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En Colmenar de Oreja, y mientras se daba pienso á los caballos, la noticia de que llegaban fuerzas realistas sembró el pánico en los sublevados. Villacampa, Rodríguez Ballesteros, Fullker, el sargento Tomás Pérez, un trompeta y varios soldados montaron sus caballos y huyeron al galope: Villacampa cayó del suyo. Aconsejó el brigadier à sus compañeros de desgracia que se pusieran á salvo, y él, con el trompeta, procuraría buscar refugio. Oculto en un molino, detúvole poco después el general Moreno del Villar, perseguidor, con buen golpe de caballería y Guardia civil, de los fugitivos. No debió envanecerle á Moreno del Villar este servicio. La prisión de Villacampa, lejos de agradarle, contrarió al Gobierno.

Tomás Pérez, el valiente sargento de caballería, fué el más desgraciado de los fugitivos, pues al vadear en su huida el Tajo con algunos soldados, fué traidoramente asesinado por un cabo de su mismo regimiento.

Casero, salvado por don Antonio Moya, docto catedrático del Instituto del Cardenal Cisneros y el ex diputado federal señor García Marqués, ayudados por otros federales sus amigos, pudo llegar á Francia.

A la generosidad de don Felipe Ducazcal, debió su salvación el alférez Soler. Villacampa, el teniente González y los sargentos Bernal, Gallego, Cortés y Velázquez, sometidos à proceso militar, fueron condenados á muerte, pena que, por fortuna, como veremos, no llegó á ejecutarse.

Como observamos desde un principio, no intervino en realidad el pueblo en esta pretendida revolución.

Los pocos paisanos que se dispusieron á tomar parte en ella, ó lo hicieron espontáneamente al conocer los primeros sucesos, ó fueron avisados con tal retraso, que apenas pudieron prestar otro concurso que el suyo personalísimo.

Así, apenas si se vió al pueblo representado en tal ó cual grupo que desarmó á algún soldado, dió vivas á la República á la aparición de Pavía en la plaza de Antón Martín ó intervino en los incidentes que acarrearon la muerte del Conde de Mirasol y el brigadier Velarde. De algunos paisanos habla Casero en el relato que dejamos inserto. De otros pudiéramos hablar con encomio nosotros; pero nos lo vedan consideraciones fáciles de adivinar.

De los republicanos más notorios, ya hemos dicho que sólo Pi y Margall se hallaba en Madrid. Pues bien, Pi y Margall fué visitado por Villacampa á poco más de las cuatro de la tarde del día 19. Hasta esa hora, nada se le dijo de lo que se intentaba. El amor propio es mal consejero, y por tan seguro se debió considerar el triunfo, que los directores del movimiento confiaron en que les sobraban fuerzas. Así cayó en el vacío una sublevación que se inició como huyendo del pueblo y á que el pueblo, de seguro, hubiera prestado un calor que los hechos demostraron menos desdeñable de lo que, por lo visto, hubo de juzgarse.

Pi y Margall aconsejó á Villacampa que meditase más la aventura en que iba á comprometerse, y le manifestó desconfianza de que respondiesen todos los elementos que se decía comprometidos. Bien à su pesar, confirmaron los sucesos esa desconfianza.

Es indudable que los revolucionarios contaban con medios que, mejor combinados y ayudados por elementos populares, hubiesen podido asegurar la victoria. Quien se suponía bien enterado afirmó que en Barcelona, Jaca, Ferrol, Coruña y otros puntos, había importantes elementos dispuestos á secundar, y alguno quizá á iniciar, el movimiento.

Defecciones las hay siempre en estos casos. El menos prudente sabe descon

tarlas.

Que no hubo en el hecho del 19 de Septiembre una cabeza que dirigiera, lo prueba, entre muchos otros detalles, uno casi cómico, que no hubiéramos creído de no verlo confirmado.

Se decidió por los revolucionarios que en los primeros momentos fuese deteni

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do el capitán general Pavía, y se encargó de tal misión á la persona menos apta para realizarla: á un ex diputado federal llamado Armentia, hombre inofensivo y de no grandes alcances, y se le previno que cuando oyese nueve cañonazos disparados de tres en tres, con intervalos, podía proceder á la detención del general.

Excusado es decir que para preparar el golpe se habia seguido durante algunos días los pasos de Pavía, como de algún otro.

El general asistió confiadamente aquella noche à la función del teatro de la Alhambra, y allá fué con su gente el buen Armentia, dispuesto á no detener å Pavía mientras no oyera los nueve consabidos cañonazos, con sus intervalos.

Los cañonazos no sonaron. Es de presumir que aunque hubieran sonado habría sido lo mismo, porque en alguno de los intervalos hubiera salido el general. Siguieron al vencimiento de la sedición militar los naturales comentarios. La prensa monàrquica condenó en todos los tonos la insurrección.

El 21 se declaró el estado de guerra.

En un momento se trocaron los acentos de rigor en acentos de piedad, y la prensa toda, excepción de la conservadora, abogó por el indulto de los presos. La opinión se preocupó ya sólo de la suerte de los desgraciados.

Alonso Martínez, Jovellar y Beránger estaban por el cumplimiento, sin contemplaciones, de la ordenanza militar. Representaban el sentir de buena parte de los elementos militares, que en tales casos suelen olvidarse con demasiada ligereza de sus propias faltas; representaban asimismo el reinante en Palacio. No fué Sagasta jamás hombre sanguinario; pero se le imponían los intransigentes.

Entretanto, la hija del brigadier Villacampa cumplía sus deberes filiales y visitaba, anegada en llanto, las casas de los hombres más significados en la politica y agotaba todos los recursos que sugiere el corazón de una hija el deseo de salvar al sér querido.

Becerra fué de los primeros en interesarse cerca de Sagasta por el indulto. El Ateneo, el Círculo de la Unión Mercantil, la Sociedad de Escritores y Artistas, el Fomento de las Artes y otras sociedades de Madrid y provincias, alzaron su voz en favor del indulto. En la plaza de toros aparecieron durante una corrida, carteles en que se pedía gracia para los condenados.

En casa de Pi y Margall se reunieron Salmerón, Azcárate, Muro y Pedregal. Se acordó por mayoría solicitar el indulto. Pi y Margall entendió que esa petición de los republicanos, sobre ser humillante, no había de pesar poco ni mucho en el ánimo del Gobierno para decidirle á otorgar el perdón. Acordado solicitarlo, se negó á formar en la Comisión que había de presentarse á Sagasta.

Ante el presidente del Consejo formularon su petición los republicanos, cuya voz llevó el señor Salmerón, quien refiriéndose al hecho del 19 de Septiembre y obedeciendo instrucciones de sus compañeros de Comisión, comenzó con las pala bras: Dolorosamente sorprendidos... que ocasionaron al ilustre orador más de una contrariedad durante su vida política.

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Reuniéronse en Consejo los ministros el día 4 de Octubre á las diez de la noche. Duró el Consejo hasta las dos y media de la madrugada, y aunque se limitaron á manifestar á la salida à periodistas y grupos ansiosos por conocer la solución dada á problema del día, que el acuerdo adoptado, sin expresar cuál, lo había sido por unanimidad, lo cierto es que ese acuerdo fué el de denegar el indulto. Contrariado Montero Ríos, presentó en el Consejo su dimisión.

Una estratagema digna del no siempre bien empleado maquiavelismo de Sagasta, salvó la vida de los condenados. El señor Cañamaque, subsecretario de la Presidencia, dijo á los periodistas que el acuerdo del Consejo había sido de in

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