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En su amor anhelante

Mi corazón extático la adora,

Mi espíritu la ve, mis pies la siguen.
No; ni el hierro ni el fuego amenazante
Posible es ya que á vacilar me obliguen.
¿Soy dueño por ventura

De volver el pie atrás? Nunca las ondas
Tornan del Tajo á su primera fuente
Si una vez hacia el mar se arrebataron :
Las sierras, los peñascos, su camino
Se cruzan, á atajar; pero es en vano,
Que el vencedor destino

Las impele bramando al Oceano.

Llegó pues el gran día

En que un mortal divino, sacudiendo

De entre la mengua universal la frente,

Con voz omnipotente

Dijo á la faz del mundo: el hombre es libre; Y esta sagrada aclamación saliendo,

No en los estrechos límites hundida

Se vió de una región: el eco grande

Que inventó Guttemberg la alza en sus alas: Y en ellas conducida

Se mira en un momento

Salvar los montes, recorrer los mares,

Ocupar la extensión del vago viento;

Y sin que el trono á su furor la asombre,
Por todas partes el valiente grito

Sonar de la razón: libre es el hombre.

Libre, sí, libre; ¡oh dulce voz! mi pecho
Se dilata escuchándote, y palpita,
Y el numen que me agita

De tu sagrada inspiración henchido
Á la región olímpica se eleva,

Y en sus alas flamígeras me lleva —
¿Dónde quedáis, mortales

Que mi canto escucháis? Desde esta cima Miro el destino las ferradas puertas

De su alcázar abrir, el denso velo

De los siglos romperse, y descubrirse
Cuanto será: ¡ oh placer! no es ya la tierra
Ese planeta mísero en que ardieron
La implacable ambición, la horrible guerra.

Ambas gimiendo para siempre huyeron,
Como la peste y las borrascas huyen
De la afligida zona que destruyen,
Si los vientos del polo aparecieron.
Los hombres todos su igualdad sintieron
Y á recobrarle las valientes manos

No hay ya, ¡ qué gloria! esclavos y tiranos;

Que amor y paz el universo llenan,
Amor y paz por donde quier respiran,
Amor y paz sus ámbitos resuenan ;

Y el Dios del bien sobre su trono de oro
El cetro eterno por los aires tiende;
Y la serenidad y la alegría

Al orbe que defiende

En raudales benéficos envía.

¿No la véis? ¿ no la véis la gran columna, El magnífico y bello monumento

Que á mi atónita vista centellea?
No son, no, las pirámides que al viento
Levanta la miseria en la fortuna

Del que renombre entre opresión granjea,
Ante él por siempre humea

El perdurable incienso

Que grato el orbe á Guttemberg tributa;
Breve homenaje á su favor inmenso.
¡Gloria á aquel que la estúpida violencia
De la fuerza aterró, sobre ella alzando
Á la alma inteligencia!

¡Gloria al que en triunfo la verdad llevando Su influjo eternizó libre y profundo!

¡ Himnos sin fin al bienhechor del mundo!

M. J. QUINTANA.

LA AURORA.

¡Oh cuán risueña, hermosa, encantadora, Bañando en clara luz el horizonte

Vierte sus rayos la encendida aurora
Sobre la cumbre del virgíneo monte,
Y en el jardín ameno

Abre á la flor el perfumado seno!

Salúdala feliz en la espesura,
Abandonando el primoroso nido
El ave con su canto no aprendido,
Y plácida sonríe la natura,
Deshecha ya la umbría

Hórrida niebla de la noche fría.

De Guajabana la preciosa falda,
Donde serpean cristalinas fuentes,
Imita un rico campo de esmeralda
Salpicado de perlas relucientes,
Y el arrebol dorado

El cielo borda en majestad velado.

Del patrio río la esmaltada orilla
Pisa el ganado en bulliciosa fiesta

Y turba su bramido en la floresta
Los cantos de la tímida avecilla,
Mientras la brisa leve

El verde tallo de las plantas mueve.

Bate ligera sus pintadas alas

La errante mariposa entre las flores:
El colibrí de sus nativas galas
Ostenta los bellísimos colores,
Y la industriosa abeja

En busca de la miel su panal deja.

En tanto el labrador (á quien no engaña
La sed del oro, ni al poder aspira)
Abandona su rústica cabaña

Y el verde campo y las espigas mira,
Y luego, si le plugo,

Pone á los bueyes el pesado yugo.

Entonces huella mesurado y tardo
El hondo surco, y canta dulcemente
Antigua trova de olvidado bardo

Que allá en la infancia se grabó en su mente. El eco le contesta

En el valie, en el monte, en la floresta.

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