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incesantemente recordaba los acerbísimos dolores de Jesucristo, y contemplaba el sagrado misterio de su cuerpo y sangre; y se mantenía inmoble día y noche en esta contemplación: deseaba grandemente dar la vida por Dios, especialmente en los imperios de la China y el Japón, donde los gentiles con furor daban cruelísimamente la muerte á los cristianos; y cuando contínuamente se acercaba al Sacramento de la Penitencia, y al divino convite de la Eucaristía, era con tanto sentimiento de piedad, que todo su ardor celestial se veía resplandecer en su boca. Este tan encendido amor de Dios fomentaba la excelente caridad con que admirablemente amaba á todos y á cada uno de los hombres. Así, pues, con singular cuidado, especialmente con los pobres, á los que siempre tenía á la vista, no sólo se empeñaba en doctrinarios en los rudimentos de la fé cristiana, y atraerlos al camino de la salud espiritual, sino que en sus molestias y angustias fuertemente solícito, atendía principalmente á poderles servir de refugio y consuelo. De aquí era que siempre estaba implorando la ayuda y limosnas de otros, logrando dote para las vírgenes miserables, y á otras calamitosas; especialmente aquellas que estaban destituidas de su antiguo esplendor y dignidad les proporcionaba vestidos, comida, dinero y todo género de alivio. A los enfermos del convento, ó de afuera, ó de los hospitales, y, principalmente, á los moribundos, visitaba frecuentemente, ejercitando con ellos todos los oficios de caridad, condoliéndose de sus miserias, consolándolos y ayudándolos de modo que pudiesen salir de esta vida en el osculo del señor. Abrasado con el mismo fuego de caridad á cerca de los párvulos de padres no conocidos, ó de hijos de padres muertos, condoliéndose de sus miserias, para socorrer su salud, cuidó de que en Lima se fundase un colegio de huérfanos donde se mantuviesen, y fuesen educados en piedad y honestidad. Todos á la verdad admiraban cómo un pobre hombresillo, sujeto á las leyes de la disciplina religiosa, pudiese bastar jamás para emprender tantas obras, asistir á todos estos trabajos, y contribuir á todos estos gastos. Revesti do de todos los sentimientos de humanidad, extendía su benig nidad aún á los animales brutos, que experimentaban continuamente la curación de sus enfermedades, y el alimento. Esta exímia y colmada virtud la quiso Dios adornar con dones celestiales en Martín. Este, aunque rudo, y enteramente destituido de estudios, trataba de los más sublimes misterios de la fé con tanta elocuencia; y dirimía, con tanta doctrina, las cuestiones más difíciles de la Teología, que los varones doctísimos, admirando la sabiduría de un hombre iliterato, á una voz le confesaban infusa divinamente. No solo esto; porque también pronosticaba los sucesos futuros, conocía las cosas más ocultas de los corazones, las incidias del demonio, y sus tentaciones, dando documentos saludables: hacía milagros, y conti

nuamente gozaba éxtasis y coloquios celestiales. Estando ya, pues, Martín enriquecido de virtudes, y bien sazonado para el Cielo, atormentado por una larga enfermedad, sin nunca dejar por esto sus obras de caridad, después de haber pronosticado muchas veces su muerte, caminando en el año sesenta de su edad, y fortalecido con los sacramentos, exhaló el alma en manos del Señor, con frente serena y rostro alegre, el día 3 de noviembre de 1638 y voló al abrazo que toda su vida había solicitado y amado tanto.

Como la fama, pues, de su santidad probada con tantos prodigios, creciese de día en día, presentada la causa de sus virtudes, según costumbre, á nuestros venerables hermanos Cardenales de la Santa Romana Iglesia, Prepósitos de la Congregación de Ritos, nuestro predecesor, de feliz memoria, Clemente XIII, Papa, por solemne decreto librado el día 27 de febrero del año 1763, declaró que eran heroicas sus virtudes. Pero, después tratándose de los milagros que para significar á los hombres su santidad había Dios obrado por su mano, de los cuales, dos principalmente, fuera de otros, la misma Congregación de Ritos una hasta tres veces, como se acostumbra, los discutió, y mirados y pesados en fiel balanza, Nosotros, por decreto de 20 de marzo de 1836, fuimos de sentir que debían aprobarse. Deseando, pues, presentar á los fieles cristianos, especialmente á aquellos que se han ceñido con las leyes de la vida religiosa, tan ilustres ejemplos de virtudes; otra vez pesados con diligentísimo examen, determinamos, para mayor gloria de Dios, cuanto está de nuestra parte, en estos tiempos tan calamitosos y lamentables de la civil y cristiana república, darlos á luz. Así es que la misma Congregación, reunida en nuestra presencia el dia 27 de abril de 1836, oidos también los votos de los consultores, á una voz y con un mismo espíritu fué de sentir que cuando Nos pareciese declarásemos á este siervo de Dios por Beato, con todos los indultos, hasta que se haga su solemne canonización. Nosotros, pues, movidos de los esforzados y piadosos ruegos de toda la inclita familia Dominicana, y principalmente de nuestro amado hijo Tomás Jacinto Cipolletti, Prelado ó Ministro General de la orden de los hermanos Predicadores, y procurador de esta causa en esta ciudad, con el asenso y consejo de la enunciada Congregación de Cardenales, por nuestra autoridad Apostólica, en fuerza de estas nuestras letras, ordenamos y damos facultad para que el mismo siervo de Dios Martín de Porres, hermano tercero profeso y servicial del orden de Predicadores, se le dé, en lo sucesivo, el nombre de Beato, y que su cuerpo y reliquias (menos en las solemnes procesiones) se expongan á la pública veneración de los fieles, y que sus imágenes se adornen con rayos y resplandores. A más de esto, con nuestra misma autoridad, concedemos que todos los años se rece el oficio y misa de él, del común de

Confesor no Pontífice con las oraciones propias por Nos aprobadas, según las rúbricas del Misal y Breviario Romano. Pero el rezo de este oficio, y celebración de su misa, concedemos se practique el día cinco de Noviembre, sólo en Lima y su Diócesis, por todos los fieles cristianos seculares y regulares que están obligados al rezo de las horas canónicas, y en todos los templos donde esté instituido el orden de los hermanos Predicadores. Y en cuanto toca á las misas, que las celebren todos los sacerdotes que concurran á las iglesias donde se hace la fiesta. Finalmente, concedemos é indultamos que el primer año después de dadas estas nuestras letras de la beatificación del siervo de Dios Martín de Porres, y después de solemnizada ésta en la Basílica del Vaticano, que determinamos que se haga el día 29 del mes de Octubre del presente año, en los templos Diocesanos, y en los del orden de que vá hecha mención el día que señalen los prelados ordinarios, se celebre la fiesta con oficio y misa del rito de doble mayor. No obstante constituciones, ordenaciones Apostólicas, ni decretos expedidos acerca del no culto, ni cualquiera otras contrarias. Queremos también que los ejemplares de estas letras, aunque estén impresos, siempre que se hallen suscritos de la mano del secretario de la Congregación, y signados con el sello del Prefecto, tengan tanta fé aun en las contiendas judiciales que hubieren, si estuviere en ellas significada nuestra voluntad.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, signadas con el anillo del Pescador, el día 8 de Agosto de 1837, de nuestro Pontificado el año 72-Lugar del sello.-Por el Señor Cardenal de Gregorio.-A. Picchioni-Sustituto.

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Aquel amantísimo Reparador de la dignidad humana, Cristo, hijo de Dios, que siendo el esplendor del Padre y luz indeficiente vino del Cielo á la tierra, y por un misterioso y recóndi to consejo, uniendo la divina con la humana naturaleza, y manifiesto en la forma de hombre para en ella socorrer al enfermo humano linaje, y librarle, por su inmensa piedad y caridad, de la muerte, cautividad y servidumbre del demonio, recomendó la virtud de la humildad con su palabra, obra y ejemplo, hasta tal grado que siempre ha querido que su Iglesia crezca, resplandezca y se difunda por todo el Orbe, principalmente en esta

virtud. Por tanto acostumbra Dios colmar á los mansos y humildes de corazón con tanta abundancia de dones celestiales, que parece ser de su mayor deleite propagar la gloria de su nombre, levantando y promoviendo á lo más alto á los humildes, y como arrebatándolos de su estado para que se sienten como los príncipes del Pueblo, y eligiendo á los sencillos para confundir á los sabios del mundo, y á los débiles para abatir de igual modo á los fuertes. Entre estos héroes innumerables, que amaestrados en la humildad de la Cruz de Cristo, y hechos amigos da Dios llegaron á las celestiales regiones, después del período de esta vida mortal, y que habitando en la casa del Señor resplandecen como estrellas por una eternidad sin fin; se distingue, en verdad, el Venerable Siervo de Dios. Juan Masías, que adscrito entre los operarios religiosos del esclarecido Orden de Santo Domingo, claro con tantas virtudes, é ilustre con tantos méritos, conjeturamos hallarse ahora en la celestial y bienaventurada patria, habiendo conseguido un premio inmenso de gloria y una corona inmarcesible. Este, . pues, nació en 2 de marzo del año de 1585 del parto de la vírgen, en el pueblo de Rivera de la Diócesis de Placencia, de padres nobles y piadosísimos, que lo fueron Juan de Arcas é Inés Sánches, privados por la falsa, inconstante y contraria fortuna del antiguo esplendor de dignidad y de opulencia, y lavado en las aguas bautismales, según el rito católico, é instruído maduramente en toda virtud, echó desde su infancia los fundamentos de una grande santidad. Habiéndole cabido una alma buena, y rico con los singulares dones de la celestial gracia, teniendo principalmente por guía y amparo al Apóstol y Evangelista Juan, y manifestando siempre, desde la misma niñez, las costumbres más suaves, un pudor virginal, una insigne modestia, piedad, abstinencia, humildad y liberalidad con los pobres, no se le vió jugar con sus iguales, ni hacer cosa alguna pueril, sino separándose del todo con horror de las necedades y burlas, acostumbraba buscar la soledad, derramar fervorosas oraciones de día y de noche, y como privado de sentidos, estar pegado á las imágenes de Cristo Crucificado, de la Virgen Madre de Dios y de otros bienaventurados. Acostumbró, en primer lugar, frecuentar con el mayor gusto los sagrados templos, y allí pasar muchas horas en una contínua oración, y luego que le fué lícito, por la edad, frecuentar, con un admirable ardor, los Sacramentos de la Penitencia y Eucaristía, concebir ansiosamente los sermones de las cosas divinas, y enseñar con ellos amorosamente á los niños, para formar y amoldar sus tiernas almas y sus corazones de cera en toda piedad. Después que pasó su juventud piadosa y santamente en apacentar ovejas, habiendo salido de su tierra y parentela, y peregrinado muchas regiones de la India con una insigne santidad, auxiliándole Dios más y más, llegó á Lima, y allí habiendo dejado todas

las cosas como soldado dispuesto, ó más bien desnudo, quiso seguir á Cristo desnudo. De esta suerte, en el año de 1622, se ocultó en el convento de Santa María Magdalena, é inscrito entre los religiosos operarios de la familia de Santo Domingo, practicó su noviciado con suma admiración de todos, y pronunciados los votos solemnes, se le vió brillar en un modo digno de admiración con el resplandor de todas las virtudes. Nada le fué en verdad ni más poderoso ni más agradable, ni más gustoso que las significaciones de su amor y culto, principalmente á la Virgen Madre de Dios, las cuales para poder hacerlas mayores afligía su cuerpo con perpetuos ayunos y lo atormentaba, azotaba y ensangretaba con cilicios y látigos de hierro: despreciaba siempre las cosas terrenas, y amaba las celestiales: continuamente dedicaba los días y las noches á la oración y á la meditación de las cosas divinas: se juzgaba y llamaba como el más vil, abyecto é inícuo de todos los hombres: honraba con el mayor respeto principalmente á sus superiores y llevaba en todas las cosas una pobreza evangélica. Guardaba la castidad contanta vigilancia, que compuestos siempre modestamente los ojos y fijados en tierra, tenía también diligentísimamente cerrados ambos párpados para que no fuese á ser que, rompiendo por casualidad algún viento de aire pestilente, pudiese manchar aun levemente el virginal pudor. ¡Qué paciente á más de esto! ¡qué manso! ¡qué dócil! ¡qué igual en todo asunto! Aventajándose con una constancia de ánimo en verdad admirable, no solamente sufrió, con semblante alegre y sereno, las enfermedades, las afrentas, injurias, y cualesquiera otras cosas gravísi mas de los hombres, sino que sostuvo también varonilmente los furiosos y violentos ímpetus del dañosísimo enemigo del género humano, que por más de doce años contínuos luchó con todas armas, persiguiéndole con toda clase de engaños, acosándole y confiriéndole heridas, con lo que ó lo postrara en la fé, ó le hiciera faltar en la esperanza; mas siempre las malas artes y engaños del demonio fueron descubiertos, de tal modo que vencía y destruía magníficamente sus malvados movimientrs y conatos. Tan fuertemente se había impreso en su alma y entendimiento un admirable amor de Dios, que espantándole y temiendo aún la sombra de la más leve culpa, y observando en todo á la divina voluntad, cuanto hacía, decía, pensaba, siempre se dirigía á Dios, y contemplando perpetuamente en él, siempre se excitaba con vehemencia en su amor á la vista de todas las cosas: conversaba de las cosas divinas con tan grande piedad, que arrebataba los ánimos de sus oyentes con la más suave y admirable fuerza: veneraba y adoraba abstraído de sus sentidos con tan fervoroso afecto á Cristo, encubierto en la Eucaristía, y su acerbísima muerte, que cuando con la mayor frecuencia se llegaba á la sagrada mesa, cnalquiera entendia fácilmente por su boca, ojos, gesto y estado de todo el

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