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generoso. Enemigo por temperamento de toda cautelosa disimulación, habríale sido imposible sostenerse ni un solo instante por tenacidad del amor propio, y menos aún por ninguna clase de interés bastardo, en aquella opinión ó aseveración suya que más adelante le llegase á parecer por algún concepto equivocada ó errónea. Alma franca y abierta embellecida por inagotable prontitud, lozanía y agudeza en el discurrir, no podía dejar de hacerse amable á todos y de atraerse universales simpatías. Tantas le rodearon durante los años de su permanencia en Nápoles, que aquella época de su vida puede considerarse como de las más dichosas.

Antes de abandonar el suelo patrio para ir á gozar las delicias de Capua como representante español en las Dos Sicilias, el Duque había publicado en Madrid por los años de 1841 otra de sus mejores y más geniales obras poéticas, los Romances históricos, escritos unos en país extranjero, compuestos otros en España de vuelta de la emigración.

Aunque las creaciones escénicas del Duque patentizan que la cualidad más característica de su ingenio estriba en el elemento dramático, tal vez ninguna de sus obras ponga semejante cualidad en relieve como esos castizos poemas. Tan preciosa colección de joyas (no exentas de

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lunares, pero bañadas en perfume de muy acendrado españolismo) es elocuente condenación de los enemigos del romance, y justa medida de la flexibilidad con que esa forma de composición, exclusivamente española, se presta á todos los tonos, desde el más llano y apacible hasta el de más sublimidad ó mayores bríos. No en vano es en España el metro popular por excelencia.

Preceden á los Romances históricos atinadas observaciones acerca de género poético tan á propósito para escribir y narrar hazañas memorables. Y como el autor no se propuso hacer de ninguno de ellos una epopeya, aunque en muchos enlace el elemento épico al vigor y colorido dramático (mostrándose muy conocedor de lo que debía ser la poética de su siglo), no hay razón para presumir, como ha dicho alguien, que hacía poesía épica sin sospecharlo, ni para echar de menos en tal poesía la unidad trascendental que constituye «la última perfección del arte.» En esos breves cuadros poéticos suele el Duque no atenerse á la exactitud de los hechos que refiere ó canta, y antepone á la estricta verdad histórica las creencias populares consagradas por la tradición, que el vulgo tiene por más verdadera que la propia historia. Pero ¡con qué viril ingenuidad, con cuánta grandeza no retrata á los hé

roes de nuestra nación y á la nación misma! Uno de los críticos más sensatos é ilustrados de la época romántica, el joven poeta D. Enrique Gil, arrebatado á la existencia en edad florida y en suelo extranjero, se refería de esta suerte á esa colección de poemitas el año mismo en que salieron á luz: «Argumentos hábilmente conducidos, caracteres marcados, figuras animadas, vivas y ricas descripciones, afectos verdaderos y vehementes, rasgos atrevidos y grandes, entonación poética, locución castiza y exquisitos conocimientos históricos adornan y enriquecen estos romances. » Aquel malogrado escritor encuentra además en esas composiciones tantas cosas que lisonjean nuestro orgullo, que halagan nuestra memoria y despiertan nuestra nacionalidad, que su impresión no puede menos de ser altamente noble y patriótica. Y observa, como consecuencia de lo antedicho, que «la inspiración sola, aun desnuda de los primores y atavíos del arte, debe encontrar un eco fuerte y sonoro en el corazón de los españoles: pero el arte mismo que la engalana, ni la rebaja ni la afemina; antes la alienta y vivifica. >>

Comprueban la exactitud de este juicio todos y cada uno de los Romances históricos.

Los tres primeros de la colección, llenos de interés dramático, ponen en relieve al Rey

D. Pedro de Castilla, tan célebre por sus justicias y crueldades, y con tan vigoroso y siniestro colorido pintado por el poeta. En el que se refiere á D. Álvaro de Luna bosqueja el autor muy al vivo la turbulenta corte de D. Juan II y el trágico fin del Maestre de Santiago amigo y favorito del Monarca. El Conde de Villamediana es fiel trasunto de la España decadente de Felipe IV con sus costumbres galantes y caballerescas. Hállanse retratados moralmente de cuerpo entero en Una noche en Madrid Doña Ana de Mendoza, Princesa de Éboli, el secretario Juan de Escobedo, el audaz é intrigante Antonio Pérez, y el Rey Felipe II

"Macilento, enjuto, grave,

De edad cascada y marchita.»

Un embajador español, La muerte de un caballero, La victoria de Pavía y Un castellano leal son cuadros que respiran nobleza española y lealtad castellana. En el titulado Recuerdos de un grande hombre, que empieza por la llegada de Cristóbal Colón al convento de la Rábida y concluye por el descubrimiento del Nuevo Mundo, el calor del grandioso espíritu del héroe se comunica á la narración de sus penalidades y esperanzas. ¡Qué verdad local no encierra la sencilla pintura de aquel almuerzo que se efectúa

"En el estrecho recinto

De una franciscana celda,

Cómoda, aunque humilde y pobre,
Y de extremada limpieza,»

preludio del acontecimiento más portentoso de la historia universal! ¡Con qué interés no asistimos á las sabias explicaciones del redentor de. un mundo, tenido hasta entonces por visionario! ¡Cómo se inflama nuestro pecho al soplo de la inspiración divina del cosmógrafo! ¡Qué bien le da á conocer el poeta cuando dice:

"De aquel ente extraordinario

Crece la sabia elocuencia,

Notando que es comprendido,

Y de entusiasmo se llena.

>> Se agranda; brillan sus ojos

Cual rutilantes estrellas;

Brotan sus labios un río

De científicas ideas;

»No es ya un mortal, es un ángel,

Nuncio de Dios en la tierra;

Un refulgente destello

De la sabia omnipotencia. >>

¡Con qué profundo conocimiento, con qué rápidas pinceladas no anima á los más notables personajes de aquella gloriosa corte y de aquella época sin igual en los anales del mundo! ¿Quién no se siente embargado de respeto al

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