hartzenbusch (1). Según su inapelable dictamen, el Duque de Rivas «ha escrito una historia como pocas hay en castellano ni en ningún otro idioma: con verdad en los acontecimientos, con tino en la investigación de sus causas, con recto juicio de los hombres y de sus acciones, de los impulsos y fin de aquéllos, de las circunstancias de éstas y su resultado. » Esto en

(1) En su interesante Prólogo al tomo quinto y último de las Obras completas del Duque de Rivas, impreso en Madrid en 1855. El Prólogo se escribió mediado ya el año 1854. En él hace de mi el inmortal Hartzenbusch conmemoración tan benévola y honrosa que encadena para siempre mi gratitud.-El excelente crítico Don Federico Balart, cuyo saber y buen gusto no necesitan encarecimientos, se burló con muy fina sátira del desatinado libro de Hubbard en un precioso artículo que dió á luz en El Globo, periódico republicano.

cuanto al fondo del libro. Respecto á la forma, sostiene, coincidiendo con mi humilde parecer, que la historia de que se trata está escrita «en estilo fácil, claro, familiar, pero á veces elevado, enérgico y pintoresco según conviene, sin empeño en remedar á Tácito ni á Salustio, á Mendoza ni á Thiers, ni á ningún otro autor español ni extranjero;» y que, en tal concepto, el Duque nos ha legado «un libro de los mejores que en su línea tenemos en el idioma de Mariana y Solís.»—Entre el juicio de un español tan sabio, tan imparcial y de tan selecto gusto literario como Hartzenbusch, y el de un francés poco apto para apreciar bien estas cosas, y tan fanático y descreido como Hubbard, no hay vacilación posible.

Desde que el egregio poeta volvió de Nápoles vivió rodeado constantemente de la consideración de todo el mundo, halagado por la fama, querido y respetado de cuantos tuvimos la dicha de frecuentar su trato agradable á maravilla.

Tan grande, tan profundo era el respeto que había logrado ya inspirar hasta á sus más decididos adversarios políticos, que á pesar de la sañuda intolerancia de nuestras aciagas banderías y del furor con que entre nosotros se han solido desatar en violentas persecuciones los revolucionarios triunfantes, pudo permanecer

que

en España durante el bienio progresista de 1854 á 1856. Yo que, invitado cariñosamente por el Duque, fuí á Cádiz desde Sanlúcar de Barrameda en el verano del año 55 para pasar á su lado una semana en la misma habitación había ocupado hasta entonces su hijo Gonzalo, hoy Marqués de Bogaraya, y que tuve el gusto de acompañarle constantemente mientras gocé su cordialísima hospitalidad en aquel emporio de cultura, pude apreciar por mí mismo el vivo afán con que las personas más distinguidas de la sociedad gaditana, fueran cuales fuesen sus opiniones, se disputaban la honra de tratarle y agasajarle, recreándose en su conversación siempre chispeante y amena, y viendo y considerando en él, más aún que al egregio prócer, al autor de Don Álvaro y de El Moro expósito, es decir, á una de las más altas glorias literarias de nuestra nación.

Pasado el bienio (paréntesis desastroso y de universal inquietud, como todos aquellos en que por ceguedad ó por sorpresa han prevalecido aquí las ideas torpemente revolucionarias), el Duque volvió á entrar en juego y á obtener los altos puestos y elevadas consideraciones correspondientes á quien había merecido tan gran renombre en los azares de la vida pública.

Pero como el tiempo es inexorable, aquel

hombre ceñido de tan honrosos laureles, aquel íntegro Presidente del Consejo de Estado, aquel glorioso Director de la Real Academia Española é individuo de número de otras Reales Academias, aquel insigne caballero del Toisón de oro y de las órdenes más calificadas y encumbradas de varias naciones pagó á la muerte inexcusable tributo y dejó de existir el 22 de Junio de 1865, á la edad de setenta y cuatro años, tres meses y doce días. La índole propia de su ingenio, en quien se hermanaba lo jovial con lo fogoso; la afabilidad de su carácter, la riqueza de su imaginación, el fuego de su espíritu, la gallardía de su persona, todo coadyuvó á librarlo de los comunes achaques de la vejez y á darle hasta en sus últimos años cierto aire de juventud. Este juvenil aspecto del anciano, que le hacía tan atractivo, era sin duda como anticipado reflejo de la perpetua juventud de sus admirables creaciones. ¡Felices aquellos que, como el autor de Don Álvaro, puedan exclamar, aludiendo á sus obras inmortales:

Pasma, absorta,

Admirando-se n' arte a natureza!>>

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