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INTRODUCCION.

La Revolucion de 1868, abriendo una nueva era en nuestra historia política; proclamando todos los derechos, y arrastrando tras de sí absurdas prcocupaciones del pasado, despertó en el corazon de los que de véras aman la prosperidad, la grandeza y la honra de la pátria, la esperanza de que un rayo del sol de la libertad que lucia esplendente sobre la noble tierra de España, iluminaria aquellas lejanas regiones, pequeños restos de nuestro vasto imperio colonial, donde millones de Españoles, dando muestras de honradez, de patriotismo y de abnegacion sin límites, sufrian en pleno siglo XIX los efectos de un régimen, tal como sólo podria concebirse en los menguados tiempos de los Austrias y Borbones.

Y esta esperanza era fundada: la revolucion que al grito santo de libertad echaba por tierra el poder que la ahogaba, reivindicando todos los derechos arrebatados al pueblo por una série de estúpidos tiranuelos; la revolucion que se levantaba potente y grande para afirmar la victoria de la libertad sobre el despotismo, del derecho sobre la fuerza, de la justicia sobre la arbitrariedad, no podia, sin deshonrarse, dar al olvido que al otro lado de los mares tenía que cumplir una sagrada mision, un magnánimo acto de justicia y de reparacion, á que nuestras provincias de Ultramar eran por cierto acreedoras.

Proclamado el principio de la soberanía del pueblo, declarados los derechos inherentes á la personalidad humana,

no podia, en verdad, consentirse, que hubiera en territorio español pueblos enteros donde existiese el señorío del hombre sobre el hombre; que masas de séres que no se diferenrencian de nosotros sino en el color de su piel, permaneciesen, cual manadas de bestias, dirigidas por el látigo y sujetas por la cadena; ni podia tampoco tolerarse que miles de personas, preparadas por la cultura de su espíritu para gozar de los beneficios de un gobierno libre, continuasen sometidas á un despotismo brutal y degradante, sin derechos, sin garantías individuales, sin nada, en fin, de lo que constituye la vida del ciudadano en las modernas sociedades, y por tanto, entregadas completamente á las, muchas veces, caprichosas y absurdas inspiraciones de una autoridad, cuya voluntad incontrastable, sobreponiéndose aun á las leyes mismas, recordaba la antigua y horrible fórmula del despotismo: sic volo, sic jubeo; sit pro ratione voluntas.

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Fundadamente, pues, debia esperarse que la revolucion concluyera de una vez con nuestro absurdo régimen colonial, cimentado en los mismos principios aunque traducidos en leyes menos duras-que el establecido por los Cartagineses hace más de DOS MIL AÑOS para el gobierno de sus colonias; y que al cabo se inauguraria una nueva política en Ultramar, cuya base fundamental fuese, no como hasta entonces, la desconfianza que trae consigo la represion, el exclusivismo y la injusticia, y á cuyo influjo se paraliza el acrecentamiento de los pueblos, y se fomenta el descontento y se preparan las insurrecciones; sino la libertad, esa fuerza misteriosa y prepotente, ese quid divinum que es el secreto de la grandeza y poderío de otros pueblos, ese motor irresistible del comercio, de la industria y de todas las artes útiles; ese, en fin, incentivo maravilloso y á ningun otro comparable por su especial virtud para abrir más extensos horizontes á la actividad humana, para asegurar el bienestar de los gobernados y para afirmar el amor á la pátria; haciendo que las leyes se miren no como enojosas é inútiles trabas, sino como el origen del bien público; amor á la pátria, que no puede

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