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gún actor de este siglo ha superado en varia y fogosa inspiración), es indudable que hasta que se estrenó el Don Álvaro no comenzó á triunfar aquí el romanticismo de un modo eficaz.

Tanto al escribir en francés el Abén-Humeya, cuadro poético y verdadero, como al trasladarlo al castellano y trazar y desarrollar en su propio idioma La Conjuración de Venecia, Martínez de la Rosa, emigrado entonces en Francia, no se atrevió á más que á lo que se arrojaban en aquel foco de cultura hombres como Casimiro Delavigne, con cuyos dramas históricos tienen cierta analogía en índole y genio los del vate granadino. Para adelantarse en la corriente que á orillas del Sena empezaban á seguir, rompiendo abiertamente con la dramática tradicional, los autores de Envique III y de Hernani ó el calenturiento creador de Chatterton, faltábale audacia á Martínez de la Rosa. Pero aunque no llegó á someterse de una vez al dogma de la escuela romántica, porque su natural templado y comedido no consentía cierta clase de arrebatos, fué más allá que Larra con el Macías, á pesar de la falta de miramientos que en el satírico famoso era como privativa de su carácter. Don Álvaro, que sin escrúpulos de ninguna especie entró de lleno en la nueva senda, es, pues, el verda

dero golpe de gracia con que el espíritu innovador romántico puso fin al imperio del agostado y moribundo clasicismo á la francesa, que había prevalecido y dominado en la escena española por largos años sin conseguir nunca echar entre nosotros hondas raices.

IX.

IENTRAS el mérito del Don Álvaro colocaba al Duque de Rivas en las cum

bres de la poesía poniéndole al nivel de los mayores dramáticos de la antigüedad y de los tiempos modernos, sus dotes oratorias acrisoladas en el Estamento de Próceres, su moderación (tachada de apostasía por la demagogia incorregible) y otras prendas y calidades le elevaron á la suprema dirección de los negocios públicos. Sorprendido con el nombramiento de Ministro de la Gobernación del Reino en el Gabinete que formó y presidió Istúriz por Mayo de 1836, mostró en él vivísimo anhelo de acabar la guerra civil y de enfrenar el arrojo amenazador de los revolucionarios. El plan general de estudios que formuló entonces y que el espíritu retrógrado de nuestros llamados progresistas condenó inmediatamente al olvido, será siempre

honroso timbre de su administración. Pero aquel Ministerio cayó en breve empujado por el asqueroso motín de la Granja, y el Duque se vió precisado á refugiarse en casa del Ministro de Inglaterra y á emigrar á Portugal tan pronto como pudo hacerlo.

Esta nueva emigración, por causa tan distinta de la que ocasionó la primera, duró poco más de un año. Promulgada la Constitución de 1837, el Duque la juró en manos del cónsul de España en Gibraltar, de donde salió para Cádiz á principios de Agosto. Elegido senador por la provincia de Córdoba y por otras varias aquel mismo año, volvió á tomar parte en las luchas y agitaciones políticas; pero el pronunciamiento de setiembre de 1840 que arrojó de España á la Reina gobernadora, con escándalo de la disciplina militar atropellada por los más interesados en sostenerla y arraigarla, le apartó de la arena candente de los partidos y le indujo á retirarse con su familia á Sevilla. Allí permaneció hasta mediado el año 43, que se trasladó á Madrid por asuntos particulares.

En ese periodo, que él llamaba de desgracia y que fué uno de los más tranquilos de su vida, convirtió de nuevo su actividad al cultivo de las letras. Respirando las auras del Guadalquivir que arrullaron su cuna; amado, respetado, festejado constantemente por las personas

más ilustradas é importantes de aquella culta población; convertida su casa en una especie de templo de la poesía y de las artes, compuso allí entre flores, á la grata sombra de los limoneros y naranjos de sus embalsamados jardines, las comedias Solaces de un prisionero, La morisca de Alajuar, El crisol de la lealtad, El desengaño en un sueño y El parador de Bailén, prueba evidente del esplendor y abundancia de su numen. En Solaces de un prisionero no hay la exuberancia vital ni el vigor y energía que rebosan en Don Álvaro; pero se hallan bien trazados caracteres, nobles pasiones, sabor á los grandes modelos del siglo XVII, y cierta lozanía de expresión que hace olvidar la falta de interes dramático y la excesiva languidez de varias escenas. La morisca de Alajuar y El crisol de la lealtad son dos comedias antiguas por el corte y por el estilo. La primera no vale tanto como supone Pastor Díaz, para quien es la «producción más acabada y más bella del Duque de Rivas, la más interesante, la de más movimiento y de más preparado desenlace; >> pero merece sin duda mayor aplauso que el que le otorgaron á su estreno el público y los críticos de esta corte. El parador de Bailén es una farsa poco digna de la pluma de tan gran poeta, bien que no carezca de gracejo.

Después de Don Álvaro y de El moro expósi

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