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llar más con los resplandores de la única luz que no se extingue.

¿Cómo no había de ser injusto á última hora con los mismos eminentes patricios á quienes prodigó en otro tiempo altos encomios? ¿Cómo no había de inculpar con cierto aire de menosprecio al ya difunto Libertador, mártir de su patriotismo, porque antes de morir no había hecho el milagro de que todos sus compatriotas tuviesen la sensatez y abnegación necesarias para no desgarrarse mutuamente en desdoro de su nombre y en menoscabo del bien de la patria, quien, tal vez amargado y extraviado á consecuencia de largos padecimientos, osaba pensar que es imperfecta la redención del género humano, y poco digna de un Dios infinitamente misericordioso? Compadezcamos tal desdicha, la mayor posible en quien se avecinaba á la muerte, y confiemos en que la misericordia infinita habrá perdonado al poeta insigne este mal pensamiento que con frecuencia le asaltaba.

Pocos días después de habérselo comunicado á Bello, el 17 de febrero de 1847 (1), á los sesenta y tres años de edad, falleció Olmedo en la ciudad de Guayaquil, donde había naci

(1) En esta fecha fijan la muerte del vate del Guayas Torres Caicedo y los hermanos Amunáteguis. Gallegos Naranjo dice que falleció, no el 17, sino el 19 de febrero.

do. Enterráronle modestamente en la iglesia de San Francisco, y ailí «una humilde lápida que se halla sobre su túmulo, contrasta con la gloria de tan grande hombre (1).»

Conocido lo que

éste fué, réstame ahora decir algo acerca del mérito é índole de sus composiciones poéticas.

(1) Con estas palabras termina Gallegos Naranjo sus ligerísimos apuntes biográficos del poeta.

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ON el advenimiento de la dinastía borbónica se introdujeron en España y

comenzaron á prevalecer en nuestras producciones literarias de toda especie las máximas y el gusto del clasicismo francés. Pero al tiempo mismo que aquí se consolidaban y difundían esas doctrinas, torciendo el rumbo á la genial inspiración española, empezaban á experimentar en obras de sus adeptos cierta modificación esencial que alteraba un tanto su genuino carácter. Esto se deja ver con más claridad que en ningún otro ramo de la literatura en algunas composiciones líricas, y sobre todo en las de aquellos poetas que florecieron y sobresalieron á fines del siglo anterior y principios del presente.

Ni los ingenios que entraron desde luego. con mayor decisión y ahinco en el amanerado carril de la poesía francesa, deslumbrados por la novedad y figurándose que en imitar servilmente á nuestros vecinos consistía su mejor gloria, dejaron alguna vez de volver los ojos á los líricos españoles que brillaron tanto en la época tenida con harta razón por edad de oro de la poesía castellana. Sin pararnos á considerar el valor é importancia de las acaloradas controversias á que García de la Huerta dió margen con sus violentos desahogos contra el nuevo gusto extranjero, porque los críticos más notables de aquellos días estimaban tales desahogos en favor de nuestros antiguos vates como fruto de la natural extravagancia del irascible autor de Raquel, vése confirmada mi observación con sólo recordar la índole privativa de la Fiesta antigua de toros en Madrid, de D. Nicolás Moratín, y la de casi todas las poesías del agustiniano salmantino fray Diego González. Procuraba éste imitar en ellas con amorosa fidelidad el estilo del maestro León, y consiguió efectuarlo, si no tan hábilmente como dice Quintana (según el cual sus versos se confunden á veces con los de aquel gran poeta), de un inodo bastante dichoso, en armonía con la índole peculiar de modelo tan extremado y castizo.

Aquellos que entre nosotros se lanzaron más decididamente á imitar á los clásicos franceses esquivando la desvariada libertad de Góngora y sus discípulos, no tardaron mucho en caer en el extremo opuesto. Por huir del revesado y altisonoro lenguaje de los culteranos, que á tan desdichado punto habían traído la expresión del pensamiento en los albores del siglo xviii; proponiéndose dar á su estilo la elegante sencillez y estudiada mesura que era en ocasiones como principal distintivo de sus modelos transpirenáicos, incurrieron en el grave error de mirar con censurable desdén la amena variedad, la riqueza y gallardía en giros y frases del lenguaje propio de nuestras musas, formado ó realzado por los insignes cantores del siglo que glorificaron con inspiraciones excelentes un Garcilaso, un Francisco de la Torre, un León, un Herrera, un Lope de Vega, y el mismo Góngora cuando no desatinaba. Buscando ante todo en la forma expresiva de la inspiración poética lo natural y razonable, dieron con lastimosa equivocación en lo prosáico y pedestre.

De esta enfermedad no se libraron por completo, á pesar de sus estimables dotes, ni el fabulista riojano D. Félix María Samaniego, afortunado imitador de La Fontaine, ni el discretísimo autor de las Fábulas literarias, D. To

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