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nos consejos. La caridad de Jesucristo empeñó á vuestras reverencias á entrarse por las casas de los apestados, á recorrer los barrios. Solian pasar de treinta las confesiones que hacia cada sacerdote, y se podian ajustar no pocas leguas en los distantes términos que repasaban mu has veces al dia. Insensibles pudieran haber sido vuestras reverencias á la hambre, á la sed, á las vigilias, á las fatigas, á las destemplanzas del dia y de la noche, del sol y de la agua, si no los hubieran declarado muy sensibles los mortales accidentés que les resultaron por la continuacion del insoportable trabajo. Muchos fueron los heridos del contagio, y pudieron haberlo sido todos. Algunos murieron víctimas de la caridad: ninguno rehusó esponer su vida, y me constan los humildes sentimientos de muchos por no haberla perdido. Yo, en nombre de nuestro muy reverendo padre general y mio, doy á vuestras reverencias las gracias, y podré dar á su paternidad reverendísima el consuelo de que aunque ha cesado el fuego del contagio, vive aun el de la misma caridad, celo y fervor en el de vuestras reverencias, &c. Los años siguientes de cuarenta y cuarenta y uno fueron muy pacíficos en la provincia, cuanto turbulentos en la de Sinaloa y Californias. Inquietaron á Sinaloa las sediciones de los yaquis y mayos patroci nados de algunos vecinos que los necesitaban para sus particulares intereses. No contribuyó poco el desafecto de un caballero de los que tenian mando en la provincia para con los misioneros jesuitas. Estos en todo el tiempo del motin, no hicieron otro papel que el de blanco de todos los tiros y calumnias con que quisieron denigrarlos sus émulos. Las cabezas de la rebelion eran tres ó cuatro indios bastantemente astutos y ladinos. Al principal, y que destinaba para sí el señorío de la provincia, llamaban en su idioma Muni, otro llamado Baltazar, y otro llamado Juan Calixto eran sus principales oficiales, y este segundo mandaba en su ausencia las tropas de los malcontentos. Las hostilidades comenzaron por las misiones de Mayo con muerte del cacique gobernador de aquellos pueblos é incendio de las iglesias é imágenes sagradas. De Mayo pasaron al sitio que llamaron Cedros, donde cometidos impunemente los mismos sacrilegios, pusieron sus reales en Bayoreca. El gobernador, á esta noticia, se retiró á los Alamos. Los re. beldes saquearon todos los lugares, pusieron fuego á las casas y á los sembrados de que no podian aprovecharse. Súpose en el Yaqui por este tiempo la prisión de Muni, que el capitan Mena habia tenido la fortuna de haber á las manos, bien que presto, temeroso de mayores,

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inquietudes, hubo de ponerlo en libertad. Con esto creció la confianza y el orgullo de los 'yaquis. En Barum y otros lugares vecinos, atropellando el respeto debido á sus ministros y aun amenazándolos con la muerte, lo llevaron todo á sangre y fuego. El gobernador disimulaba entre tanto no oir los clamores de toda la provincia hasta que se vió obligado á enviar á Mayo, donde reconocia ménos peligro, uno de sus tenientes con algunos soldados. Los mayos los recibieron con mues. tras de alegría y de tranquilidad, los regalaron con todo cuanto habia en sus pueblos, y dejándolos gozar desarmados, de las dulzuras de la paz se apoderaron de sus personas y cruelísimamente azotados los enviaron al gobernador. Despachó este luego sesenta hombres armados para castigar aquel desafuero; pero habiendo tenido el capitan la inad. vertencia de fiarse de un indio que los guiase, este los condujo por unos pantanos donde, sin poderse revolver, fueron atacados improvisamente de los yaquis, que cazándolos como á fieras atadas, los dejaron á cuasi todos en el campo. Pasaron de ahí á Basacora, asolaron la provincia de Otsimuri que sus vecinos se vieron forzados á desamparar y acogerse á los bosques hasta que pudieron refugiarse muchos en Icora. De aquí se escribió pidiendo socorro al gobernador de Nueva-Vizcaya dándole noticia de los designios del enemigo, que eran penetrar á la Sonora á cuyas puertas estaba ya insolente con sus prósperos sucesos.

La distancia de este recurso dió tiempo á los sediciosos para acome. ter á Tecozipa, uno de los primeros pueblos de Sonora en que se hallaba D. Agustin de Vildasola con un otro oficial y algunos soldados del presidio. A estos dos bravos oficiales opusieron los yaquis sus dos gefes Baltazar y Juan Calixto. A la punta del dia acometieron por todas partes con bastante órden. Los españoles, aunque desprevenidos y medio desnudos, sostuvieron con valor sus primeros ímpetus entre la confusion y el desórden. Vueltos en sí dentro de poco, bien que en pequeño número respecto de los indios, dispusieron con tal regulari. dad sus descargas, que pudieron al fin rechazarlos. No consiguieron sin embargo ventaja alguna mientras estuvo Baltazar al frente de los suyos. Este bravo indio dió aquella mañana un grande espectáculo á los mismos españoles. Ni las balas, ni flas lanzas, ni las espadas fueron bastantes para apartarlo de la entrada que hahia abierto en el recinto y que pretendia franquear á sus gentes, hasta que cuasi á pedazos quedó muerto en el mismo lugar; con su caida huyeron los demas. Desde este punto comenzó á descaecer la fortuna y el valor de

los yaquis. El capitan Usarraga entrando en la sierra de Tepohui en ocasion que con un baile celebraban la muerte de algunos españoles, los derrotó y puso en fuga con muerte de muchos, cuyas cabezas dejó para escarmiento clavadas en los árboles. A su vuelta de Alamos, donde habia sido enviado, le salieron repentinamente al camino; y aun que traia nuevo refuerzo de soldados lo derrotaron, bien que con poca pérdida de sus gentes, pues que viendo á su capitan herido, aunque no mortalmente de dos flechas se acogieron luego á sus pies. Este suceso dió aliento á Juan Calixto para que con mil y seiscientos yaquis asaltase segunda vez á Tecozipa, pero rechazado igualmente por D. Agustin Vildasola dió oidos fáciles à proposiciones de paz. No hubieran sido muy seguras por la vuelta en este tiempo á Sinaloa del sedicioso Muni, si el gobernador D. Manuel de Huidobro no hubiese pasado prontamente al Yaqui y asegurádose con la prision de muchos principales caciques. Ya estaba para proceder al castigo de los delincuentes, cuando se halló llamado á México y con órden de entregar el mando de aquellas provincias á D. Agustin Vildasola. Este, despues de haber recorrido las poblaciones de los Tehuecos y otras á las riberas del Rio del Fuerte, pasó á Mayo, donde entendió los perversos designios del Maní y algunos otros caciques, tomó con tiempo las mas pru. dentes medidas para impedir el contagio: se apoderó del Muni y de Bernabé que se habian ocultado en Tozim, donde á fines de junio de 1741 fueron pasados por las armas. Quedaba aun Calixto que causaba no pequeña inquietud por su génio altivo y bullicioso y auto ridad que tenia entre los suyos; pero no tardó mucho en venir á las ma nos del gobernador y asegurar con su muerte la tranquilidad pública de la provincia.

En la California se habia padecido en este tiempo por muy distinto camino. La independencia de los dos presidios era una fuente inagotable de discordias sobre la jurisdiccion de unos y otros. Los misioneros se hallaban en un total desamparo, sin escolta para sus salidas y espediciones, especialmente en el Sur, donde era mas necesaria; pero, donde el capitan del presidio les era abierta y declaradamente contrario. Eran graves y frecuentes las vejaciones y las quejas de los indios. No se pensaba en adelantar las conquistas, y solo se llevaba la atencion la codicia de las perlas por las cuales se hacian considerables estorsiones á los buzos de Nueva-España. Los padres, conociendo cuán poco favorable estaba para ser oidos el sistema presente del go.

bierno, se veian forzados á callar hasta que el peligro en que se hallaba todo y las quejas mismas de unos contra otros hicieron conocer al Sr. arzobispo virey el infeliz estado de la tierra, depuso al capitan del nuevo presidio, y puso en su lugar un teniente subordinado al comandante del presidio de Loreto, mandando que el nombramiento, admision y paga de uno y otro presidio corriese como ántes á disposicion del superior de las misiones. Dió á todas estas disposiciones mayor firmeza la nueva cédula del rey fechada en 2 de abril de 1742 en que se ordenaba se abonasen por la real hacienda los gastos causados con el motivo de la rebelion de Californias, y se propusiesen á S. M. los medios conducentes á su tranquilidad y entera reduccion. Llegó tambien este año otra cédula en que mandaba el Sr. D. Felipe V se encargase á la Compañía de Jesus la entrada y reduccion de las provincias del Moqui á informe y peticion del Illmo. Sr. D. Benito Crespo, obispo ántes de Durango y despues de la Puebla, y ya, como hemos dicho, lo habia intentado.

A fines del año, cumpliéndose ya los nueve á que se habia prorogado, se trató de juntar para el dia 3 de noviembre la vigésima séptima congregacion provincial. Hubo luego de diferirse para el dia 4 por la entrada del Exmo. S. D. Pedro Cebrian, Agustin de la Cerda, conde de Fuenclara, virey de estos reinos. Fué nombrado secretario el pa. dre José de Moya, y luego el dia 6, elegidos primer procurador el pa. dre Pedro de Echávarri, prefecto de estudios mayores en el colegio máximo: substitutos el padre José Maldonado, maestro de prima en el mismo colegio, y el padre Francisco Javier de Paz por rector del cole. gio de Guadalajara. Los dos padres procuradores murieron sin llegar á Europa en el colegio de la Habana. El padre Paz á la vuelta de Italia falleció tambien en Auxerre de Francia; pero esto fué algunos pocos años adelante.

A principios del de 1743 entró en el gobierno de la provincia el pa. dre Cristobal de Escobar y Llamas, rector que habia sido muchos años del real y mas antiguo colegio de S. Ildefonso y á cuya actividad y prudencia debe no solo la suntuosísima fábrica, sino gran parte del es plendor y crédito con que florece este colegio. El nuevo provincial en consecuencia de la cédula del rey, recibida el año antecedente, encargó al padre Ignacio Keler, ministro de Soamaca, que hiciese todo lo posible para penetrar al Moqui. Pasó el padre el rio Gila saliendo de su mision por setiembre, caminó algunas leguas al Norte; pero ha

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los Mártires.

biendo sido su caravana acometida y robada de los apaches en un asal. to nocturno con muerte de un soldado, los demas que lo acompañaban comenzaban á temer y aun á desampararlo. Así se vió precisado á volver á su pueblo, sin otro fruto que el de haber visitado de paso al. gunas rancherías de gentiles. Semejante órden tuvo otra espedicion que por junio de este año emprendieron dos celosísimos operarios del Inútiles escolegio de la Habana. Por la parte austreal de la Florida hay una pediciones á cordillera de pequeños islotes que llaman Cayos de los Mártires, por. los Cayos de que entre ellos y los terribles bajos de ese nombre hay un corto braceage por donde vuelven de allí á la Habana embarcaciones pequeñas. Habitan estas pequeñas islas indios idólatras aunque sin domicilio estable, transmigrando de unas á otras segun las estaciones del año, oportunidad de la pesca y abundancia de frutas silvestres que les sir. ven de alimento. Son muy afectos de los españoles y enemigos de los ingleses, y por consiguiente de los vehizas sus aliados con quienes traen continuamente guerras. Estas, su brutalidad y continua embriaguez, son causa de estar reducida toda la nacion de estos isleños á muy pocas familias. Cada ranchería reconoce su cacique distinto y como á teniente suyo á uno que llaman Capitan grande, nombre que como el de obispo les ha enseñado el trato con los españoles, cuyo idioma entienden en lo bastante: obispo llaman á su sacerdote, La ceremonia de consagracion consiste en tres dias de carreras continuas, bebiendo hasta caer sin sentido, que á juicio de ellos es morir para resuci. tar despues de santificados. El ídolo que adoran es una pequeña tabla con una muy grosera y mal formada imágen de una Picuda (especie de pescado), atravesada con un harpon y varias figurillas al rededor como lenguas. El sacerdote acostumbra llamar los vientos con ciertos silbos y apartar las turbonadas con diversos clamores, é interviene con varias supersticiones á los sahumerios con que honran los indios al cacique y sus hijos. Tienen grande horror á los muertos, y en sus entierros, que tienen á distancia del pueblo, tienen siempre guardias. En la muerte de los caciques matan uno ó dos niños que los acompañen y adornan los sepulcros con tortugas, piedras y otros animales, tabaco y cosas semejantes para tenerlos contentos. Niegan sin embargo la inmortalidad del alma, juzgándola igual á la de cualquier bruto, ni reconocen Dios creador, diciendo que las cosas se hacen por sí mismas.

Con los frecuentes viages á la Habana, habian pedido algunas

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