bien los extremos de que es capaz la pasión celosa en pechos como el de Nuño. La muerte de Blanca; la inmediata desaparición de su marido que se aleja de aquellos lugares y los abandona horrorizado, como si únicamente en ellos le persiguiese la sombra de la mujer querida; el espantoso huracán que á raíz del crimen se desata cual castigo del cielo, trastornando llanos, derribando montes, arrasando edificios y campiñas en los opulentos estados del caballero leonés, todo contribuye por de pronto á la impunidad de Rodrigo. Pero esa impunidad no le libra de sí mismo ni le impide vagar años y años "Perseguido de fantasmas, De despecho, de ansiedad, El hondo sueño la paz.» Acosado por la inquietud que no le permite hallar tranquilidad ni sosiego en parte ninguna, se dirige á Sevilla donde á lo menos podrá vivir desconocido. Sin embargo, allí tropieza una mañana en el muelle con un hombre que clava en él sus ojos, le reconoce, le nombra, le arrastra consigo á la llanura de Tablada, le obliga á batirse, y tras brevísimo combate le atraviesa el corazón. Era D. García, el cariñoso hermano de Blanca, que logró pro videncialmente escapar con vida la terrible noche en que su celoso cuñado le dejó por muerto. Tal es lo que refiere á Garcerán la voz que sale de la calavera. Semejante revelación, hecha por permisión divina y por tan imponentes medios sobrenaturales en el lugar donde sucumbió el malvado, acaba de robar á Nuño el escaso aliento que le había dejado el terror, y cae desplomado en tierra. Al amanecer del día siguiente un venerable religioso, que atravesaba el campo de Tablada de vuelta de una alquería, encuéntralo aún sin sentido, lo recoge con gran trabajo, ardiendo en caridad cristiana, y lo transporta á la celda de su convento. En ella, reanimado un tanto por la eficaz solicitud del buen cenobita, compulsado Acaso del tremendo Espectáculo horrendo Que Dios en el letargo le ha mostrado, Y en lágrimas amargas prorrumpiendo, Confesión con ferviente Voz demanda anheloso; Y viendo el religioso Que ya el menor retardo no consiente, En confesión le escucha silencioso.» Al oir el nombre del penitente experimenta el piadoso cenobita súbita emoción y quédase petrificado. ¿Cómo no, si aquel monje es el mismo D. García hermano de Blanca, retraido al claustro y consagrado á la vida monástica desde que dió muerte en buena lid al infiel Rodrigo? Repuesto de su natural sorpresa; compadecido de los crueles tormentos que habían ennegrecido y amargado la existencia del infeliz Nuño; iluminado por luz divina, el venerable religioso exclama: "La gloria más espléndida, Oh Garcerán, te aguarda, Si es que no te acobarda La penitencia que te impone Dios. Corre, corre solicito De León á la sierra, Á tu patria, á tu tierra, De bienaventuranza eterna en pos. Con penitencias ásperas, Con oración constante, Con fé perseverante Implora la clemencia celestial.» En seguida le anuncia gozoso, que un singular favor del cielo será señal segura de que la obtiene, y continúa diciéndole con profética inspiración: "De una joya riquísima El hallazgo impensado, Joya que de tu estado Restaurará la fama y esplendor. En cuanto brille fúlgida, El cielo serenarse Y el suelo engalanarse De hermosos dones súbito verás. Y luego una flor candida Á tus plantas nacida Te anunciará otra vida, Y con ella á la gloria volverás.» Dicho esto, D. García se da á conocer á su cuñado mostrándole las cicatrices de sus heridas y abrazándolo con fraternal cordialidad. Nuño, vertiendo acerbas lágrimas, demanda perdón al generoso hermano de la que fué su ídolo, de aquella víctima inocente sacrificada por viles sugestiones en el delirio de la pasión, y parte á cumplir la penitencia que ha de borrar su delito consiguiéndole, por virtud de la expiación y del arrepentimiento, paz y ventura perdurables. La tercera y última parte de esta interesante leyenda, que á mi juicio es la que contiene mayor caudal de poesía, rasgos más delicados y bien sentidos, se reduce á describir la vida penitente de Garcerán desde que torna á las montañas de León donde se meció su cuna y que fueron teatro de su ceguedad y de su crimen; á pintar las profundas luchas de aquel afligido espíritu; á poner de bulto el cumpli– miento de las profecías contenidas en los versos anteriores: esto es, el feliz encuentro de una sagrada imagen de Nuestra Señora, por cuya intercesión volverán á florecer aquellos arrasados montes (presagiando así que va á ser Nuño perdonado), y el prodigioso nacimiento de la cándida flor, de la azucena milagrosa, clara señal y expresivo anuncio de la eterna gloria que le aguarda. si Me he detenido á exponer circunstanciadamente el argumento de esta leyenda, no sólo por lo mucho en que la estimaba su autor, no porque tales poemas son los menos conocidos y populares de entre los suyos, aunque merezcan serlo tanto como cualquiera de los demás. Sobre ellos hacía en 1854 el ilustre académico D. Eugenio de Ochoa las siguientes observaciones: «Convengamos en que, llámense como se quiera, son estas composiciones, en manos del Duque de Rivas, una de las más sabrosas lecturas con que puede recrear sus ocios un aficionado á la poesía. Interés grande en su argumento; escenas dramáticas preparadas con rara habilidad; descripciones llenas de vida; diálogos rápidos, discretos, apasionados; en suma, todos los atractivos juntos de todos los géneros de poesía, coadyuvan á la sensación deleitosa que producen estas privilegiadas compo |